¿De quién es el arte?

La historia del arte es, en gran medida, la historia de un robo. Los vikingos, los conquistadores, Napoleón, las potencias coloniales, Hitler… todos practicaron el saqueo a escala monumental. Los ejércitos del conquistador francés transportaron toneladas de obras egipcias a Europa. Casi al mismo tiempo, los británicos embarcaban los mármoles del Partenón. Más tarde, en 1897, una turba de militares británicos despojaba los marfiles de los palacios de lo que hoy es Benín. Las colecciones del Louvre (París), el British Museum (Londres) o el Neues Museum, de Berlín, están nutridas con ese expolio.
Visitantes del Museo de Pérgamo en Berlín. MAURIZIO GAMBARINI (EFE)
Visitantes del Museo de Pérgamo en Berlín. MAURIZIO GAMBARINI (EFE)
Sin embargo, los rescoldos de esos días aún humean. Infinidad de países (territorios invadidos y antiguas colonias) exigen la devolución de sus tesoros y con ellos su identidad. Turquía, por ejemplo, reclama desde 1934 dos esfinges de Hattusa (capital del imperio Hitita) que cobija el Museo de Pérgamo (Berlín). Harto de que no regresen las obras, el Gobierno turco ha creado una comisión para rastrear su patrimonio saqueado.

Todo este drama se destila en el enfrentamiento entre el Gobierno de Aragón y el de Cataluña por los tesoros de Sijena (Huesca). Aunque España también se enfrenta a reclamaciones internacionales, como la del Tesoro de los Quimbaya por parte de Colombia (122 piezas de oro que el presidente Carlos Holguín regaló al país en 1893). Vivimos en una sociedad que ha acuñado el concepto de “capitalismo artístico”. Un tiempo en el que los grandes museos occidentales blindan su patrimonio. Y pocas veces atienden a restituciones. La excusa es que ellos custodian mejor las piezas. “Cuando las obras se pueden visitar y además son accesibles al público esto ayuda a neutralizar los argumentos sobre la titularidad, porque lo importante es que tengan la mayor difusión posible”, sostiene Gabriele Finaldi, director de la National Gallery de Londres. Ese pensamiento responde a la idea de que el arte debe mostrarse allí donde lo disfruten más personas. Al otro lado de la conversación, el diálogo suena distinto. “La circulación ética y legal de los bienes culturales beneficia a los países de origen de las obras”, argumenta el arqueólogo San Hardy. “La retención de antigüedades que se extrajeron mediante expediciones de castigo es una perpetuación intolerable de la violencia colonialista”. El equilibrio entre ambos discursos parece del todo imposible.

Mientras, Grecia sigue esperando el retorno a Atenas de sus mármoles. Para albergarlos ha construido un museo e incluso se ha ganado a la opinión pública inglesa. Da igual. El British Museum cierra la puerta. “Hasta que no cambie el consejo del museo, que procede del establishment, parece difícil ver una posición distinta”, lamenta Tom Flynn, miembro del Comité Británico para la Reunificación de los Mármoles del Partenón.

Pese a todo, queda esperanza. El presidente francés Emmanuel Macron ha provocado esta semana una brecha inimaginable en el debate de la posesión del arte. En un plazo de cinco años creará las condiciones necesarias para restituir de forma “temporal o permanente” el patrimonio africano afincado en Francia. Solo el museo del Quai Branly-Jacques Chirac en París alberga 70.000 objetos del África Subsahariana. Algunos auguran un efecto llamada. “Se envía una señal peligrosa a todos los países (antiguas colonias, pero también Grecia o Egipto) que poseen bienes que, en su opinión, han sido obtenidos ilegalmente. Ahora pueden reclamarlos”, alerta Yves-Bernard Debie, un abogado experto en propiedad cultural. Aunque antes Macron deberá cambiar la ley, porque las colecciones públicas francesas son inalienables. Igual que las españolas. “Tenemos bastante suerte”, concede Andrés Úbeda, director adjunto de Conservación e Investigación del Museo del Prado, “porque no estamos afectados por las dos grandes polémicas: el expolio colonial y el nazi”. Este último ha originado un destrozo en las colecciones de pintura estadounidenses.

De momento, los países se enrocan en su legado. Quizá por el resurgir de los nacionalismos, por los altos precios de las obras o porque siempre fue una expresión de poder que separaba a quienes las tienen de quienes no. Exacerbado el sentido de posesión, se desvanece lo esencial. “El arte es una manifestación de lo común. Ni público ni privado. Como el agua o los bosques”, reflexiona Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía. Y añade: “Hay que cambiar el concepto de propietario por el de custodio”.

Pero el mundo rota en sentido contrario y cada vez es más celoso de sus tesoros. Italia exige permiso de exportación a las obras de más de 50 años, Sicilia cobra por prestar sus caravaggios y Alemania pide una licencia especial para sacar fuera de la UE pinturas cuya valoración supere los 150.000 euros. El proteccionismo se ha instalado en el arte y el planeta ensaya nuevas formas de poseerlo. Museos móviles, redes globales de préstamos, copias en alta resolución. Todo sirve para derrotar los tópicos. “Las obras maestras del mundo antiguo pertenecen a todos. Pero en una cultura basada en la propiedad este lugar común no resuelve las interminables disputas sobre su pertenencia", observa Jason Felch, experto en tráfico de antigüedades. Tal vez una solución sea quitarle el polvo a la memoria. El 90% de las obras de los grandes museos viven arrinconadas en los almacenes. “Encontrar otros relatos en nuestras colecciones, ofreciendo visibilidad a lo olvidado y oculto es una manera distinta de posesión, menos materialista y más poética”, defiende Miguel Zugaza, director de Museo de Bellas Artes de Bilbao. Esas palabras suenan hoy como un verso suelto.

Miguel Ángel García Vela: ¿De quién es el arte?, EL PAÍS, 3 de diciembre de 2017