Fantin-Latour, un francés en tierra de nadie


'Un rincón de mesa' de Fantin-Latour

Existe un periodo de la historia del Arte, entre el Neoclasicismo y la pintura impresionista, donde se forjan las bases del realismo moderno, el movimiento con más seguidores (casi todos los aficionados son realistas y la formación artística profesional exige dominar el arte de este periodo) y que resulta, curiosamente, de los menos respetados. Existe una lectura simplista que ve el Impresionismo como una reacción a la pintura de historia por considerarla grandilocuente en los temas, esclava de la corrección en el dibujo y vendida a los grandes formatos. Y es que la obsesión impresionista por el color, su desprecio por el tema edificante y el tamaño portátil de sus lienzos así parecen confirmarlo.

El caso es que, entre ambos movimientos, se desarrolla una tendencia realista encarnada en las escuelas románticas, simbolista o prerrafaelista que constituye otra visión del arte, contraria a la austeridad académica, y que propone el camino de la imaginación y el capricho en lugar de la solución experimental y positivista que triunfó espectacularmente con el Impresionismo y su precedente más inmediato, el naturalismo de Coubert.

Henri Fantin-Latour, al que la Fundación Thyssen dedica una ambiciosa antológica entre el 29 de septiembre de 2009 y el 10 de enero de 2010, es uno de los más destacados artistas atrapados en esa tierra de nadie. Fue discípulo de Coubert y amigo de los impresionistas, pero no quiso renunciar al embrujo simbolista o al estudio de los grandes maestros a los que copió con devoción durante los muchos años en que fue asiduo del Louvre. De hecho, comenzó su carrera desarrollando tres grandes géneros de la pintura holandesa del XVII: el autorretrato, el retrato colectivo de profesionales y el bodegón con flores.

Respecto al segundo, destacan su 'Homenaje a Delacroix' (1864), su maestro espiritual; el que le dedica a Manet, 'Un taller de Batignolles' (1870), donde le representa en su estudio rodeado de sus discípulos Renoir, Bazille y Monet, o el famoso 'Un rincón de mesa' (1872) que es una de las joyas de esta muestra. Aquí aparece retratado un grupo de poetas, todos están vestidos de negro menos Pelletan, que es un político. No podían faltar la comidilla de la época, Verlaine y Rimbaud, que son los sentados a la izquierda.

Pero es la pintura de flores la que acompañó a Fantin-Latour toda su vida y el género que, según el comisario y conservador del Louvre Vincent Pomarède, mejor dominó. Esta dedicación obedecía, en parte, a intereses comerciales, pues se comprometió con su marchante inglesa, Ruth Edwards, a entregarle todos los octubres las flores que había pintado durante el verano. Así que este otoño reviviremos en Madrid las temporadas de Fantin-Latour en Londres a mediados del XIX.

Y asistiremos también a sus desviaciones simbolistas, cuando el francés se deja arrebatar por su pasión musical y pinta etéreas composiciones alegóricas de ésas que le convirtieron, ante los científicos ojos impresionistas, en poco menos que un delincuente de la percepción.

Almudena Baeza, Un francés en tierra de nadie, EL MUNDO / METRÓPOLI, 23 de septiembre de 2009