¡Pintor el último!
A la pintura aún le quedan muchas cosas por contar. Artistas como el asturiano Luis Fega, infatigable y optimista, así lo manifiestan
En este tiempo nuestro post-postmoderno me ha sorprendido la docilidad con la que se comporta un buen número de creadores, sobre todo jóvenes, ante el reparto de papeles de influencia decretado por los «funcionarios» que rigen el «mundo del arte». El nuevo orden lo establecen galeristas, comisarios, directores de museos y hasta críticos de alguna notoriedad.
Ellos fundan la contradicción enunciada por el Habermas de El espacio público de un arte en apariencia liberado pero bajo la nueva tiranía de los «expertos». La novedad es tanto más chocante cuanto que la inversión de papeles ha venido a romper con la mitología romántica del artista insobornable, orgulloso como genial, alimentada desde Miguel Ángel. No es mi propósito terciar en los acostumbrados perfiles de sociología barata sobre la cuestión. Porque las estrategias suelen argumentar como pretexto, al paso, sobre la extinción sin retorno de la pintura, cuando no por elevación, sobre la de la tan aventada hipótesis de la muerte del arte. En la resistencia Visito con frecuencia el estudio madrileño de Luis Fega, con quien mantengo últimamente diálogos enconados en torno a estas cuestiones.
Fega, además de uno de nuestros abstractos más sensatos y atractivos, es un intelectual informado y un dialéctico tenaz con hábitos polémicos de resistente. «Sólo cabría plantearse la muerte de la pintura –sumariza Fega– si admitiésemos una historia de la misma limitada a la reproducción de la realidad. Si fuera así, quizá podría concluirse que su itinerario evolutivo en busca de la perfección en lo representado había llegado a su final con Delacroix y los grandes maestros del naturalismo europeo del XIX». A mí no deja de parecerme original esta salida en positivo de Fega sobre el agotamiento del arte figurativo. Más problemática me resulta la extensión de su razonamiento a espacios más evanescentes del discurso histórico sobre los mecanismos emotivos del arte: «Si admitimos que el contenido está en la forma y que las emociones pictóricas son provocadas por la acción combinada de los elementos plásticos, eso nos lleva a preguntarnos si todavía son posibles aportaciones formales tras la gran eclosión creativa registrada en el siglo XX.
Yo pienso que sí, aunque mi experiencia me inclina a considerar que no es nada fácil. Pero trabajo en la confianza de que siempre será posible seguir renovando y reproduciendo las conexiones inéditas entre entendimiento y sensibilidad». Le hago observar sin éxito completo que lo que él arguye como «emociones plásticas» fruto de la acción conjunta de los «elementos pictóricos», que tanto reclamaron como específico los abstractos fundacionales, no constituye un factor diferencial y privativo de la renovación abstracta en el siglo XX. Y le recuerdo que la cosa ya la veía de esa manera el viejísimo Aristóteles en su Poética en relación a la pintura de su tiempo. Allí identificaba el placer vinculado a la «perfección de la forma» como alternativo al específico de «reconocimiento» vehiculado por la mímesis figurativa. Un argumento destinado a perpetuarse en la historia de la estética hasta sus versiones más recientes, constituido en lugar común de las frecuentadas apologías del abstracto. En buena compañía Me complace ambientar mis discusiones con Fega en la estimulante compañía de sus cuadros.
El vigor gestual, rotundo, de su pintura más veterana se ve contrapesado en los últimos meses por una serie de grandes formatos que desarrollan una pintura de pincelada corta, más comprimida, aunque no menos vibrante. Al participarle al pintor estas sensaciones sobre la conmovedora profundidad que denota el denso espesor espiritual en la mayor parte de sus obras, Fega suele corroborar, modesto, recordándome la percepción de Klee: «Si fuera así, sería que habría alcanzado alguna vez lo que me propongo. Porque las cosas no se agotan en su exterioridad. Son más de lo que nos ofrecen a la vista. Klee decía que la pintura ha de revelar cómo el objeto se amplía hacia su interior a través de nuestro conocimiento. Y pocas artes nos proporcionan esa inmediatez reveladora de la pintura, gracias a la inmediatez de su capacidad para crear mundos nuevos con una enorme economía de elementos. Ese es el sentido constante de mi experimentación madura».
