Gauguin y Van Gogh, una amistad tóxica

 

El otoño de 1888 se presentaba dulce para Vincent van Gogh. Llevaba unos meses, desde la primavera, elaborando un plan junto con su hermano Theo que le hacía inmensamente feliz. Le había dado forma en verano y estaba a punto de cristalizar alrededor de una fecha: “Querido Gauguin. Gracias por tu carta y gracias sobre todo por tu propuesta de venir ya el 20”, le escribe un emocionadísimo Vincent van Gogh a su amigo el 17 de octubre.

No fue el 20 sino el 23 cuando finalmente Gauguin llegó a Arlés, a la casa que Van Gogh había estado arreglando y decorando con ilusión de novia primeriza. Aquel fue uno de los malentendidos entre ambos artistas —casi el menos importante— de una serie que iba a acabar en tragedia poco antes de la Navidad de ese mismo año.

Todo había comenzado años antes cuando Gauguin y Van Gogh se conocieron en París en 1887. El primero había vuelto de su poco exitosa aventura en La Martinica y el segundo vivía con su hermano Theo, que intentaba hacer carrera y negocio en el terreno del arte. Establecidos lazos amistosos con Vincent y comerciales con Theo van Gogh, Gauguin marchó a principios del año siguiente a la Bretaña, a Pont Aven. También se mudó el mayor de los hermanos a Arlés con una idea en la cabeza a la que no paraba de dar vueltas de forma obsesiva: una comunidad de artistas donde compartieran intereses, materiales, conversaciones; donde pudieran trabajar mucho y vivir con poco; donde… No necesitaba apenas nada Vincent van Gogh para venirse arriba y este tema le ponía en todo lo alto. Entonces debió recibir noticias de que Gauguin vivía apurado también y de forma más o menos explícita pedía ayuda a Theo, que le había comprado algunas obras. Entonces tuvo la idea.

Por el mismo dinero que gasto yo solo viviremos los dos. Sabes que siempre me ha parecido estúpido que los pintores vivamos solos. Aislados siempre perdemos. En fin, esto como respuesta a tu deseo de echarte una mano. Tú no puedes enviarle lo que necesita para vivir en Bretaña y además enviarme a mí lo que necesito para vivir en Provenza”.

La teoría no sonaba mal pero había que ponerse manos a la obra: en la misma carta en la que Vincent le explicaba la idea a su hermano, incluyó un apéndice para Gauguin contándole pormenorizadamente el plan.

Una relación a dos velocidades

Vincent van Gogh está embalado, pero Gauguin se muestra cauteloso, remolonea, se deja querer… La carta que sigue a la anteriormente mencionada —escrita a finales de mayo— es del 22 de julio y comienza con disquisiciones artísticas sobre la abstracción, un clásico de las conversaciones entre ambos pintores con las que muchas veces fueron de menos a más en el camino de la tensión. La que sigue es más explícita sobre las intenciones y verdaderos intereses de Gauguin. Comienza disculpándose a principios de septiembre por escribir “con tan poca frecuencia y con tanta brevedad”; sigue con un poco de victimismo y drama —“mis deudas aumentan cada día y hacen mi viaje cada vez más improbable”—; y acaba con la pregunta: “¿Está su hermano de viaje? No he tenido más noticias suyas”. Fin. O sea: “Cordialmente suyo”.

La edición delicada, concisa que de la correspondencia entre Gauguin y Van Gogh hace la editorial La micro —utilizada como referencia en estas citas— deja todo el campo abierto a la interpretación de los buenos entendedores. Otros críticos como Pierre Leprohon son más contundentes y en su biografía de Van Gogh escribe sobre Gauguin: “No va a acudir donde Vincent por amistad, sino por interés”. Tampoco es que arriesgue mucho, ya que el propio Gauguin aclaró en estos términos al pintor Émile Schuffenecker los verdaderos propósitos de su viaje: “Facilitarme el trabajo sin preocupaciones monetarias hasta lo que él (Theo) quiera darme”.

Pero Gauguin no es el único interesado subrepticiamente en este trío. También Theo vio en esa nueva forma de vida la posibilidad de desembarazarse de su hermano, después de una época intensa de convivencias y discusiones en París. Lo apunta Ángeles Caso en el libro Gauguin. El alma de un salvaje, que le dedicó. En esta obra, editada por Lunwerg, se lee: “Ansioso tal vez de que alguien cuidase de su hermano, le había ofrecido a Gauguin una cantidad mensual a cambio de un cuadro cada cuatro semanas, pero con la condición de que se fuera a Arlés”. Por unas cosas o por otras, el caso es que los Van Gogh estaban deseando ver aparecer por allí a Paul Gauguin. ¿Qué podría salir mal?

