Man Ray bajo las luces

Fue quizá el más europeo de los artistas estadounidenses en las vanguardias del siglo XX. Una retrospectiva en Nueva York propone una visión poliédrica de ese creador inquieto. Por Barbara Probst Solomon

El Jewish Museum, uno de los primeros museos de Nueva York en celebrar -y en reconocer- el pop art de Andy Warhol y el pre pop de Larry Rivers, es el escenario perfecto de una extraordinaria retrospectiva sobre Man Ray (su comisario es Mason Klein), que muestra sus múltiples facetas y sus creaciones. Artista, director de cine, escritor, escultor, creador de objetos y fotógrafo innovador, Man Ray, nacido Emmanuel Radnitzki en Filadelfia en 1890, hijo de inmigrantes judíos rusos, se movió entre el dadá de Nueva York, el surrealismo parisiense y los trabajos fotográficos. A fin de captar por completo la visión de Man Ray, esta exposición es absolutamente imprescindible, y el regalo especial que esta muestra nos ofrece es un soplo de aire fresco, ya que se trata de la primera exposición multimedia del artista en Nueva York desde 1974. Se incluyen además dos de sus películas mudas, Le retour à la raison y Emak Bakia (déjame en paz, en castellano), así como recopilaciones de películas sobre Man Ray.

La Fortune (1938), pintado por Man Ray.

En 1917, Man Ray (su familia se había trasladado a Brooklyn) se encontraba en el lugar y en el momento adecuados. El movimiento dadaísta de Nueva York y las mujeres dadaístas abarrotaban Greenwich Village. Marcel Duchamp había observado que, en efecto, estas mujeres norteamericanas eran mucho más estridentes y eróticas que sus compatriotas parisienses: la revolución, las ideas anarquistas, el "amor libre", el automóvil, el modernismo, se presentaban como el envoltorio perfecto de un regalo. Las mujeres dadaístas -la baronesa Elsa, Beatrice Wood, Katherine Dreier y Mina Loy- parecían estar más preocupadas por el escándalo, el erotismo y el cuerpo humano que los artistas de sexo masculino. En una acuarela, Beatrice Wood había pintado intencionadamente la noche en que ella, Charles Demuth, Mina Loy y Duchamp habían formado un grupo de cuatro en la cama de Duchamp tras un baile bohemio (era la amante de Duchamp y de Henri-Pierre Roché, autor de la novela Jules et Jim, y probablemente la modelo de la seductora Jeanne Moreau en la famosa película basada en el libro).

Pero, a diferencia de Duchamp, emparejado muy a menudo con Man Ray, éste desde un principio estuvo influenciado por lo ecléctico: la fotografía, lo abstracto, los paisajes y las imágenes ingeniosas de desnudos. En 1908, Man Ray acudía con frecuencia a la Galería 291 de Alfred Stieglitz y en 1912 dejó su hacinado estudio de Nueva York por Ridgefield, en Nueva Jersey. En aquella pequeña y bucólica ciudad, en realidad más parecida a un pueblo, a orillas del majestuoso Hudson y apenas a veinte minutos en tranvía de Nueva York, por 12 dólares de renta al mes Man Ray tenía más espacio, impresionantes vistas y disfrutaba de la compañía de Stieglitz, de quien podría decirse que ha sido el mejor fotógrafo norteamericano de principios del siglo XX, y del grupo de artistas de Ridgefield formada por el poeta y crítico Alfred Kreymberg, Marius de Zayas y Marcel Duchamp. En esa misma época, en 1913, se celebraba en Nueva York con gran éxito la grandiosa Armory Show, con obras de Picasso, Matisse, Picabia, Duchamp y Gertrude Stein. Y ¡boom! Todo cambiaba. El arte vanguardista había llegado oficialmente a Estados Unidos.

Mi principal objeción a esta exposición hermosamente montada es que enfatiza demasiado su interés por catalogar las obras a la luz de temas como la identidad y las cuestiones de género, lo que resulta ridículo si se utiliza para definir a Man Ray y a los dadaístas. Aunque aún representan temas candentes en los círculos académicos, es absurdo insinuar que el objetivo del arte de Man Ray era enmascarar su identidad judía o la búsqueda de ella. Seamos claros: la cuestión del género y la identidad pueden tener importancia en la actualidad, pero para los modernistas de las vanguardias el arte era su carnet de identidad. (Las mujeres artistas bohemias habían hecho de la libertad y de la libertad sexual el eje de su lucha). En aquella época de finales del siglo XIX, la entrada de los judíos en las artes, los libros, el teatro y los periódicos causó una gran conmoción sobre todo en Europa; las creencias religiosas, cristiana o judía eran consideradas "burguesas" o retrógradas. Ni Hitler ni el Holocausto eran aún imaginables y, a pesar de que el antisemitismo ya existía, los artistas modernistas creían que aquello tenía más que ver con otros grupos como los cosacos de Rusia, los protestantes de la clase alta norteamericana, la burguesía, los militares, la iglesia católica, etcétera, que con su atormentado mundo artístico y bohemio. Es más, los artistas vanguardistas pensaban, con razón o sin ella, que su incursión en el arte les liberaría de las cadenas del antisemitismo.

