Norman Foster: El arquitecto del mundo

Ha diseñado aeropuertos, rascacielos y museos en todo el mundo. Fue un niño pobre que luchó por cumplir su sueño. Hoy dirige un estudio con más de mil profesionales. Es el arquitecto más influyente del planeta. Hemos viajado con él de Pekín a Londres pasando por Madrid.


Contemplada desde la planta 50 del Capital Mansion, Pekín amanece esta mañana envuelta en una sucia bruma ocre. El rancio y exclusivo Capital Club aún está vacío de socios; un puñado de camareros se desliza entre las sombras. Norman Foster, hierático y mudo, escaneando inquisitivo todo lo que ocurre alrededor, asume por fin el papel de lord Foster of Thames Bank: el señor del Támesis, el arquitecto más famoso del planeta. Va de uniforme: uno de sus clásicos trajes de pana –el de hoy, color cereza, firmado por Ferré–, cuello alto negro y ligeros mocasines de ante; yergue el cráneo reluciente, adelanta elegante el tronco hacia el ventanal abierto al vacío, entorna los ojos, sorbe con delicadeza su café americano y susurra: “Es un hermoso terreno. ¿Qué quiere construir en él?”.

Acaba de tomar tierra en su Falcon 900 procedente de Suiza. Tres horas de bicicleta antes de despegar, 12 de vuelo. Apenas ha dormido. El tiempo es oro. Marcha a ritmo de atleta. Columna recta, espalda cuadrada y mano derecha sumergida en el bolsillo. Tiene 72 años. La cita es con el financiero Desmond Shum, de 39, un tipo alto y atractivo nacido en Hong Kong, educado en América, vestido de Etro y calzado con unos Berluti de 1.000 euros, que rara vez sonríe.

Nadie sonríe. No asistimos a una reunión social. Cliente y arquitecto se acaban de conocer y están tomándose medidas. Desmond Shum es un representante de la nueva clase dirigente china, de los nuevos billonarios asiáticos que están reinventando un país de 1.300 millones de consumidores. Discreto y refinado, es vicepresidente ejecutivo de ACL, la empresa que gestiona las promociones comerciales e inmobiliarias en torno a los aeropuertos chinos. Dispone de 500.000 metros cuadrados en pleno distrito de Chaoyang para construir el mayor complejo comercial de la ciudad. Dos torres de oficinas de 220 metros y un rascacielos de uso mixto de 370. Paseos, jardines y hoteles. Foster ha subido a este rascacielos para desentrañar la magnitud del proyecto. Shum quería ver a lord Foster. Foster, examinar al cliente. Dispara pocas pero certeras preguntas: “¿Conoce nuestro trabajo? ¿Le interesa el aspecto medioambiental? ¿Qué papel va a tener la cultura en el conjunto? ¿A qué sector van dirigidos los apartamentos?”. Foster no es sólo un arquitecto; es un hombre de negocios con 40 años de experiencia. Hipnótico y persuasivo. Sabe vender su marca. “Para mí es importante ver a los promotores, conocer su filosofía y sensibilidad. Y que encajen con la nuestra. Ellos quieren ver al arquitecto. Y tú, que entiendan el proyecto que les propones. Además de ser un buen arquitecto, lo importante es adaptarte a otras formas de pensar. Es la única forma de ser global. Mi punto de partida es ‘vamos a entendernos’. Debes salir con esa idea al mundo. Cuando empezamos a trabajar en el Reichstag, en Berlín, en 1992, nuestra preocupación era ponernos en el lugar de los alemanes y, desde ahí, construir algo emblemático para su país. En los primeros pasos de todo proyecto hay tres factores claves: capacidad de adaptación, entendimiento y humildad. Y al contrario de otros presidentes que no se mueven de su sillón, yo estoy donde se me necesita”.

La reunión dura 15 minutos. La despedida es fría. “Estamos en contacto”. Lord Foster confesará más tarde que el cliente le ha gustado. “Es muy sofisticado”.

