René Magritte: gravedad cero

Disimulas con flemático y elegante dandismo que estás disgustado con nosotros. ¿Quizás nos ha llevado demasiado tiempo adivinar (apenas) la poética metafísica que revelan tus nítidas y misteriosas imágenes? Mas creo que también tú debes comprender que tu desconcertante simplicidad es un laberinto plagado de encrucijadas: que tu voz de sirena nos deja boquiabiertos (oportunidad que aprovechas para hacernos tragar el detonador de múltiples ecos y significados). Que, aunque en público no lo reconozcas, sabes que tu obra pertenece a un futuro indefinido: porque con sofisticados ingredientes primarios estás cocinando ese pastel que luego exhibirás con una etiqueta arcana, demasiado básica para resultar enteramente comprensible: “la condición humana”.

Magritte: Gioconda, 1953

Naciste el 21 de noviembre de 1898 en una aldea belga. Era obvio que para cuando crecieses el tren de las vanguardias ya habría moderado su endiablada e insostenible velocidad y, no obstante... Tu padre era sastre y tu madre modista; también comerciaban con tejidos. Después de unas cuantas mudanzas, terminasteis por estableceros en Bruselas. Creciste confortablemente cuidado por un ambiente pequeño burgués que te permitió formarte sin los sobresaltos de la miseria. ¡Qué poco imaginaban todos el bicho tan raro que estaban criando! Tu amigo Louis Scutenaire nos revela cómo, siendo niño, experimentaste por primera vez lo que luego llamarás el “sentimiento del misterio”. Fue, más o menos, así: un globo aerostático cayó sobre la tienda familiar y tuvieron que bajarlo del techo y “esa cosa larga y mullida, los hombres con cascos de orejeras y chaquetas de cuero bajando decididamente las escaleras (...)” te parecieron algo asombroso.

Magritte: El castillo de los Pirineos, 1959

Durante uno de los veranos de tu infancia te hiciste amigo de una niña bonita y extraña que te llevaba a explorar las criptas del cementerio; también jugabais fuera, bajo las nubes algodonosas y el cielo azul, entre las tumbas. De vuelta a casa, en el camino de la alameda, te topabas con un pintor de paisajes y, desde entonces, siempre confundiste pinceles y varitas mágicas, ocasos y amaneceres.

Tu madre se suicidó cuando tenía 41 años; tú habías cumplido 14 (su edad al revés). Encontrasteis su cuerpo ahogado en el Sambre: apenas cubierto con los jirones de un camisón mojado que se aferraba al cadáver. Pero nunca nos hablarás de eso porque se convirtió en tu tabú. Un depósito de sentimientos y misterio que tal vez te empeñarás en ocultar tras las imponentes sombras que proyectarán tus cielos despejados. En una carta de 1956 escribirás: “No me faltan recuerdos atroces, pero jamás comprenderé el arrepentimiento; no tengo más que remordimientos”. Tu abuela ocupó uno de los primeros planos y también entraron en el escenario unas cuantas institutrices. Un año después, 1913, viste por primera vez a Georgette, con la que contraerás matrimonio en 1922, dentro de una hermosa iglesia de Bruselas. Estoy viendo algunas de vuestras fotos y he de admitir que ella es preciosa.

Has estudiado en la Escuela de Bellas Artes de Bruselas donde, entre otros, tuviste como profesor a Montald, destacado pintor simbolista. Estuviste dibujando muestras para una fábrica de papeles pintados. Luego diseñaste carteles de anuncios. En 1924 vendiste tu primer cuadro (el retrato de una famosa cantante). Y Francis Picabia (inclasificable elemento de la vanguardia artística francesa y mundial) publicó algunos de tus aforismos en su revista «391». Aforismos que ya avanzan tus títulos, ah, esos títulos desconcertantes que nos sentarán como un delirante poema del Conde de Lautréamont (ilustrarás, efectivamente, Los cantos de Maldoror en 1948) reducido a su mínima expresión y encapsulado en una gélida plaquita de metal oscurecido y dorado.

René Magritte: La condición humana, 1935, Ginebra.

En 1927 la galería El centauro (te encanta el nombre) organizó tu primera exposición individual. Georgette y tú os instaláis en Perreux-sur-Marne, cerquita de París. Y, claro, abracadabra y aparecen André Breton y su estrambótica y deliciosa banda de surrealistas (Max Ernst, Jean Arp, Miró, Dalí); junto a quienes juegas, expones y escribes. En el último número de La revolución surrealista aparece tu artículo “Las palabras y las imágenes”, auténtica declaración de principios artísticos a la que permanecerás fiel durante el resto de tu vida. Y tanto es así que a los críticos y estudiosos les resultará muy difícil establecer etapas en una obra donde cada cuadro es distinto, pero parece vinculado a todos los demás por una sucesión de citas que se reiteran y trasvasan en ese ambiente gélido y nítido que te identifica.

Frenar secamente las expectativas. Responder de otra manera. Como los genios de la táctica y la estrategia: optar finalmente por el ataque más inesperado. Encontrar el punto débil, los nudos más flojos, el eslabón descosido. Evocar mundos paralelos donde las paradojas más absurdas se resuelven con una naturalidad desasosegante. Escuchar las consignas de un muro vacío. Leer en el aire las partituras para cuarteto en silencio bemol. Deslumbrar con un traicionero y leal fogonazo de oscuridad. Esperar la llegada de Godot. Retar a la estupidez. Declinar la cortés invitación de esa simple dama llamada inteligencia. Ser amante, músico callejero, hierático bromista sin rostro, jugador de medianoche... Adelantar al tiempo con un bólido de fabricación casera.

La traición de las imágenes (Esto no es una pipa) 1928/29. Los Angeles, County Museum.

Pero no me hagas caso: esto no es real: son sólo imágenes, palabras, sueños: sólo los moldeables y fútiles ladrillos con que edificamos y descomponemos nuestra mente: son nuestra realidad particular, pero no son reales. En 1928 retratarás con tu claridad belga habitual una pipa. Debajo una leyenda: Esto no es una pipa: cierto. ¿Alguien podría fumar en ella o besar los sutiles labios de Mona Lisa? Michel Foucault (filósofo, historiador, pero quizás tampoco sea cierto) utilizará tu infumable representación para teorizar acerca de la débil ilusión que relaciona a las palabras con las cosas. Un cuadro es un cuadro y una rosa es... ¿una rosa o una palabra? Umberto Eco, travestido de monje bajomedieval, respondería escribiendo una novela de intriga donde la clave de los semióticos asesinatos es, precisamente, el nombre de la rosa (o de la risa, no recuerdo bien).

Nos abrirás la ventana de ese momento único que anestesiará todas las preguntas, permitiéndonos leer la página en blanco y escuchar el silencio. Ver el emotivo y frío corazón del ser, su levedad insoportable. “Adivinad dónde escondí el misterio del mundo visible”, gritarás en cuanto hayamos entrado en la sala de antiguos trenes de juguete, pelucas desnudas y entrañables espejos rotos e intactos. Explicándonos mudo y apenas sin gestos en qué consiste exactamente el desafío: “¿Cuál es la última imagen del sueño? ¿Cuál la primera del despertar? ¿Hay alguna intermedia: un fundido preconsciente?”. Si lo hay, hagamos añicos la bola de cristal, arrojemos al aire las cartas de tarot, los horóscopos y hasta el diván marcado por las extrañas quemaduras del cigarro de Freud. Nada de eso nos será ya de utilidad.

Magritte: El espejo falso, 1935

Dejarás que intentemos estudiarte, recomponiendo la inexistente lógica de tus enigmas visuales (que no son tales, sino misterios y, por tanto, irresolubles desde la mente convencional: sólo asequibles para quien se atreve a saltar sin paracaídas y puede, quién sabe, que hasta sin red). Te divertirás sembrando con mentirosas evidencias los corredores de nuestra mente, dejando pistas falsas que, sin embargo, tal vez conduzcan hasta la verdad. Pura casualidad. O acaso sólo sea que todas las sendas que se bifurcan conducen al hombre del bombín negro que se multiplica y levita.

Nos ordenarás que pensemos con los ojos. Que descifremos espaciosos y tensos jeroglíficos. Fragmentos de novelas, fotogramas congelados de películas antiguas, el final de un capítulo donde pone “continuará”, pero sólo si somos nosotros quienes seguimos, si es nuestra imaginación la que se desboca. Gabinete de personajes desterrados del mundo de los sueños. Frías nostalgias del otro lado.

Magritte, El beso, 1928

Nos exigirás con modales de andrógina institutriz todo tipo de interpretaciones, y ¿para qué? Tu risa muda nos desnudará de todos los trajes que se obstinan en tejer las palabras. Nos prohibirás la salida justo en el momento en que lleguemos hasta ella. Pero a cambio nos explicarás por qué son inútiles todas las explicaciones.

Vomitando aire sobre el diván del psicoanalista, arrasando las impecables vitrinas del coleccionista de símbolos. De ambos reniegas como de una peste demasiado pacata y civilizada. Mejor, mucho mejor, nos dirás, es perderse por las glorietas que trazan los rastros del silencio. Dando vueltas y más vueltas sin levantarnos de nuestra hermosa silla indiferente. Lo oculto siempre será demasiado evidente para nuestra maleducada percepción. ¿Acaso no hay vida en una casa deshabitada? Responda, señor de negro y bombín.


Manuel Ariza Canales (Vida de escritores y artistas)