Lo que ocurre una mañana de lunes cuando cierra el Museu Nacional d’Art de Catalunya

Danilo y Luis, dos trabajadores del MNAC, transportan el cuadro 'Joven en un interior', de Josep Maria Tamburini, nueva adquisición del MNAC. Kike Rincón

El lugar es una sala oculta tras una puerta aparentemente invisible. La pared en la que se encuentra dicha puerta está sabiamente disimulada entre otras —todas pintadas de negro— en mitad de una exposición de la pintora francesa Suzanne Valadon, que puede visitarse hasta septiembre. Ni siquiera son las 11 de la mañana, pero Danilo y Luis ya han recorrido 4,7 kilómetros entre las salas del Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) de Barcelona. “Lo normal es que caminemos entre 10 y 12 cada día”, dice uno de ellos. Más en un día como este. Lunes. El día de cierre. El día de, paradójicamente, más trabajo de la semana. De cualquier semana. Porque un museo es como un iceberg: el 70% de lo que representa —y de lo que en él ocurre— no está nunca a la vista. Está escondido detrás de puertas como la que oculta la sala en la que Danilo y Luis están moviendo un cuadro.

El cuadro es una nueva adquisición. Un tamburini —Josep Maria Tamburini— de 1882 de ligero alto voltaje. En él aparece un atractivo joven negro semidesnudo en una cama. “Creo que salió en los rayos X una moneda. Le había pintado una moneda en la boca, como queriendo decir que era un prostituto, pero luego se arrepintió”, dice Danilo. Luis y él discuten sobre el asunto. ¿Era eso lo que quería decir una moneda en la boca? La sala donde se radiografían los cuadros está allí mismo, aislada en plomo, como lo estaría en un hospital. De hecho, cuenta Carme Ramells, la jefa de restauración, que hubo un tiempo en el que eso se hacía en el hospital Clínic. Era un tiempo en que el estudio de las obras de arte empezaba a desarrollarse. Hoy es parte fundamental de lo que ocurre dentro de un museo. Y el día de la semana en el que más ocurre es el lunes, cuando cierra.

Varios trabajadores diseñan cómo transportar una escultura en el almacén de piedra del MNAC. Kike Rincón

¿Por qué? “Sería un espectáculo que estuviéramos moviendo las obras con público, aunque lo hemos hecho también porque cada vez más el museo quiere explicarse a sí mismo, y es importante que lo haga. La institución también es un relato. Un relato que contiene relatos”. El que habla es Lluís Alabern, el apasionado responsable de museografía del lugar, suerte de director de orquesta sin batuta de lo que ocurre en el MNAC cuando parece que nada ocurre. Y también cuando lo hace. Esta mañana de finales de julio sube con el tamburini junto a Danilo, Luis y la restauradora Laura Pinyol ―aparente mano derecha de Alabern; “ella será la jefa algún día”, confiesa él algo más tarde, en un almacén de esculturas— a un montacargas que, entre las tripas formadas por pasillos y puertas camufladas del museo, les llevará al laboratorio en el que se conservan las piezas.

Allí Marta Artigas, restauradora-conservadora —Así es como se conoce ahora porque ya no solo restauramos, nos anticipamos a lo que podría pasarles a las piezas ante cambios de temperatura, traslados y todo tipo de cosas”, interviene Ramells—, trabaja en un dibujo al óleo de Eveli Torent. Lo hace sobre una mesa burbuja, esto es, una mesa que se cubre, cuando es necesario, con una estructura de plástico transparente con forma de cúpula, que permite limpiar la obra con vapor sin que esta sufra lo más mínimo. En el taller se está trabajando en devolver a la vida —y a otra pared— parte de un mural románico arrancado. “Hace poco reformamos una columna del museo porque descubrimos, a partir del dibujo de un mural como este, que no era del tamaño exacto. La idea es reproducir no solo la obra, sino la sensación que debía provocar”, dice Alabern.

Para eso lo ideal sería, asegura, que pudiesen contemplarse las salas a la luz de algún tipo de velas. “Estoy seguro de que las imágenes parecerían moverse a la luz de las velas, como debían parecerlo en una iglesia románica”, continúa el experto. A Alabern, que estudió Bellas Artes e inició su andadura museística en el transporte de pinturas y esculturas, le interesa saber de qué están hechas las cosas desde niño, cuando desmontaba cualquier juguete y volvía a montarlo antes de ponerse a jugar. De alguna forma, su trabajo consiste hoy en algo parecido, dice, mientras se oye el pitido de una elevadora Haulotte. Hay un operario cambiando un foco. Poco más allá, Àngels Comella está inspeccionando con una linterna el Frontal d’Avià. “Hay una grieta ahí, lleva un tiempo, poco, y estoy controlándola”, dice, armada con un iPad en el que deja constancia de todo.

Un operario de iluminación añade un foco para iluminar una nueva restauración de arte románico del MNAC. Kike Rincón

Órgano de 34 metros

En la Sala Oval, esa especie de plaza cubierta vigilada por un espectacular órgano de 34 metros de la que parten todos los caminos en el MNAC, un grupo de arquitectos espera a que se les llame, uno a uno, para recoger lo que parece un título. “Puede que sean estudiantes. Los lunes también son días de visitas de este tipo”, susurra Alabern. En la tienda se está haciendo inventario. La cafetería está abierta. Hay un par de mesas ocupadas por trabajadores. Sergio, pintor de brocha gorda, con camiseta y pantalones blancos, manchas de colores por todas partes, observa junto a Ana Izquierdo, la coordinadora del departamento de exposiciones, cómo han quedado las pruebas en pared de los tonos que tendrán de fondo las obras de Eveli Torent que se expondrán a partir de octubre. Entre ellas figurará el dibujo que está interviniendo Marta Artigas en la sala de restauración.

He aquí una parte de todo lo que no se ve”, dice Alabern. “El museo es algo vivo, que no deja de intentar acabarse, pero nunca se acabará. Yo pasaré aquí el tiempo que dure mi carrera, y luego vendrá alguien más que seguirá tratando de dar por terminado algo que seguirá, como seguirán aquí todas estas obras cuando nosotros ya no estemos. En el fondo, son ellas las que nos ven pasar a nosotros”, añade el experto, cuya compañera más fiel es su agenda, una libreta negra con las cifras 2024-2025 serigrafiadas en la cubierta. Va con ella a todas partes. Una de las cosas que está haciendo ya es, dice, planear cómo van a trasladarse “las 5.000 o 6.000 obras” que habrá en el Palacio Victoria Eugenia —nada menos que 25.000 metros cuadrados— cuando, dentro de cinco años, se inaugure la ampliación del MNAC.

Está en el almacén de esculturas, uno de los ocho de que dispone el museo. Está rodeado de gárgolas y cornisas. “Todo aquí está esperando a ser descubierto”, continúa Alabern. “Este sitio me recuerda al final de Ciudadano Kane”, dice también. Acaba de preguntarle a Laura Pinyol si ya ha colocado la alfombra para que el tipo que va a venir a fotografiar el ábside de la Seu d’Urgell pueda hacerlo sin estropear el suelo de época. Lo ha hecho. Hoy es, sin embargo, el único día que no se friega el suelo. No tiene por qué estar limpio para ellos. Pero sí se limpian las sillas de los vigilantes de sala, y, por supuesto, el polvo que haya podido acumularse en figuras y marcos. “Se hacen todos los retoques necesarios. Repintar una pared, cambiar las bombillas fundidas. El lunes todo debe quedar hecho”, dice. Para que, al día siguiente, todo vuelva a empezar.