CHINA ES LA ÚLTIMA PASIÓN de Norman Foster. Ha aterrizado en este país una vez al mes durante los últimos tres años. Tiene oficinas en Pekín y Hong Kong, y compite por construir tres edificios de 500 metros de altura en Shenzhen, Shanghai y Suzhou. Sin embargo, su afición por China no se basa en una mera toma de posición estratégica en el apetitoso mercado asiático. “Me impresiona la velocidad con la que están cambiando las cosas, la escala de los proyectos: una altura y tamaño que serían impensables en Europa. Su perfeccionismo, la rapidez en la toma de decisiones; su capacidad organizativa y de trabajo. La búsqueda de la calidad frente al estereotipo de fabricantes de baratijas que tenemos de ellos en Occidente. Cuando llegamos a Pekín hace cuatro años no había nada. La gente iba en bicicleta. Ahora tienen coches, autopistas y hoteles de lujo. Cada vez que vuelves ha surgido un nuevo barrio. En China tenemos la posibilidad de rediseñar el paisaje urbano. Ésta era una explanada aislada polvorienta y hemos construido en tres años el mayor aeropuerto del mundo. Han trabajado 50.000 personas. No me pregunte cómo han logrado coordinarlos. La jerarquía en China es invisible para un occidental. En una obra en Europa ves gente mejor vestida, con otro lenguaje corporal…, son los patrones; aquí no identificas al jefe. No hay parafernalia ni despachos, hay trabajo duro. China es otra escala”.

Norman Foster enmudece, se cala el casco, salta del coche y se sumerge en el fantasmal aeropuerto de Pekín. Una opaca nube de polvo cubre la atmósfera. La ligera celosía del techo filtra con delicadeza los rayos del sol iluminando todo el espacio. El uso de la luz natural es una de las señas de identidad de Foster. Cientos de operarios clónicos se esmeran en la comprobación de los sistemas y servicios de esta superficie de cerca de un millón de metros cuadrados. Suenan por los altavoces himnos patrióticos. El aeropuerto será, a partir del mes de agosto, con la inauguración de los Juegos Olímpicos, puerta de entrada y escaparate de la nueva China.

FOSTER ACELERA. Corretea tras su estela Chen Guoxing, el miembro del Partido Comunista responsable de llevar a cabo el aeropuerto, embutido en un anticuado terno gris de la era soviética. Chen ha vivido durante tres años aquí, en la obra, en un barracón junto a sus trabajadores. Nos ofrece un té imbebible en vaso de plástico. Está feliz. El aeropuerto está terminado. Cuestión de Estado. Para él, de supervivencia. Recuerda Norman Foster: “Una de las primeras veces que visitamos la obra habían colocado en la entrada dos pancartas rojas con consignas. Pregunté qué significaban. La primera decía: ‘En tiempos de guerra, el que tenga miedo de luchar no puede ser miembro del Partido Comunista”.

–¿Y la segunda?

–“En tiempos de paz, el que tenga miedo de trabajar no puede formar parte del equipo del aeropuerto”. Me eché a reír, porque me pareció que estaba hecho a medida de Foster and Partners: “El que no trabaje duro, no vale”. Y no es una broma. En los primeros meses del proyecto, los chinos despidieron a un centenar de ingenieros occidentales por bajo rendimiento. Ninguno era de nuestro estudio. Nosotros trabajamos 24 horas al día, 365 días al año. No cerramos. Es lo primero que aprenden los arquitectos jóvenes.

No es un farol. En 1967, al estudio de Norman Foster llegaban los encargos con cuentagotas y no contaba con más arquitectos en nómina que su primera mujer, Wendy Cheesman, que fallecería víctima de un cáncer en 1989. La oficina estaba situada en una habitación contigua al hogar de la pareja, a las afueras de Londres. La intimidad familiar era complicada. Norman y Wendy ideaban edificios y también abrían la puerta, preparaban el té y visitaban las obras. “Nos encargábamos de todo. Hay proyectos de los que todavía le puedo recitar de memoria la dimensión de cada pieza de acero”. Cuatro décadas más tarde, el estudio de Norman Foster tiene 1.000 arquitectos, una veintena de oficinas y ha firmado proyectos en 250 ciudades de los cinco continentes. Diseña rascacielos y aeropuertos, grifos y picaportes. Museos, Parlamentos, gasolineras y yates. Da lecciones de ecología. Ordena ciudades. Y modela las oficinas del futuro. Es el único arquitecto realmente global. ¿El secreto? “En esta profesión hay que tener nervios de acero. Nunca puedes perderlos. Le podría hacer una lista de arquitectos famosos que se han ido a la bancarrota. Yo me la he jugado muchas veces. En cada concurso echas el resto. Me pasó a mitad de mi carrera, en 1992, con el aeropuerto de Hong Kong. A todo o nada. Un concurso supone movilizar recursos, tiempo y esfuerzo. Hay que pedir dinero al banco. Si no ganas, pierdes todo. Todo. Yo gané”.