Como esos objetos o amuletos que se reparten los adolescentes para remachar el compromiso de su amistad, también Van Gogh y Gauguin se intercambiaron retratos a petición del primero para llegar a ser besties. Así, creía este preparar el terreno a la llegada de Gauguin, que despachó el juego con frialdad y grandilocuencia. Aunque quizá grandilocuentes fueron solo las explicaciones que le dio a Van Gogh por carta: “Siento la necesidad de explicar lo que he querido hacer, no porque usted no esté capacitado para adivinarlo, sino porque no creo haberlo conseguido en mi obra”. Que si se ha pintado a lo Jean Valjean, con “máscara de bandido” y ojos de “lava ardiente que abrasa nuestra alma de pintor”; que si el fondo de flores infantiles acredita “nuestra virginidad artística”…

A todo esto hay que sumarle el retrato en una esquina del pintor Émile Bernard (que al parecer también se incluía en la rueda de intercambio) y un título largo con explicaciones que resumen en tres líneas todo lo anterior: Autorretrato con retrato de Bernard o Los Miserables. Frente a este despliegue, Van Gogh se achanta en las palabras y los pinceles, y le escribe con devoción adelantada: “No puedo estar más intrigado por verlo, aunque me parecerá, me anticipo a asegurarlo, una obra demasiado importante para que quiera quedármela como intercambio”. Unas líneas después le habla de su autorretrato “todo ceniciento”, de sus “apetitos groseros de animal”, de su ejecución brutal e inhábil”. Por si su capacidad para autohumillarse quedara aún en duda Van Gogh llama a Gauguin “jefe de este taller, del que trataremos de hacer un refugio para muchos”.

Pintar a la manera de Gauguin

“Vincent esperaba un compañero, pero le llega un maestro”, escribe Leprohon. Gauguin es mayor y quizá por ello algo más experimentado, está más viajado y tiene más éxito (o algo de éxito) con la pintura. Tanto en lo personal como en lo artístico, Van Gogh lo recibe como a un mesías. No solo lo admira sino que lo sigue… o intenta seguirlo al menos. Comparten búsquedas para superar los tentáculos del impresionismo y cada uno lo hará de una manera personal y, finalmente, incompatible con la del otro, pero a esa resolución no se llega sin titubeos y sin sufrimiento. La definición del color, el empaste, el trabajar o no del natural o con modelos, el grado de abstracción… Todo son diferencias que comienzan por enriquecer la relación pero al final acaban por minarla. Pero eso será después de que a Van Gogh se le haya pasado el hechizo, puesto que, convencido de los postulados de Gauguin y de su superioridad, comenzará a pintar a su manera, siguiendo sus pautas, tal y como le escribió a su hermano: “Gauguin, pese a él y pese a mí, me ha demostrado que era el momento de que cambiara un poco. Comienzo a componer de memoria…”.

Entre admiraciones encendidas y apagadas, visiones opuestas, enfrentamientos y rencillas, del periodo de convivencia en la Casa Amarilla, la que Van Gogh alquiló en la plaza Lamartine de Arlés, surge una producción artística que ocupará un lugar destacado en las trayectorias de ambos artistas: desde los girasoles que Van Gogh pintó para decorar la habitación de su amigo, como la propia Casa Amarilla o la famosísima habitación, toda entera o con sus elementos por separado —las sillas, por ejemplo—, la terraza del café y el propio café del que existe una versión de Gauguin y otra del propio Van Gogh, por no hablar de los mencionados retratos y uno más que Gauguin pintó de su amigo mientras este pintaba girasoles.

En el libro Antes y después, una especie de memorias en las que Gauguin relató minuciosamente su estancia en la Casa Amarilla —incluido el escabroso asunto de la oreja cortada— este dedicó unas palabras a esta obra: “Tuve la idea de retratarle mientras pintaba el bodegón, [a él] le gustaban tanto los girasoles. Y cuando el cuadro estuvo terminado, me dijo: ‘Este soy yo, ciertamente, pero yo enloquecido’».

La cólera de dos dioses

El 11 de diciembre, Van Gogh escribe a su hermano lo que lleva semanas pasando y sintiendo: “Yo creo que Gauguin está desilusionado con el buen pueblo de Arlés, con la casita amarilla donde trabajamos y, sobre todo, conmigo. En efecto, hay aquí, tanto para él como para mí, graves dificultades que hay que vencer. Pero estas dificultades están más dentro de nosotros mismos que en otra parte. Yo creo que o bien se irá definitivamente o bien se quedará definitivamente”. La solución viene rápido. Un día después Gauguin anuncia por carta al menor de los hermanos que se marcha, que aquello no funciona, que no pueden convivir por incompatibilidad de caracteres.

Debieron ser unos días finos, que terminaron abruptamente con los hechos del 23 de diciembre de 1888. Lo que se sabe, se sabe sobre todo porque Gauguin quiso que se supiera y relató los hechos pormenorizadamente en su Antes y después. Es bien conocido el final, Van Gogh acabó mutilándose después de un encontronazo con Gauguin —“me volví en el momento en que Vincent se precipitaba hacia mí con una navaja de afeitar abierta en la mano”— y entregando un fragmento de su oreja cortada a una prostituta de la casa que frecuentaban. Refiere Gauguin otro incidente anterior que no es tan conocido, pero al que le saca jugo Pierre Leprohon. Una noche, en el café, tomando absenta, Van Gogh habría tirado el vaso a la cara de Gauguin, que habría esquivado el golpe. En este gesto Leprohon ve el estallido del hombre rebelde que comprende de repente. En su minuto de lucidez, Van Gogh habría descubierto que Gauguin no solo no compartía sus intereses en una comunidad artística, sino que no estaba ni siquiera interesado por su trabajo, que todo había sido un paripé. Interesado más bien únicamente en sí mismo, Gauguin había intentado —y casi conseguido— que él cambiara su forma de pintar, sus postulados, sus principios. “Vincent lanza a la cara de Gauguin esta absenta, posiblemente porque la considera tan perniciosa para su cuerpo como sus teorías y sus consejos lo son para su espíritu y su arte. Este gesto es la rebelión del insumiso, es el rechazo”.

‘Cristo en el huerto de los olivos’, Paul Gauguin. 1889

El incidente de la oreja cortada acabó con la separación de los dos colegas, pero no con su relación. Muy poco después de los hechos, el 4 de enero, Vincent Van Gogh le remite a Gauguin una nota muy breve. “Aprovecho mi primera salida del hospital para escribirle dos palabras de amistad bien sincera y profunda”. Solo le hace un reproche: haber avisado, molestado quizá, a su hermano Theo y una petición: “que se abstenga de hablar mal de nuestra pobre casita amarilla”. Gauguin le responde a mediados de mes con dos cartas. En la primera le alaba el estilo de los girasoles, le da consejos de pintura… En la segunda le pide que le envíe todo aquello que dejó abandonado en su huida o en su regreso. Y le da un par de direcciones.

Más allá de las cartas, también las disquisiciones artísticas de los dos amigos-enemigos continuaron. Gauguin pinta un particular Cristo en el huerto de los olivos. Sabe que es un tema que a Van Gogh le toca personal y profundamente. Lo ha tratado, trabajado y peleado artística y vitalmente. Lo ha hecho a su modo, bebiendo del natural y pasando sus impresiones por el filtro de su sufrimiento personal. No ha tenido éxito en plasmarlo, pese a identificarse con el Cristo doliente del huerto de los olivos. Gauguin, en cambio, no solo ha alumbrado un cuadro con esa temática y le ha dado ese título sino que, en una troleada monumental se ha pintado a sí mismo como a un Dios, en primer plano y como protagonista absoluto, pero con el pelo llamativamente rojo: la marca de Van Gogh. “Para sacudirme esto de encima —escribe Vincent Van Gogh a su hermano a finales de noviembre de 1889— he estado trasteando en los olivares mañana y tarde en estos días luminosos y fríos […]. Lo que he hecho es un realismo más bien áspero y tosco al lado de sus abstracciones, pero sin embargo impartirá la nota rústica, y olerá a tierra”.

GÓMEZ RODRÍGUEZ, P.: Gauguin y Van Gogh, una amistad tóxica, El Confidencial, 5 de septiembre de 2024