El bucle barroco

Sin que exista un previo concierto entre las partes, que seis importantes museos de otras tantas ciudades del mundo occidental, tan distantes entre sí como Madrid, Bilbao, Londres, México DF, Los Ángeles e Indianápolis, coincidan en iniciar la temporada de exposiciones con un tema común, el del arte barroco español, no nos puede pasar desapercibido. Es verdad que cada convocatoria tiene un punto de abordaje singular sobre el tema, pues cuatro de ellas se refieren monográficamente a artistas individuales de este periodo entre fines del siglo XVI y el siglo XVIII, como las dedicadas respectivamente a El Greco en el Palacio de Bellas Artes de México; a Juan Bautista Maíno, en el Museo del Prado; al joven Murillo, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, y a Luis Meléndez, en el LACMA de Los Ángeles, mientras las otras dos son de corte generalista, como las tituladas España sagrada: Arte y creencia en el mundo hispánico, en Indianapolis Museum of Arts, y Lo sagrado hecho real, en la National Gallery de Londres, pero, de una manera u otra, todas coinciden, en efecto, en tratar sobre el arte barroco español o hispánico.

El Barroco no disimula el dramatismo. Francisco de Zurbarán muestra a San Serapio (mártir del cristianismo que murió en el siglo XIII torturado a manos de los ingleses) en el momento en el que exhala su vida, sin mostrar sangre alguna (Wadsworth Atheneum Museum of Art, Hartford, CT.

¿Cuál es, por tanto, la causa de esta imprevista común atención sobre este asunto histórico? ¿Acaso se trata de un revival actual del barroco en sí, de la peculiar versión del mismo a través de la Escuela Española o de ambas cosas a la vez? No están de más estas interrogaciones porque cualquier revisión del pasado siempre revela una inquietud del presente, por lo que una fascinación común sobre una cuestión histórica nos sirve como espejo de la actualidad. Por otra parte, no hay que olvidar que la invención del término "barroco" y su aplicación para definir un estilo artístico surgido hacia comienzos del siglo XVII, pero que, en el mundo hispánico, se prolongó durante el siglo XVIII y parte del XIX, se produjo durante el último tercio de este último siglo y el primero del XX; o sea: que fue una creación de nuestra época. En realidad, si no el primero en usar dicho término, sí el que le dio su más completa configuración, fue el historiador de arte suizo Heinrich Wölfflin (1864-1945) a través de una obra capital titulada Conceptos fundamentales de la Historia del Arte (1915), en la que no sólo contrapuso los arquetipos formales que diferenciaban el renacimiento y el barroco, sino que trató de explicar por qué los primeros se transformaron en los segundos. Antes, en 1888, ya había publicado un ensayo titulado precisamente Renacimiento y barroco, pero sin formalizar debidamente esta confrontación de estilos, que pronto se convertirá en otra de arquetipos que se repiten a través de todas las épocas. La concepción formalista de Wölfflin le llevó a establecer cinco pares contrapuestos, que se referían a la "evolución de lo lineal a lo pictórico", "de lo superficial a lo profundo", "de la forma cerrada a la forma abierta", de "lo múltiple a lo unitario" y, en fin, "de la claridad absoluta a la claridad relativa". Hay que subrayar que estos conceptos, respectivamente aplicados al renacimiento y al barroco, pero dándoles ya un vuelo intemporal, se refieren a las formas de visión con todas sus implicaciones espaciales, pero sin tomar en consideración el trasfondo histórico donde se produjeron.

Para rellenar esta laguna, otro gran historiador de arte, el alemán Werner Weisbach, publicó en 1921 El barroco como arte de la Contrarreforma, donde no sólo se contextualizaba, como lo anuncia ya el título, este estilo, sino que, algo muy importante para nuestro país, adalid del Concilio de Trento, se consideraba como un producto característico precisamente de España y de sus entonces amplísimos dominios y zonas de influencia. Pero el análisis de Weisbach no se ciñó sólo a constatar cómo el barroco era un producto de las luchas de religión, sino caracterizó el desarrollo de su compleja psicología, porque, aunque a primera vista pudiera parecer paradójico, el pudor moralista promovió el nacimiento del erotismo posterior, con toda su larga cola de pulsiones sadomasoquistas, fetichismo y otras "perversiones".

Si el reconocimiento y la pasión por el y lo barroco se cocieron durante el primer cuarto del siglo XX, no hay que pensar que esta llama recién atizada no siguió produciendo fulgores en tiempos posteriores, como lo demuestra la célebre convocatoria sobre el significado del barroco y del barroquismo, que, a partir de 1920, tuvo lugar en la abadía cisterciense de la localidad borgoñona de Pontigny, donde brilló con luz propia Eugenio D'Ors, cuyo libro Lo barroco, traducido al francés en 1935, causó un revuelo internacional. D'Ors fue el primer autor de lengua española en tratar del tema con resonancia mundial, pero no el único, porque, en 1975, también mereció ser traducido al francés y con no poco eco, el maravilloso libro Barroco, del escritor cubano Severo Sarduy, él mismo dotado de un estilo barroquizante dentro de una amplia plétora de colegas latinoamericanos de la misma tendencia. Por lo demás, ni qué decir tiene, este asunto no ha dejado de producir una ingente literatura artística hasta hoy mismo, lo que demuestra que algo debe tener de barroco el hombre contemporáneo para andar dándole tantas vueltas a la cuestión.