LA PRIMERA GENERACIÓN de arquitectos que recaló a su lado a mediados de los setenta recuerda el esfuerzo de Foster en aquellos años. Su empuje y pasión. Su ambición por diseñar y construir cada proyecto. “Ha sido su obsesión; no sólo hacer el diseño estructural de un edificio, sino construirlo, junto a los ingenieros, y con un diálogo constante con la industria para desarrollar nuevas tecnologías. El ejemplo más claro es el Centro McLaren, donde hemos aprovechado la tecnología de la escudería y la experiencia de sus ingenieros de fórmula 1 para realizar el proyecto”.

David Nelson, que trabaja con Foster desde 1976 y está detrás de diseños como el Reichstag, se aventura a dar alguna pista sobre la personalidad del patrón: “Es impresionante su motivación interna. Nunca cede ni abandona su posición. Nunca abandona los retos que se propone. Tiene una autoexigencia absoluta: desde el trabajo hasta el ejercicio físico o la alimentación. Y esa motivación interior, esa autoexigencia, le hacen ser duro con la gente. A veces llega a ser irritante; puede mandar repetir una y mil veces un proyecto. Cuando quedan unos días para presentarlo, lo cambia todo; llegamos con la lengua fuera. Pero al final tiene razón”.

Lo único constante en mi vida es el cambio”, confirma Foster. “No importa lo bueno que sea el proyecto que acabas de terminar, nunca será suficientemente bueno. Y si no piensas así, mejor que te vayas a casa”.

–Dicen que usted nunca está contento…

A veces he estado feliz, pero nunca satisfecho. Siempre busco lo mejor. La máxima calidad, la perfección. Y es una cultura que se da por sentada en la compañía; somos una comunidad creativa en la que todo te impulsa en ese sentido. Esa forma de pensar se transmite a las nuevas generaciones. Mire, en mi casa de Londres tengo un mural de más de 20 metros pintado por Richard Long. Un día, un invitado me preguntó cuánto había tardado Richard en realizarlo. Le contesté que 40 años, porque es el tiempo que lleva haciendo arte. En mi estudio es lo mismo: cada proyecto es el resultado de 40 años de trabajo”.

"DURO" Y "DESPIADADO son dos adjetivos que la prensa británica lleva tres décadas aplicando a Norman Foster. También se repite en los tabloides el término “macho”. Un reportaje de la BBC le denominó Tormenta Norman. No exageran. Lord Foster es un hueso duro de roer, un enfermo del control. Vive en su mundo, frenético; con sus ritos, reglas y horarios. Y es difícil seguir el ritmo que impone. Las imágenes de los comienzos de su estrellato mediático muestran un individuo atlético e incansable. Un feo / guapo. De barba cerrada, cabellera azabache con profundas entradas, patillas de minero, ojos febriles y una mandíbula de escualo tallada en piedra. El conjunto recuerda al primer Sean Connery. Si además ese personaje pilota reactores y helicópteros, esquía durante horas, es un experto en artes marciales y trabaja al servicio de su majestad, tenemos al James Bond de la arquitectura. Hoy, sin embargo, a los 72 años, el tiempo ha ido limando las aristas. El rostro, más cálido y suave, es el de un sabio venerable; la prominente mandíbula se ha ido fundiendo en el conjunto, la breve sonrisa desarma. Sus modales son exquisitos. Lord Foster personifica al patricio inglés. Sólo las manos, grandes, de obrero, y la mirada de halcón dan pistas sobre el alma del personaje.

Los que le conocen aseguran que detrás del frío hombre de negocios hay un alma de artista. Artistas son sus amigos. Con los que mejor se entiende. Los que frecuentan y tienen obra en sus casas de Londres, Saint Moritz o la Costa Azul. Desde los Bacon, Giacometti y Warhol, con los que quemaba las noches del Soho, a Sol Lewitt, Lucien Freud y Anthony Caro, hasta llegar en la actualidad al fotógrafo Andreas Gursky o el número uno del arte chino, Cai Guo-Qiang. Algunos juran que Foster es un romántico. Describen cómo quedó desarbolado tras la muerte de Wendy Cheesman, su primera mujer. “Lo primero que hizo fue encargar a su amigo Richard Long una serie de fotografías de los rincones y paisajes más queridos por Wendy, que editó y repartió entre sus amigos como un homenaje póstumo”. Veinte años después, cuando se le pregunta por ella, carraspea, mira al infinito y balbucea una escueta descripción: “Intuición extraordinaria, apoyo incondicional, creatividad y compromiso”.