En realidad, y a pesar de que Marcel Proust ha sido pocas veces observado desde este punto de vista, fue el primer escritor (en la exposición hay una fotografía de Proust en su lecho de muerte realizada por Man Ray) en ejercer esta identidad cultural. Su padre, el doctor Adrien Proust, hijo de un petit bourgeois propietario de una tienda de ultramarinos cuya ambición inicial había sido la de ejercer de sacerdote, bautizó a sus dos hijos y luego abandonó el catolicismo para convertirse en uno de los grandes hommes de science de la República francesa. La adorada madre de Proust procedía de una poderosa familia de judíos franceses. Entre tanto, estos padres progresistas dejaban a sus hijos sin raíces con una educación católica que no les representaba ni a ellos ni a sus creencias y, sin embargo, hasta que no ocurrió el caso Dreyfus, que conmocionó a la sociedad francesa, Proust no descubrió su verdadero alcance. (He observado de pasada que en En busca del tiempo perdido hay once referencias a la reina Esther de la Biblia, y que su boda con el rey Asuero ha tenido que ser uno de los matrimonios mixtos de más éxito de todos los tiempos).

En efecto, las primeras obras de Man Ray, Promenade, de 1916, y algunos de sus ready mades -objetos realizados con bronce, cristal y papel de periódico introducidos en una caja de madera- muestran la influencia de Duchamp. The rope dancer, de 1915, debe su creación a la particular obra de Duchamp, de 1912, El gran vidrio (La marièe mise à nu pair ses célibataires), así como también la utilización de objetos, un batidor de huevos pintado que representa L'homme, en 1918, y, en el mismo periodo, unas manzanas abiertas para pintar Woman. La exposición muestra además las famosas rayografías de Man Ray. (Mi madre, la artista Frances Kurke Probst, fue una buena amiga de la fotógrafa alemana Lotte Jacobi, cuyas rayografías alcanzaron fama mundial en el MOMA y en otros museos. Cuando yo era una niña, Lotte me llevó a su cuarto oscuro y me enseñó cómo hacía estas fotografías sin cámara, introduciéndolas con un rápido movimiento giratorio en un baño de líquido de revelar expuesto a la luz. Su marido Erich Ress había publicado The Dada Almanach en Berlín en 1920 en la editorial Erich Reiss Verlag, que posteriormente destruirían los nazis).

Personas como Man Ray eran de naturaleza sofisticada y tenían un sinfín de aficiones, desde el arte a la música, el teatro o la política. Duchamp era un caso completamente diferente. Hay que observar algunos aspectos. La actuación de Duchamp provocó un gran escándalo cuando intentó colocar un urinario (que no fue aceptado) en la exposición de la Asociación de Artistas Independientes en 1917; Man Ray, al fotografiar a Duchamp vestido de mujer, como Rose Sélavy, -Eros c'est la vie, o Rose Levy-, estaba haciendo una chistosa alusión, con doble sentido del humor, a un travestido judío. Hoy día parece que escandalizar está pasado de moda. Las películas de tercera de Hollywood abundan en escenas de cuarto de baño con un actor intentando defecar; el travestismo ha invadido Halloween pretendiendo que ser judío está reñido con ser atrevido. ¿Qué queda cuando el escándalo desaparece?

Duchamp, gran jugador de ajedrez, era una pura contradicción. Su apariencia era la de un esteta de Greenwich Village viviendo al límite de sus posibilidades. Primero vivió a costa del dinero de su padre y después contrajo matrimonio en dos ocasiones con ricas herederas. Estaba obsesionado con la idea de no hacer nuevos trabajos y, sin embargo, dedicó los últimos veinte años de su vida a un único esfuerzo: la creación en secreto de Etant Donnés, un desnudo femenino recostado sobre una cama de hojas. Al parecer, la mujer era la escultora brasileña María Martins, que le abandonó tras una relación amorosa de cinco años. ¿Cuál era el motivo de su secreto? ¿Podría ser que el secreto mejor guardado de Duchamp fuera el de finalmente rendirse ante el arte figurativo, ante las formas humanas, ante el realismo? La auténtica y erótica verdad la había descubierto en 1866 el pintor Courbet, autor de L'origine du monde, y Picasso había defendido su posición. En el final estaba el principio. Man Ray escapó algo de la rigidez de Duchamp gracias a la influencia de su primer mentor, el extraordinario Alfred Stieglitz. La mejor galería en Nueva York para la obra de Marcel Duchamp y los dadaístas es la Francis Naumann Gallery.

Alias Man Ray: The art of reinventation. Museo Judío de Nueva York. 1109 Quinta Avenida con la calle 92. Del 15 de noviembre al 14 de marzo. www.thejewishmuseum.org/ Traducción de Virginia Solans

Bárbara Probst Salomon: Man Ray bajo las luces, EL PAÍS / Babelia, 14 de noviembre de 2009