Tradicionalmente, antes de nuestra revolucionaria época, todo lo que se apartaba en arte de la norma clásica, como la Edad Media y, por supuesto, el arte posterior al renacimiento, llamárase manierismo, barroco o rococó, producía la aprensión frente a lo "bárbaro" o lo "degenerado", con lo que se entiende que, como reacción, y, sobre todo, como aviso de que el horizonte de lo que se habría de abarcar en arte desde fines del siglo XVIII hasta nuestros días era mucho más amplio y distinto, se eligiese con entusiasmo estos momentos heterodoxos del pasado. Desde esta perspectiva, es muy significativo que el deslumbrado descubrimiento internacional de la Escuela Española se produjese a partir del siglo XIX, trocándose la óptica crítica que hasta entonces consideraba nuestra historia y nuestro arte como negativos ejemplos de lo políticamente incorrecto, en fascinada admiración y fuente de inspiración de las sucesivas vanguardias. Si España había sido considerada como "un capítulo aparte" de la cultura occidental moderna, como así lo describía todavía en su libro Civilización el historiador del arte británico Kenneth Clark, entre otras cosas por su orientación anticlásica y antihumanista, ahora esta diferencia fue motivo de creciente y estimulante interés.

Hay muchas razones para explicar el triunfo del barroco en España y en sus vastos dominios ultramarinos. Ya se ha mencionado el peso de la religión contrarreformista, que, al margen de otras disputas doctrinales, había comprendido el valor y la eficacia de las imágenes como muy oportunos vehículos para influir en una población básicamente analfabeta, sobre todo, a partir de haber tomado conciencia de la importancia que progresivamente iban a tener las masas en una contienda ideológica que se estaba dirimiendo con las armas. Por primera vez, de forma rotunda, el arte se mostraba como un instrumento de propaganda decisivo, y el barroco, de suyo efectista, era el estilo más adecuado para ello, ya fuera en pintura, en escultura o en arquitectura. Por si fuera poco, el barroco era un estilo idóneo para conjugarse con toda clase de culturas indígenas y su hibridación con ellas logró un éxito tal que tomó un vuelo propio principalmente en toda Latinoamérica, con ricas variantes locales, que se prolongaron, sin pérdida de vitalidad, hasta bien entrado el siglo XIX.

Pero, volviendo sobre lo que comentábamos al principio, ¿cuál es el motivo para que hoy se celebren internacionalmente las muy diversas manifestaciones del barroco ibérico? Además de que se haya producido una feliz coincidencia y de que este interés haya ido en aumento a lo largo del siglo XX, me atrevería a decir que ha tenido no poca influencia en ello la crisis del modelo eurocéntrico, interpretado como el canon anglosajón, protestante y burgués, que ha sido hasta hace poco el dominante. En efecto, frente al puritanismo luterano, racionalista, sobrio e higiénico, la efectista explosión barroca, sensual y brillante, con su probada capacidad para el mestizaje antropológico y formal, supone un orden alternativo más elástico e inclusivo. Por último, al haber sido rechazado de entrada, no había sido visto, con lo que se entiende el favor que suscita en lugares donde hasta fechas recientes era una exótica rareza.

Por lo demás, entre las convocatorias ahora coincidentes, es cierto que algunas, en principio, no han de sorprender al público porque sean "novedades". No son hoy, desde luego, figuras como El Greco o Murillo, aunque no se puede desdeñar lo extraordinario de que la primera se exhiba en México y la segunda trate de un tema hasta el presente no abordado monográficamente: el de la juventud del genio sevillano, sobre la que la exposición de Bilbao arroja mucha luz. Tampoco se puede considerar de entrada un descubrimiento la extraordinaria calidad como bodegonista de Luis Meléndez, aunque sea un pintor todavía no lo suficientemente reconocido hasta en nuestro país y, no digamos, por tierras estadounidenses, a pesar de que merece ser considerado uno de los mejores especialistas en este género en la Europa del siglo XVIII. La reivindicación de Maíno es, sin embargo, desde cualquier punto de vista, de una extraordinaria importancia, no sólo por ser la primera muestra monográfica sobre este fundamental artista, uno de los mejores caravaggistas, sino porque se han reunido las tres cuartas partes de su escasa y, en algunos casos, poco vista obra. En cuanto la muestra de Londres, Lo sagrado hecho real, tiene el valor de enseñar allí una afortunada combinación de escultura y pintura del barroco español, mientras que la de Indianápolis es un ejemplo de exposición de orientación antropológica, que es una perspectiva muy de actualidad. Sea como sea, no sé si cabría hablar de una moda "neobarroca", pero está claro que hay hoy una generalizada avidez por acercarse a este estilo, que no sólo refleja un tiempo y un lugar, sino que representa una forma de mirar y de sentir, no ya de una manera prismática y cerrada, sino, por así decirlo, mediante un bucle, algo que conviene muy bien al espíritu del arte, pero también a la visión científica actual sobre el espacio.

Juan Bautista Maíno (1581-1649). Museo del Prado. Madrid. Hasta el 17 de enero de 2010. www.museodelprado.es/. El joven Murillo. Museo de Bellas Artes de Bilbao. Hasta el 17 de enero. www.museobilbao. com/. Museo Nacional Colegio de San Gregorio. Valladolid. museosangregorio. mcu.es/. Domenikos Theotokopoulos, 1900, El Greco. Museo del Palacio de Bellas Artes. México. Hasta el 1 de noviembre. www.bellasartes.gob. mx/. The Art of Power. Royal Armor and Portraits from Imperial Spain. National Gallery de Washington. Hasta el 1 de noviembre. www.nga.gov/. Luis Meléndez: Master of the Spanish Still Life. LACMA de Los Ángeles. Hasta el 3 de enero. www. lacma.org/. Sacred Spain: Art and Belief in the Spanish World. Indianapolis Museum of Arts. Hasta el 3 de enero. www. imamuseum.org/. The Sacred Made Real. National Gallery de Londres. Hasta el 24 de enero. www.nationalgallery.org.uk/.

El bucle barroco, EL PAÍS, 31 de octubre de 2009