Defender tan lúcidamente la legitimidad superviviente de la pintura ataja las exageraciones sobre la extinción contemporánea de la bella pintura-pintada del Moderno, presuntamente sobrepasada por la pragmática visualidad tecnológica de la pintura hoy. Sobre la insensatez excluyente y antieconómica practicada por el nuevo malthusianismo de los administradores drásticos del mercado y el museo, uno puede constatar la eficacia de tantos de los artistas modernos cotidianamente activos, incluso sin movernos de este país nuestro tan de «pintores» como me recuerda Fega. Así, repaso con él el listado de los que nos son a ambos próximos y familiares: la reciente invitación del ya clásico Canogar a la pintura pura, o la del joven Javier Riera cuando invierte los órdenes plásticos del género en sus «paisajes intervenidos».
Esto, sin perjuicio de asumir la franca acogida a la tecnología informática en la abstracción deconstructiva del consagrado Broto o de la fotográfica a lo Rauschenberg de la del gran pintor consagrable que es José Sanleón. Tecnología contemporánea aún más intensamente integrada en las imágenes fascinantes de un abstracto tan rigurosamente tal como Darío Urzay. La inquietud magistral del irrepetible Gordillo, la irreductible capacidad de riesgo al límite de Campano. Y como para poner un final arbitrario a una nómina felizmente numerosa, me recuerda Fega la exquisita pintura de Javier Grau.
La prudencia bien nutrida de Fega acostumbra a espantar a menudo la perspectiva de los radicalismos excluyentes tan al día –legitimidad necesaria del «arte visual» versus presunta caducidad insalvable de la «bella arte» pictórica–, al recordarme la limitación histórica en cualquier tiempo del número de artistas incuestionablemente sublimes; y, por tanto, su convivencia graduada con los simplemente medianos. Inconformismo leal Un ejemplo sería el de Velázquez con su suegro Pacheco o su colaborador Del Mazo: «Todo artista valioso se caracteriza por un rico mundo propio, por su originalidad y personalidad sincera. Yo lo concibo experimentando antes las emociones a transmitir. Es el inconformismo del creador de siempre junto a la novedad de una dosis inevitable de inquietud y bagaje intelectual en el caso del moderno. Todo lo opuesto a la autocomplacencia. Lo que sucede es que vivimos una época de formidable aceleración, un tiempo más propicio para la evanescencia de las imágenes virtuales. La pintura exige el sosiego minucioso de un tiempo también detenido para contemplarla».
Ellos fundan la contradicción enunciada por el Habermas de El espacio público de un arte en apariencia liberado pero bajo la nueva tiranía de los «expertos». La novedad es tanto más chocante cuanto que la inversión de papeles ha venido a romper con la mitología romántica del artista insobornable, orgulloso como genial, alimentada desde Miguel Ángel. No es mi propósito terciar en los acostumbrados perfiles de sociología barata sobre la cuestión. Porque las estrategias suelen argumentar como pretexto, al paso, sobre la extinción sin retorno de la pintura, cuando no por elevación, sobre la de la tan aventada hipótesis de la muerte del arte. En la resistencia Visito con frecuencia el estudio madrileño de Luis Fega, con quien mantengo últimamente diálogos enconados en torno a estas cuestiones.
Fega, además de uno de nuestros abstractos más sensatos y atractivos, es un intelectual informado y un dialéctico tenaz con hábitos polémicos de resistente. «Sólo cabría plantearse la muerte de la pintura –sumariza Fega– si admitiésemos una historia de la misma limitada a la reproducción de la realidad. Si fuera así, quizá podría concluirse que su itinerario evolutivo en busca de la perfección en lo representado había llegado a su final con Delacroix y los grandes maestros del naturalismo europeo del XIX». A mí no deja de parecerme original esta salida en positivo de Fega sobre el agotamiento del arte figurativo. Más problemática me resulta la extensión de su razonamiento a espacios más evanescentes del discurso histórico sobre los mecanismos emotivos del arte: «Si admitimos que el contenido está en la forma y que las emociones pictóricas son provocadas por la acción combinada de los elementos plásticos, eso nos lleva a preguntarnos si todavía son posibles aportaciones formales tras la gran eclosión creativa registrada en el siglo XX.
Yo pienso que sí, aunque mi experiencia me inclina a considerar que no es nada fácil. Pero trabajo en la confianza de que siempre será posible seguir renovando y reproduciendo las conexiones inéditas entre entendimiento y sensibilidad». Le hago observar sin éxito completo que lo que él arguye como «emociones plásticas» fruto de la acción conjunta de los «elementos pictóricos», que tanto reclamaron como específico los abstractos fundacionales, no constituye un factor diferencial y privativo de la renovación abstracta en el siglo XX. Y le recuerdo que la cosa ya la veía de esa manera el viejísimo Aristóteles en su Poética en relación a la pintura de su tiempo. Allí identificaba el placer vinculado a la «perfección de la forma» como alternativo al específico de «reconocimiento» vehiculado por la mímesis figurativa. Un argumento destinado a perpetuarse en la historia de la estética hasta sus versiones más recientes, constituido en lugar común de las frecuentadas apologías del abstracto. En buena compañía Me complace ambientar mis discusiones con Fega en la estimulante compañía de sus cuadros.
El vigor gestual, rotundo, de su pintura más veterana se ve contrapesado en los últimos meses por una serie de grandes formatos que desarrollan una pintura de pincelada corta, más comprimida, aunque no menos vibrante. Al participarle al pintor estas sensaciones sobre la conmovedora profundidad que denota el denso espesor espiritual en la mayor parte de sus obras, Fega suele corroborar, modesto, recordándome la percepción de Klee: «Si fuera así, sería que habría alcanzado alguna vez lo que me propongo. Porque las cosas no se agotan en su exterioridad. Son más de lo que nos ofrecen a la vista. Klee decía que la pintura ha de revelar cómo el objeto se amplía hacia su interior a través de nuestro conocimiento. Y pocas artes nos proporcionan esa inmediatez reveladora de la pintura, gracias a la inmediatez de su capacidad para crear mundos nuevos con una enorme economía de elementos. Ese es el sentido constante de mi experimentación madura».
Defender tan lúcidamente la legitimidad superviviente de la pintura ataja las exageraciones sobre la extinción contemporánea de la bella pintura-pintada del Moderno, presuntamente sobrepasada por la pragmática visualidad tecnológica de la pintura hoy. Sobre la insensatez excluyente y antieconómica practicada por el nuevo malthusianismo de los administradores drásticos del mercado y el museo, uno puede constatar la eficacia de tantos de los artistas modernos cotidianamente activos, incluso sin movernos de este país nuestro tan de «pintores» como me recuerda Fega. Así, repaso con él el listado de los que nos son a ambos próximos y familiares: la reciente invitación del ya clásico Canogar a la pintura pura, o la del joven Javier Riera cuando invierte los órdenes plásticos del género en sus «paisajes intervenidos».
Esto, sin perjuicio de asumir la franca acogida a la tecnología informática en la abstracción deconstructiva del consagrado Broto o de la fotográfica a lo Rauschenberg de la del gran pintor consagrable que es José Sanleón. Tecnología contemporánea aún más intensamente integrada en las imágenes fascinantes de un abstracto tan rigurosamente tal como Darío Urzay. La inquietud magistral del irrepetible Gordillo, la irreductible capacidad de riesgo al límite de Campano. Y como para poner un final arbitrario a una nómina felizmente numerosa, me recuerda Fega la exquisita pintura de Javier Grau.
La prudencia bien nutrida de Fega acostumbra a espantar a menudo la perspectiva de los radicalismos excluyentes tan al día –legitimidad necesaria del «arte visual» versus presunta caducidad insalvable de la «bella arte» pictórica–, al recordarme la limitación histórica en cualquier tiempo del número de artistas incuestionablemente sublimes; y, por tanto, su convivencia graduada con los simplemente medianos. Inconformismo leal Un ejemplo sería el de Velázquez con su suegro Pacheco o su colaborador Del Mazo: «Todo artista valioso se caracteriza por un rico mundo propio, por su originalidad y personalidad sincera. Yo lo concibo experimentando antes las emociones a transmitir. Es el inconformismo del creador de siempre junto a la novedad de una dosis inevitable de inquietud y bagaje intelectual en el caso del moderno. Todo lo opuesto a la autocomplacencia. Lo que sucede es que vivimos una época de formidable aceleración, un tiempo más propicio para la evanescencia de las imágenes virtuales. La pintura exige el sosiego minucioso de un tiempo también detenido para contemplarla».
Antonio García Berrio, Madrid: ¡Pintor el último!, ABC, 3 de agosto de 2010