El Mercedes 600 zigzaguea entre el endiablado tráfico del extrarradio de la capital china. Lord Foster no se inmuta. Va a lo suyo. Como siempre. Tiene mucho que contar, pero se cansa pronto. Es un inquieto crónico. No desperdicia ni un segundo. Le agotan las conversaciones largas. Sólo las soporta cuando se trata de un tête-à-tête con su viejo amigo el escultor estadounidense Richard Serra. O con su hija Paola, de nueve años, de la que está totalmente enganchado. En el coche, apenas levanta la cabeza del papel en que garabatea sin pausa. Es un dibujante compulsivo. Desde niño. Perfila bosquejos entre los que se adivinan piezas, cerramientos, edificios, el firmamento. ¿No para nunca? Levanta la mirada, se sonroja como un niño pillado en plena travesura y gira su índice en torno a la sien: “Lo siento, nunca dejo de darle vueltas a la cabeza”.

Norman Foster suele explicar su visión del mundo a través de unos cuantos trazos rápidos y certeros. Croquis, muchas veces abstractos, que son reinterpretados por su equipo y vuelven otra vez a sus manos en un viaje de ida y vuelta creativo. Alguien aún recuerda el primer apunte del aeropuerto de Pekín que perfiló una madrugada en Hong Kong sobre el reverso de un sobre. Después vendrían miles de dibujos y horas de trabajo; decenas de arquitectos explorando posibilidades: colores, cubiertas y soluciones distintas. Pero con aquella idea inicial esbozada en un papel, Foster había dado el primer paso. En cuatro años, el aeropuerto se ha convertido en la mayor obra de su carrera: un conjunto de dos kilómetros de longitud que recuerda a un dragón. Cuando nos alejamos, Foster se emociona al ver su sueño hecho realidad. Sólo por unos segundos.

En Foster and Partners, el principal instrumento de trabajo aún es el lápiz. Unos portaminas amarillos de los que ningún arquitecto del estudio se desprende un segundo. Todos los miércoles por la noche se imparten clases de dibujo en el estudio de Londres, como forma de revitalizar un medio de expresión que se está perdiendo entre los arquitectos. Los socios coinciden en definir a Foster como un gran dibujante (sólo hay que adentrarse en los croquis a tinta china de su época de estudiante) que ha contagiado su amor por el dibujo a mano libre a todos sus colaboradores “como una forma fundamental de expresar un concepto en pocas líneas”.

Pedro Haberbosch, socio del estudio desde hace 20 años, recita el primer mandamiento de la factoría Foster: “Si un arquitecto no es capaz de representar el concepto de un edificio en una uña es que esa idea no es sólida. La obsesión de Norman es explicar de forma clara y sencilla los aspectos más complejos de la arquitectura. Hacer sencillo lo complejo. Ama esta profesión, y exige que la explicación que sus arquitectos propongan de un concepto sea perfecta. Él es capaz de procesar rápidamente mucha información y dar una solución al cliente en segundos. Norman piensa claramente y lo expresa claramente. Y ése es un aprendizaje fundamental en este estudio”. Otro socio del estudio, el colombiano Juan Vieira, incide en esa idea: “Norman no quiere que sus edificios se contemplen como algo extraño y milagroso; le gusta que la gente entienda cómo están hechos, cómo funcionan, su estructura; son espacios para ser usados, no joyas abstractas. Tienen emociones y sentimientos”.

FOSTER RECHAZA LOS FOGONAZOS de intuición, los chispazos de genialidad. Es, ante todo, un trabajador. Fomenta en el estudio la controversia, el debate. Sobre todo con los recién llegados, con los que se reúne dos veces al año para repasar sus proyectos. “Le encanta el diálogo, el desafío, aunque hay que tener huevos para rebatirle”, explica uno de los jóvenes arquitectos. Foster también cree en la evolución de sus especies. Habla de semillas que florecen. Sus reflexiones arquitectónicas, funcionales, estéticas y medioambientales de hace 40 años están presentes en sus edificios de este siglo. “Lo que no quiere decir que sea una simple repetición”, aclara. “Nunca hemos repetido; hay una continuidad, no una copia. Y cada vez a escala más grande. En nuestra arquitectura no hay nada preconcebido. No hay condiciones generales. Todo se diseña en función del dónde, cuándo y para quién. El espíritu del sitio está siempre presente. Cada una de nuestras obras no podría estar en otro sitio”.

