El juicio de Osiris

Parece haberle llegado a Zahi Hawass la hora del juicio de Osiris, en la balanza de Tot. Hay mucha gente, dentro y fuera de Egipto, que quiere su cabeza: es lo que tiene haber ejercido la soberbia y la prepotencia durante tantos años. Oriundo de Abeedya, un pueblecito cerca de la ciudad de Damietta, en el Delta, e hijo de un ganadero, Hawass (1947) no parecía destinado a grandes cosas en la estratificada sociedad egipcia. Ni siquiera quería ser arqueólogo sino abogado. De hecho, cuenta la leyenda -es decir él mismo- que sufría de claustrofobia, lo que es no es, convengámoslo, la mejor disposición para explorar tumbas. Su casi increíble ascenso, digno de un Julian Sorel nilótico, fue el resultado de la autoconfianza, el tesón y la ambición (seguramente también de una sincera pasión por el Egipto antiguo). Y no estuvo libre de retrocesos e incertidumbre. Su carrera está jalonada por enfrentamientos con subordinados, colaboradores y científicos extranjeros (recuérdense los casos de Nicholas Reeves y Joann Fletcher, a los que prácticamente expulsó de Egipto). Siempre ha actuado con la contundencia rayana en la brutalidad de quien se sabe sin demasiados apoyos sólidos y rodeado de enemigos. Sin embargo, llegó a creerse intocable e imprescindible. Un caso egipcio de hybris griega.

Ha bastado que se avizorara su caída para que afloraran contra él las críticas y acusaciones. Y se olvidaran los aspectos positivos de su gestión: el icono popular del egiptólogo ya no es Howard Carter sino Zahi Hawass (y su sombrero). Haber cambiado el paradigma de la egiptología, convertirla en algo egipcio, de los egipcios, es un logro monumental y era de justicia hacerlo. Hawass también ha elevado las cotas de popularidad e interés público de la egiptología (usando a veces medios espurios) a alturas estratosféricas. Creó una red de museos. Luchó por erradicar algunas falsedades y derrotó en arduo combate a los que, como los piramidiotas, querían mistificar el pasado egipcio de Egipto. Deja muchas aventuras pendientes: hallar las tumbas de Cleopatra y Nefertiti, dilucidar los pasadizos de la Gran Pirámide...

Es muy probable que Hawass participara en la corrupción general: el caso de la irregular concesión de la nueva tienda de recuerdos del Museo Egipcio, aireada por el propio Gobierno, así parece indicarlo, al igual que denuncias (aún por probar) de tráfico de antigüedades. Manejaba las antigüedades egipcias como si fueran un patrimonio propio por la dudosa vía de identificarse él con Egipto. Cualquier proyecto, hallazgo, documental y éxito eran suyos. Laminó al viejo Otto Schaden y le arrebató la notoriedad del hallazgo y estudio de la tumba KV63. Hatshepsut, Tutankamón (cuya muerte y parentescos trató de esclarecer) o las mil momias doradas de Bahariya eran peldaños de su ascenso a la fama mundial. Impuso una ley del silencio sobre excavaciones y yacimientos: nadie podía abrir la boca sin permiso expreso del gran rais.

Parece abocado a ser una cabeza de turco del régimen caído. Es un blanco fácil: aunque tuviera buenos contactos internacionales y fuera un próximo untuosamente servil de los Mubarak, su poder real, político, era nulo y eso lo ha hecho especialmente vulnerable: un coloso ramésida con los pies de barro. Los que le reían las gracias desde fuera, excepto tal vez un puñado de sinceros amigos, le van a dar la espalda. Y muchos Gobiernos, museos y coleccionistas, a los que inquietó con sus reclamaciones, se felicitarán de su caída.

Jacinto Antón: El juicio de Osiris, EL PAÍS, 5 de marzo de 2011