Una joya olvidada
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Los pobres de la fuente, de Francisco de Goya |
A
mi juicio, son tres las razones fundamentales que acreditan como un
evento excepcional la muestra titulada Goya en Madrid.
Cartones para tapices 1775-1794, en
exhibición en el Museo del Prado hasta el próximo 3 de mayo.
La
primera se refiere a su contenido, pues en ella hay un centenar de
obras, 47 de las cuales son de Goya, siendo el variopinto resto otras
tantas de un elenco singular, no solo de maestros contemporáneos
españoles y extranjeros del siglo XVIII, vinculados a la empresa de la
realización de cartones para tapices, sino, de alguna manera,
pertenezcan a la época o a la escuela que pertenezcan, relacionados con
los temas y las formas de interpretarlos del genial artista aragonés;
es decir: un rico material que sirve para desentrañar la
trama formal y simbólica a través de la cual Goya urdió este formidable
empeño. Hasta el momento presente, los cartones para tapices que
pintó Goya, durante casi 20 años, habían sido objeto de concienzudos
estudios monográficos en forma de libros, como los que publicaron
Cruzada Villaamil en 1870, Valentín de Sambricio en 1946, Jutta Held en
1971 o Janis A. Tomlinson en 1993, pero no en la forma de una
confrontación visual en directo como la que permite una exposición
temporal de las características de la que comentamos.
La
segunda razón tiene que ver con la naturaleza del encargo, los cartones
para tapices para la Real Fábrica de Santa Bárbara, que se inscribió en
el programa borbónico de creación de industrias suntuarias, adaptado a
la mentalidad española, a medias entre la Ilustración y el casticismo,
una tarea aparentemente modesta y, por tanto, ofrecida a pintores con
talento en ciernes, pero de un excepcional vuelo virtual, como luego lo
corroboró Goya, que muy pocas veces en su dilatada carrera tuvo que
enfrentarse con la realización de una serie encadenada de pinturas de
tan formidable formato, ejecutadas encima entre cuando contaba con 29 y
49 años, el momento crucial de la decantación de su genio artístico y
de la consolidación de su triunfo en la corte.
Y
la tercera y última por el
original e inteligente sesgo que le ha dado al proyecto su comisaria,
Manuela Mena, al insertar en su recorrido un montón de atisbos y
sugerencias que refrescan y orientan nuestra mirada sobre un
maravilloso asunto de ilimitada riqueza analítica y formal. La magia de
la mirada de Mena es que hace compatible el rigor científico con una
perspectiva, a la vez, transversal y oblicua: un descubrimiento. No sé
si el público, aturullado por tantos cantos de sirena, se ha percatado
lo suficiente de esta rara joya del Prado, que es a la par deslumbrante
y aleccionadora.
Dejemos
lo deslumbrante a Goya, cuyos cartones de gran formato son ejercicios
de pintura mural de tamaño solo superable por los frescos de San
Antonio de la Florida, por no hablar de la comparativa establecida con
la forma de hacer de sus mejores colegas contemporáneos, para
centrarnos en lo transversal de la mirada de esta exposición, que nos
traduce de un plumazo los paisajes deseados de la Ilustración española,
con su rica contradicción de la pedagogía institucional de lo popular
junto al aliento castizo del majismo; vamos: con lo mejor y lo peor de
un pueblo que busca y no siempre encuentra hasta hoy mismo su identidad
moderna. Y también, por supuesto, para prestar atención a lo oblicuo de
esta misma mirada, que fondea en precedentes clásicos y naturalistas
que espabilaron el género goyesco, lo cual ha supuesto convocar un no
pequeño conjunto de esculturas antiguas, junto a un no menor grupo de
antecedentes pictóricos de la propia tradición española y de sus
fermentos italo-flamencos.
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'Perros en traílla', de Goya, 1775 |
Dividida
en ocho capítulos, que elocuentemente aluden a temas de gran enjundia
simbólica —La caza,
Divertimentos, Las clases sociales, Música y baile, Niños, Los sueños,
Las cuatro estaciones yEl
aire—, esta sola
relación nos emplaza junto al quicio de la explicación completa de un
cambio de época, lo que nos permite avecinar en un mismo haz lo que
fuimos y lo que somos, precisamente lo apropiado para la comprensión
cabal de nuestra atribulada identidad. Nos hallamos, en fin, ante un
retrato tan redondo de nosotros mismos que hasta virtualmente nos
permite continuar por nuestra cuenta el relato, porque, valga como
botón de muestra, ante el cartón de La
gallina ciega, de
Goya, uno cree reconocer en él la revolucionaria zarabanda de La joie de vivre, de Matisse. ¿Se puede pedir
más? Pues sí; porque, para la ocasión, han sido limpiados y
radiografiados todos los cartones, lo cual, a su vez, nos demuestra que
para ver hay que frotarse los ojos.
Francisco Calvo Serraller: Una joya olvidada, EL PAÍS, 16 de febrero de 2015