Cada proyecto comienza con una hoja en blanco. Se trata de analizar qué funciones se van a desarrollar en ese edificio y cómo se pueden resolver las necesidades del cliente. Una práctica que inició en 1980, cuando se desplazó tres semanas a Hong Kong, con Wendy y el arquitecto Spencer de Grey, para capturar el espíritu de la ciudad y comprender cómo funcionaba el banco HSBC, al que aspiraba a construir su cuartel general. Ganó el concurso. Algo similar ocurrió 10 años más tarde con el Reichstag: “Tuvimos que aprender cómo funciona un Parlamento”. Hoy, los arquitectos del estudio siguen esa norma. Por ejemplo, Pedro Haberbosch: antes de diseñar las bodegas Portia, en Ribera del Duero, tuvo una profunda inmersión en el mundo de la viticultura. También Narinder Sagoo trabajó en el zoo de Copenhague, buceó en los horarios y las costumbres de los animales antes de iniciar el diseño del nuevo zoo, el rompedor Elephant House de la ciudad.

De la teoría a la práctica. Cai Guo-Qiang, el artista chino de moda, está decidido a construir un centro de arte contemporáneo encajado en la ladera de una montaña de su ciudad, la selvática y recóndita Quanzhou. Lord Foster, que visitó el lugar hace unos meses, se reúne con él en Pekín para mostrarle el proyecto. Cai es su amigo, pero el discurso de Foster es profesional. Muestra su mejor faceta de vendedor: “Este diseño se puede entender como un reverso del Guggenheim de Nueva York. Aquél fluye hacia arriba, y aquí se va descendiendo hacia las entrañas del museo. Este diseño no podría estar en otro sitio que en esas montañas que pisó Marco Polo”. Cai escucha embelesado.

Cuando se pregunta a un veterano socio del estudio su opinión de Foster como arquitecto, su respuesta es automática: “No sólo ha creado hitos arquitectónicos, lo más importante ha sido su pasión por atraer arquitectos jóvenes al estudio y fomentarles el amor por el medio ambiente. Y meterles en la cabeza que la arquitectura está hecha para las personas; para el oficinista, el viajero, el usuario del transporte público. Es importante para la gente. Ése es su legado”.

NORMA FOSTER FUE el único hijo de una familia pobre de Levenshulme, un deprimido suburbio de Manchester. De niño se empachaba de arquitectura, de Lloyd Wright y Le Corbusier, en la biblioteca pública del barrio; amaba el dibujo y los mecanos, pero pronto tuvo que abandonar los estudios: la enseñanza superior no estaba hecha para su clase social. “Decir en Manchester que querías ir la universidad era como afirmar que ibas a ser el próximo papa”. Hizo la mili en el Ejército del Aire. Allí se enamoraría de la aviación. Al licenciarse se rebeló contra su destino manifiesto, decidió luchar y se costeó la carrera de arquitectura a base de pequeños empleos: panadero, vendedor de muebles, portero de discoteca. Dormía poco y trabajaba mucho. Después llegaría una beca para ampliar estudios en la Universidad de Yale (Estados Unidos), donde descubriría a los grandes arquitectos modernos. Y una forma distinta de entender la arquitectura, donde los edificios no luchaban contra la naturaleza, sino que se aliaban con ella. Y también se descubrió a sí mismo.

A su vuelta al Reino Unido, Foster iniciaba la formulación de una filosofía arquitectónica cuya vigencia defiende: “La calidad de lo que nos rodea, de nuestro lugar de trabajo, nuestro hogar, los espacios pú­blicos, influye en nuestra calidad de vida. Y la arquitectura se debe generar para dar respuesta a esas necesidades materiales y espirituales”. A mediados de los sesenta, Foster iniciaba una guerra de guerrillas contra el orden arquitectónico establecido. Su primer reto fue democratizar el puesto de trabajo; romper la separación entre jefes y empleados, entre trabajadores de corbata y de mono azul; crear espacios mixtos, flexibles, diáfanos, sin barreras, bien ventilados, iluminados con luz natural, con posibilidades de ocio. ¿La reacción de un socialista contra el cerrado esquema social victoriano? “Mi idea era humanista, no política. Todos necesitamos buenos espacios. Y aquellos proyectos estaban destinados a los lugares de trabajo, a las fábricas; eran para los más pobres. Había un celo misionero: favorecer a la gente”.

