En los bosques de Friedrich

Casa de campo en el bosque (1797), de Caspar David Friedrich, se exhibe en la Fundación Juan March (procedente de la galería Hans de Hamburgo).-

Una figura empequeñecida por la distancia camina inclinada hacia delante por un bosque invernal: puede ser un personaje de un cuento, o el protagonista sin nombre de las canciones del Viaje de invierno de Schubert, o puede ser una de esas siluetas cuya presencia a veces no llegamos a advertir en los paisajes de Caspar David Friedrich, pero que nos dan una idea simultánea de la escala del espacio y de la amplitud de la soledad. Me acuerdo de las canciones de Schubert cuando recorro en la Fundación March los dibujos de Friedrich, muchos de los cuales se hicieron en hojas de cuadernos que el pintor llevaba consigo durante sus viajes a pie por los caminos de Alemania, por los bosques que hace dos siglos aún debían de conservar el misterio y la sugestión de terror de la naturaleza primitiva: bosques aún no atravesados por anchas carreteras y ferrocarriles, no talados masivamente para abrir paso a la civilización industrial. Friedrich se detiene a dibujar rápidamente una vista desde una posición elevada y el bosque se ondula sin límites hacia el horizonte; dibuja unas casas de labranza junto a un arroyo o las ruinas de una abadía y tan sólo a unos pasos se cierra la gran arboleda que está siempre como avanzando sobre el claro abierto tan precariamente en ella por el esfuerzo humano.

Cada árbol aislado irradia a la vez majestad y amenaza. Un roble seco se retuerce hacia arriba como un gigante malherido. Un gran abeto es un inmenso templo pagano frente al cual una cruz erigida para alivio y guía de los caminantes ofrece una dudosa protección. En una hoja del cuaderno, con una pluma muy fina, con un lápiz de punta afilada casi hasta quebrarse, dibuja con extremo cuidado un árbol y junto a él otro árbol y otro y otro más, y parece que la mano actúa más rápido a cada momento y que los árboles llenan horizontalmente el papel como un ejército que se aproxima, el ejército alucinante de árboles que Macbeth veía avanzar hacia su castillo. En el dibujo de cada rama y casi cada hoja hay una voluntad de exactitud tan atenta como la que ponía Durero en reproducir cada uno de los pelos de una liebre, un detallismo de orfebrería gótica, una pasión por apresar el gesto decisivo como la de los dibujos de Rembrandt. La punta del lápiz parece ir más allá de las facultades de la pupila humana y aproximarse a la clarividencia del microscopio: en la Fundación March, junto a alguno de los dibujos, se facilita oportunamente una lupa. Armado de ella, como un detective o un entomólogo, uno se inclina sobre las hojas de papel a veces no mayores que un naipe y sigue viendo más todavía: ve la prisa y la exactitud, y casi escucha el roce del lápiz o de la pluma, comprendiendo ahora mejor esa mirada tan fija de los ojos claros que lo ha desafiado en el retrato de Friedrich pintado por su amigo Von Kügelgen, una mirada de halcón o de águila acentuada por el ceño, el vuelo de las cejas, la nariz ganchuda.

La misma mano que dibuja tan rápido ha consignado la fecha de cada boceto. El cuaderno es un diario de viaje, el testimonio de una inmediatez de hace dos siglos. Lo que intenta el artista es aislar un instante en el flujo del tiempo y en el tránsito de la naturaleza, y por eso le importa anotar que una cierta mata de judías enredándose a lo largo de un palo con todo el vigor del crecimiento fue dibujada el 21 de julio de 1799, o que las hojas de un cañaveral fueron removidas por el viento como banderolas un 15 de agosto. El 23 de noviembre de 1801 vio a una mujer campesina que se cubría la cabeza con un pañuelo y se frotaba las manos sobre el delantal de una manera peculiar. El 6 de octubre de 1815 le llamó la atención un viejo árbol muerto de gruesas ramas amputadas que se abrían como los brazos de un hombre. El 15 de enero de 1802 dibujó a un niño que dormía con la cabeza apoyada en una roca, bajo un árbol trágico en el que se ha posado un loro: es como un boceto para la ilustración de un cuento; el niño se ha perdido o ha sido abandonado por sus padres en el bosque, y a sus pies, dibujadas unas semanas más tarde, hay un hacha de leñador, y a uno se le ocurre que ese hacha es la del padre que ha abandonado a su hijo, o el signo de una de esas amenazas terribles que sobrecogen a los niños en los bosques de los cuentos antiguos.

"Otorgó a lo familiar la dignidad de lo desconocido", dijo Von Kleist de Friedrich. Anotaba en un cuaderno una formación rocosa o la silueta peculiar de un árbol y ese mínimo detalle visual resurgía años más tarde en un cuadro, como esos recuerdos menores que un escritor guarda sin propósito no se sabe dónde y que mucho tiempo después emergen de la memoria para formar parte del tejido de una novela. La instantaneidad es el tiempo del dibujo: en sus paisajes al óleo Friedrich recapitulaba la lentitud de la experiencia, ya en parte transmutada en ficción, en novela sin palabras de personajes de espaldas que contemplan la luna, la lejanía de los bosques y de los mares boreales, los hielos árticos que en realidad él no vio nunca, pero que imaginaría cuando leyera relatos de naufragios.

De niño había visto ahogarse a su hermano, hundiéndose al romperse el hielo en el que los dos patinaban. La celebridad modesta de la que había disfrutado se disipó del todo en los años de su vejez, ensombrecidos por la enfermedad y la pobreza. El 23 de septiembre de 1835, a los sesenta y un años, con la mano derecha severamente entorpecida por una apoplejía, dibujó una línea de montañas que parecen flotar sobre la niebla de un valle que es el espacio del papel apenas rozado por el lápiz, su débil granulación casi disuelta en una tiza con la que está hecho el blanco de las nubes. Se volvió más huraño. Se habituó a dar largas caminatas que empezaban al atardecer y duraban toda la noche. El acompañamiento de las canciones de Schubert en el Viaje de Invierno, que están compuestas en esa época tardía en la vida de Friedrich, me sirve para imaginar el ritmo obstinado de sus pasos, igual que sus dibujos me ayudan a escuchar esas canciones en las que un hombre ha salido de una casa en la que nadie extrañará su ausencia cerrando la puerta tras él y aventurándose por los caminos invernales, embozado contra el frío, sin más compañía que su sombra. Quizás Schubert y Friedrich nos conmueven tanto porque apelan por igual a una sensación de desamparo y asombro ante la naturaleza que fue la que nos transmitieron los cuentos antiguos, en los que está inscrita la memoria de los grandes bosques extinguidos de Europa.

Caspar David Friedrich: arte de dibujar. Fundación Juan March. Madrid. Hasta el 10 de enero. www.march.es

Antonio Muñoz Molina: En los bosques de Friedrich, EL PAÍS / Babelia, 19 de diciembre de 2009