Miralda, de buen comer

El lunes por la mañana, Antoni Miralda estaba encerrado en el Palacio de Velázquez a cal y canto. Aún le quedaban muchos detalles por rematar de esta exposición antológica suya, también a su manera, con la que se reabrirá este espacio expositivo, inhabilitado desde hace cinco años por reformas, con que cuenta el Museo Reina Sofía en pleno centro del Parque del Retiro madrileño. Desde luego, la reapertura no ha podido ser más acertada, no sólo por elegir la figura de Miralda, sino también porque la escenografía que aquí ha montado resulta del todo impresionante, digna del lugar, del artista y del muy respetable público que acuda a recorrerla. A Miralda, el lunes le faltaban muchos detalles por aquilatar, e iba hablando de un lado para otro de la inmensa sala que se ha compartimentado dentro de un recorrido anárquico y laberíntico, muy a propósito y muy acertado. Lo que iba a ser una entrevista con él se convierte en que yo me pierdo por sus montajes y él luego me va contando, a salto de mata y según me lo encuentro, entre la Estatua de la Libertad y el Cristóbal Colón de Honeymoon, entre granos de arroz en estado de putrefacción (como se ve en un gran panel de fotos expuesto por primera vez) y cáscaras de huevo pintadas de verde. No hay problema, lo de perderse ha sido un acierto, nadie te reprocha que te acerques a una pieza u otra, y el aspecto caótico, aunque acabado, aporta una lectura real de la trayectoria de Miralda.

«FoodCultureMuseum»

Él primer sorprendido por todo esto es el propio artista. Confiesa que toda su obra ha sido y es una especie de work in progress, y que ahora la ve expuesta de una manera conjunta o más lineal, con las consiguientes nuevas lecturas para él y para el espectador. No olvidemos que uno de los anhelos de Miralda es montar un gran archivo, el denominado FoodCultureMuseum, donde guardar todos y cada uno de los detalles, piezas, enseres y cosas (denominación bien genérica y que está aquí puesta con toda la intención), que ha acumulado a lo largo de su trayectoria como artista. De sus investigaciones en torno al mundo de la comida y sus lecturas, más allá del ámbito creativo: sociológicas, antropológicas e históricas. Del FoodCultureMuseum, cuya puesta en escena definitiva nunca se ha llegado a consumar, pese a algún intento, hay una muestra real en este Palacio de Velázquez: un espacio donde se amontonan en fila, y del suelo hasta el techo, cual almacén, cajas de plástico etiquetadas con todo lo que Miralda haya querido guardar y más. Aunque toda esta exposición no forma parte ni teórica, ni práctica de ese museo cultural de la comida, sí que tiene mucho de archivístico, de exponer no solo la obra conclusa o lo que de ella haya quedado tras su consagración pública, sino también todos aquellos detalles o documentos que forman parte de la intrahistoria del artista y su proceso creativo. Por eso, lo de perderse es todo un acierto y una recomendación para el visitante de la muestra.

Pese a que a Miralda se le asocia con la comida como materia prima de su obra, ésta no siempre ha sido tan comestible, aunque se puede asociar con la digestión lenta y pausada, como se demuestra en toda la base documental, de suma importancia en este proyecto. Comienza en los años sesenta como fotógrafo para la revista Elle, y tiene a la hiperdelgada Twiggy entre sus modelos, y unos años más adelante ya se ha imbuido de todo el espíritu crítico de la época. Es el tiempo de la performance, del happening? Aquí encontramos las películas que rueda junto a Bernet Rosell, y que acompañan al montaje Soldats soldés, en el que el kistch más absoluto se trufa, y nunca mejor dicho, con la realidad social y política de un tiempo como los años sesenta y setenta, tanto en España como en Europa. Los soldaditos de Miralda, desteñidos, de color blanco, montan su ejército y su guerra particular en una relectura de los monumentos tradicionales y su tradicional simbolismo.

Ingredientes comestibles

El arte, y sus protagonistas más importantes de aquellos años, dan vueltas a las mismas preguntas y manejan las mismas materias primas, incluso ingredientes comestibles, o no tanto, como Spoerri o Dieter Roth, festivos o lúdicos, como los Fluxus. Algo que queda muy claro en el recorrido de esta exposición del Palacio de Velázquez, por si ya no lo estaba, es que Antoni Miralda no resulta un ente independiente, no es fruto de la peculiaridad española y, en su caso muy concreto, mediterránea. Aunque en ningún momento puede negar estas dos características fundamentales. Sus residencias en Nueva York y en Miami hacen el resto para que su obra adquiera ese carácter de radiografía social y multicultural. Desde la comida y sus múltiples y apetecibles lecturas.

En uno de los textos el catálogo, Néstor García Canclini apunta que «estamos ante algo más complejo de que en la comida se expresa la identidad. Aun donde no es fácil hablar de una cocina distintiva de una comunidad, la antropología lee el sentido social en los hábitos gastronómicos. ¿No hay cocina autóctona en Barcelona, sino mezcla de gazpacho, boquerón adobado o frito, pote gallego o escudella catalana? Eso revela que son un pueblo de paso, una tierra de mezclas?, de encuentro más que de conflictos?, que las diferencias étnicas se marcan más en la lengua, y que las costumbres alimentarias han sido más flexibles hacia emigrantes andaluces, aragoneses o castellanos. Leer los menús de los restaurantes de Buenos Aires, donde coexisten pastas y risottos italianos, pucheros españoles y platos franceses con inventos argentinos... Tal vez la gastronomía y la estética son dos de las zonas donde el trabajo antropológico está más obligado a reconocer entrelazamientos culturales». Miralda marca todos esos entralazamientos en una ceremonia de una grata confusión culinaria. Solo apta para paladares críticos.

Laura Revuelta: Miralda, de buen comer, ABC Cultural, nº 955, 26 de junio de 2010