Con esa idea de ruptura silenciosa, Norman Foster iba a desafiar en las décadas siguientes todos los esquemas en el diseño de oficinas, rascacielos, museos, medios de transporte y espacios públicos. Al mismo tiempo, y a partir de la crisis del petróleo de 1973, comenzaba a elaborar un nuevo concepto de edificio verde: integrado en el medio, eficiente energéticamente y que devuelve al medio ambiente tanto como le arrebata.

¿De qué edificio de su carrera se siente hoy más orgulloso? Foster simula lanzar una moneda al aire y contesta sonriente: “Quizá el aeropuerto de Stansted, con el que dimos la vuelta al concepto de aeropuerto; la Royal Academy, en Londres, que cambió la forma de trabajar con edificios antiguos, y la sede del HSBC, con el que reinventamos el rascacielos y nos convirtió en internacionales”.

PERO SI HAY UN DISEÑO de Foster que realmente encierre todas sus claves arquitectónicas, es su propio estudio, en Londres. Un espacio diáfano de 1.500 metros cuadrados y más de seis de altura, abierto al Támesis mediante un ventanal de 60 metros, en el que centenares de arquitectos dibujan con luz natural en mesas corridas de 13 metros. No hay barreras, puertas ni jerarquías. Todo transcurre con transparencia. El mismo lord Foster carece de despacho. Lo más parecido a su espacio de trabajo es la mesa redonda, situada en el vértice sureste del estudio, donde se desarrollan las reuniones con sus socios principales. Donde se discuten los proyectos. Nos sentamos con algunos de ellos para analizar el futuro de la firma.

Son sus compañeros de viaje. Y hoy, 47 de ellos, copropietarios de Foster and Partners. En mayo de este año, Foster, dueño del 90% del estudio, dio entrada en el accionariado a un fondo de capital riesgo (que adquirió en torno a un tercio de las acciones) y a un grupo de arquitectos de la firma. De una tacada conseguía financiación para la expansión internacional y se aseguraba la fidelidad al estudio de los mejores profesionales con miras al día que él falte. El círculo se cerraba con la creación de un comité de diseño, presidido por él junto a sus más antiguos colaboradores, que actúa como guardián de las esencias, la filosofía y el estilo Foster de cada proyecto que sale del estudio. Y para terminar su bosquejo del futuro nombraba un consejero delegado, Mouzhan Majidi, de 41 años, que ha desarrollado toda su carrera en Foster y tiene cuatro ventajas para afrontar los nuevos tiempos: es joven, no pertenece al núcleo duro de fundadores, es de origen iraní –lo que refuerza el aire global del estudio– y conoce bien China, donde se dirigió el proyecto del aeropuerto de Hong Kong.

Mouzhan Majidi dirige a los músicos, pero es lord Foster el que sigue escribiendo la sinfonía. Él es la marca, la leyenda, el rostro que el cliente quiere ver al otro lado de la mesa. Pero hoy es más libre que nunca en su carrera para hacer lo que más ama: diseñar. “Como decimos los ingleses, he logrado en estos años tener la tarta y comérmela; hacer dos cosas al tiempo: ser un hombre de negocios y un arquitecto apasionado por mi profesión. Pero hoy, por fin, puedo centrarme en proyectar edificios sin pensar continuamente en la cuenta de resultados”. Y también acometer esas pequeñas ideas que le hacen feliz, como el diseño de una escuela en Sierra Leona, luminosa, amplia, bien ventilada, construida con técnicas y materiales del país, con la que quiere revolucionar el concepto de educación en África. Y también dedicar tiempo a su familia: a su tercera mujer, Elena Ochoa –psicóloga y editora de éxito–, y los hijos de ambos, Paola y Eduardo.

El Alimak, un ascensor de obra que se asemeja a una desnuda jaula para las fieras, asciende por la fachada sur de la Torre Caja Madrid hacia el piso 34, a 250 metros del suelo. El sonido de la maquinaria es ensordecedor. El frío, intenso. Lord Foster, casco y calzado de obrero y chaleco reflectante, no se inmuta. Está exultante. En su hábitat natural. “Muchos arquitectos famosos se olvidan de que éste es su trabajo. Es muy fácil olvidarse que esto consiste en hacer edificios. Que es algo material. Con riesgos. Yo lo tengo presente. Hay que estar aquí. Recordar cómo empezaste. Me emociono en las obras; hay trama, teatro. Han pasado más de 40 años, pero al final siempre es lo mismo: las botas se siguen manchando de barro”.

Fuente: