Retrato de caballero, llamado «Barbero del Papa»

Fue Rubens quien animó a Diego Rodríguez de Silva y Velázquez a realizar su primer viaje a Italia, que le llevó a descubrir Génova, Venecia, Nápoles y, sobre todo, Roma. Se convirtió en un viaje de aprendizaje que repitió 20 años después, en 1648, aunque en condiciones muy diferentes. En esta ocasión tenía una misión encomendada por Felipe IV: hacer acopio de pinturas, esculturas y vaciados para decorar los muchos palacios del rey. No obstante, Durante esta estancia realizó algunos de sus retratos maestros, como los del Inocencio X (Roma, Galería Doria Pamphilj) y de Juan de Pareja, esclavo mulato del pintor (Nueva York, Metropolitan Museum of Art), que, según Palomino, Velázquez pintó antes de retratar al Papa, para «prevenirse antes en el ejercicio de pintar una cabeza del natural», es decir, para ejercitar la mano. El retrato de Juan de Pareja se expuso en público y despertó una gran admiración, al igual que el del Pontífice. Velázquez vio reconocido de inmediato su talento, incluso por los académicos romanos de San Lucas y de «Los Virtuosos». En este periplo realizó también el retrato del cardenal Astalli (propiedad de la Hispanic Society de Nueva York), el retrato de Camillo Massimi (del Bankes Collection) y El barbero del Papa, realizada en torno a 1650, hoy en el Museo del Prado tras su adquisición en noviembre de 2003 por el Estado español por 23 millones de euros.

Esta última obra, que se ha expuesto muy pocas veces (la última en la exposición Velázquez organizada por el propio Museo del Prado en 1990) representa la cumbre de uno de los géneros más característicos de Velázquez como es el retrato. El estado general de conservación del cuadro, según el informe de los servicios técnicos del Museo, es excelente. No hay pérdidas significativas ni alteraciones de la capa pictórica, que se conserva bastante íntegra. Esto es muy importante, teniendo en cuenta la extraordinaria importancia que tenían para Velázquez las capas superficiales a la hora de unificar toda la pintura y dar sentido al cuadro. Ha cambiado de manos frecuentemente en las últimas décadas, y de hecho fue incorporado tardiamente a la bibliografía sobre la obra de Diego Velázquez. la primera vez que apareció citada en un catálogo fue en 1909 con motivo de su exposición en las Grafton Galleries de Londres. En 1936, cuando fue citada por August L. Maller, gran historiador de la pintura española, en un catálogo razonado, pertenecía a la colección del inglés Sir Edmund Davis. A su muerte en 1939, la obra fue vendida en subasta celebrada en Christie's, en Londres, y desde entonces ha pasado por las manos de buen número de colecciones, siempre extranjeras.

De El barbero del Papa se ha dicho mucho y bueno. En 1963, el crítico José López-Rey lo calificó de «obra extraordinaria» por su sutil descripción psicológica. Julián Gállego consideró que Velázquez había logrado «una obra maestra en su austeridad». La pintura posee caracteres paradójicos. Por un lado, una gama cromática más bien reducida, pero también una gran variedad de tonos para dar al rostro el tono sanguíneo típicamente velazqueño. Los brillos ayudan, a pesar de la sobriedad, a dar un aire emotivo al propio barbero. A pesar de la austeridad de color -más oscuro que en los demás retratos (vease el de Inocencio X o el de Camillo Massimi), pero aun así no desmerece en absoluto a lo que pintó en aquellas fechas-, nos encontramos ante un excelente retrato que pone de manifiesto como el pintor está demostrando en este segundo viaje que ha superado su etapa de formación y que se presenta en la Ciudad Eterna como un importante maestro. Ahora no va aprender sino a mostrar lo que ha aprendido.

El personaje del lienzo de Madrid se ha identificado como monseñor Miguel Ángel Augurio, barbero del Papa. El retrato es de una portentosa sencillez, un hombre vestido de negro con un cuello blanco liso, sobre un fondo neutro. Nada distrae de lo esencial, el rostro del retratado. Velázquez le representa con una sinceridad abrumadora, al igual que había hecho antes con Inocencio X. «Troppo vero», exclamó el pontífice al ver su retrato. Esta obra de apariencia modesta puede, sin embargo, captar la atención del espectador durante horas. La expresión del supuesto monseñor-barbero nos transporta. Se nos antoja un hombre afable y campechano, halagado de posar para el pintor del rey de España. Velázquez se interesa por resaltar la nobleza de este hombre de fisonomía vulgar, destacando la expresión resignada y melancólica. La pincelada es rápida, aplicada con sabiduría y precisión a pesar de la soltura, recogiendo la técnica de la escuela veneciana con Tiziano a la cabeza.

A través de sus ojos podemos hacer un viaje en el tiempo e introducirnos de la mano de Velázquez en aquella Roma de las maravillas. Recordemos que el pintor fue allí a comprar obras de arte y contratar a fresquistas para decorar el Alcázar madrileño. Hemos de imaginar a Velázquez recorriendo galerías, tratantes, coleccionistas con estrechuras económicas, buscando joyas que hubieran escapado a los agentes del Papa y de la Nobleza. En Venecia fue el embajador español quien le puso en contacto con el mundillo del arte. En otras ocasiones Velázquez utilizaba su privilegiada posición en la corte para influir en las transacciones o conseguir más fácilmente las obras («tráfico de influencias» lo llamaríamos hoy). Al mercado del arte italiano había llegado un sagaz y exquisito competidor. Pero además de cumplir los encargos oficiales, Velázquez hacía otras cosas.

De hecho, se sentía tan a gusto (¡y tan libre!) en Roma que Felipe IV, a pesar de ser muy paciente con su pintor, hubo de mandarle aviso de volver a Madrid en varias ocasiones. Es obvio el entusiasmo de Velázquez, que quería aprender y aprovechar al máximo sus contactos con el riquísimo ambiente artístico italiano. En Roma recibió la protección de las más altas personalidades, como el duque de Toscana, que le invitó a la Villa Medicis, en cuyo jardín pintó las dos bellísimas vistas —impresionistas avant la lettre— que conserva el Prado. Pero tanta demora se debía a algo más, y no es difícil sospechar cuál era la razón: una mujer. El hijo nacido de aquella relación aparece documentado en Roma en 1652. La identidad de la mujer sigue siendo una incógnita.

Fuentes: