El día que las bombas imitaron al Vesubio

El 24 de agosto es una fecha fatídica para Pompeya, quizá la ciudad más refinada y culta de toda la civilización romana. Al anochecer de aquel día, el año 79, los primeros proyectiles de piedra volcánica lanzados por el Vesubio caían ya sobre las lujosas mansiones mientras una gigantesca y amenazadora nube de ceniza se alzaba en el cielo antes de desplomarse sobre la ciudad hasta sepultarla. Es una tragedia que el mundo entero conoce gracias a los historiadores -empezando por Plinio el Joven, que presenció el drama-, los novelistas, los pintores y, a partir del siglo XX, también el cine.

Muy pocos conocen, en cambio, la segunda destrucción de Pompeya, iniciada al anochecer del 24 de agosto de 1943, cuando una formación de bombarderos británicos lanzó un diluvio de bombas que destruyen con gran rapidez los arcos del Foro, la casa de Triptólemo, la casa de Rómulo y Remo, y las dos primeras salas del Museo Pompeyano -donde se custodiaban miles de objetos descubiertos en las excavaciones iniciadas en 1748 por orden de Carlos III, Rey de Nápoles-, que terminará completamente reducido a escombros.

190 bombas de 400 kilos

Era el inicio de una nueva catástrofe, inútil y absurda, provocada por los aliados ingleses y americanos en una estúpida competición por demostrar si eran más eficaces los bombardeos nocturnos o los diurnos en la ofensiva hacia Nápoles. Desde el 24 de agosto al 20 de septiembre, el impacto de 190 bombas, en su mayoría de 400 kilogramos, demostró sin lugar a dudas que cualquier bombardeo, de noche o de día, puede destruir eficazmente el patrimonio de la humanidad.

Aparte de los daños inmediatos de la explosión, las bombas removían el terreno, dando pie a que las lluvias de los años sucesivos destruyesen frescos y muros que habían permanecido a salvo protegidos por la ceniza durante 18 siglos. Todavía hoy siguen apareciendo, de vez en cuando, bombas sin explotar, que retiran los artificieros militares.

Como la historia de la guerra la escriben los vencedores, la segunda destrucción de Pompeya quedó en el olvido puesto que nadie tenía interés en denunciarla. Los responsables italianos del yacimiento de Pompeya, del Museo Arqueológico de Nápoles o del Ministerio de Cultura habían sido nombrados por el fascismo y no podían alzar la voz frente a las autoridades militares angloamericanas que avanzaban de modo arrollador expulsando hacia el norte a los ejércitos alemanes.

El olvido conveniente

Terminada la Segunda Guerra Mundial y creada la OTAN, no resultaba oportuno airear historias tristes, como el bombardeo de Pompeya -ni otras todavía más irracionales, como el bombardeo de Montecassino-, por lo que un episodio cultural de gran envergadura quedó relegado al olvido hasta que un investigador español, Laurentino García y García, decidió sacarlo a la luz en su libro: «Danni di Guerra a Pompei», publicado en Italia por L´Erma di Bretschneider con más de 400 fotografías.

«La primera vez que fui a Pompeya -explica García y García- me impresionaron una serie de destrozos que parecían añadidos. Me explicaron que eran el resultado de los bombardeos, pero en el Archivo de la Superintendencia Arqueológica apenas había documentación, y ninguna fotografías de los daños de la Segunda Guerra Mundial». El investigador español se propuso documentar lo mejor posible un episodio de gran envergadura en uno de los yacimientos arqueológicos más famosos del mundo, «un desastre que hubiera sido divulgado a los cuatro vientos si lo hubiesen cometido los nazis».

El trabajo de García y García avanzaba lentamente «hasta que un día me llama Grete Stefani, responsable de documentación fotográfica y me dice: «No te lo vas a creer, pero hemos revisado en Nápoles unas viejas cajas de cartón que iban a tirar y hemos encontrado las placas de vidrio con las fotos de los bombardeos». Eran sólo 20, pero bastaban como prueba visible de parte de lo sucedido».

«Violencia ciega y brutal»

Amedeo Maiuri, el superintendente de Pompeya, había lanzado el 25 de agosto un llamamiento a los países neutrales «para que se detenga esta violencia ciega y brutal que amenaza con destruir Pompeya, un monumento sagrado para toda la humanidad». Ni le escucharon, ni pudo conseguir siquiera que el Ministerio de Cultura le enviase todas las placas de cristal necesarias para documentar el desastre, pues el Gobierno italiano se desmoronaba a ojos vistas.
Dos semanas después, el 8 de septiembre, Italia capitulaba ante los aliados, cambiaba de bando en la guerra y quedaba dividida en dos: la mitad sur ocupada por los aliados y la mitad norte ocupada por los alemanes en represalia por la «traición» del Gobierno de Roma.

Joyas perdidas para siempre

Mientras, las bombas británicas de noche y las americanas de día destruían la Porta Marina, el maravilloso fresco de Diana y Acteón en la casa de Salustio, parte de la casa de la Diana Arcaizante y el fabuloso atrio de la casa de Epidio Rufo o casa de los Diadúmenos, con sus 16 columnas corintias, de las que quedaron en pie tan sólo cinco.

Las mejores estatuas y joyas de Pompeya del Museo Arqueológico de Nápoles, habían salido de la ciudad antes de que la guerra llegase a sus puertas. Como lugar seguro para depositarlas se escogió la abadía de Montecassino, territorio no sólo religioso, sino neutral, por estar bajo la jurisdicción de la Santa Sede.

Por fortuna, antes de que la locura de la guerra se abatiese sobre Montecassino, el general Frido von Senger las trasladó al Vaticano, salvándolas. Al terminar la contienda, la Comisión Americana de Protección de Obras de Arte reconocía que la custodia más eficaz de tesoros artísticos fue la del Vaticano, y la peor destrucción de patrimonio cultural, la de Pompeya.

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