Rosario de Velasco, la alegría de pintar

'Adán y Eva', detalle, 1934 (Museo Rena Sofía/ Todas las imágenes © Rosario de Velasco, Vegap)

La pintura es la vida que sucede. En la casa, en la familia, alrededor de lo cotidiano. A la altura de la emoción de la mirada que sólo pretende ser honesta, lectora libre del rigor de la Historia del arte, y a su manera autónoma de modas imperantes. Su único lenguaje es la verdad y el goce de la pintura. Es una buena manera de explicar la obra de Rosario Velasco, rescatada de colecciones privadas por los comisarios Toya Viudes de Velasco y Miguel Lusarreta para la exposición del Museo Thyssen-Bornemisza, abierta hasta el 15 de septiembre y que después se verá en Valencia.

Treinta cuadros, creados entre los años 20 y 40, propiedad de colecciones privadas, herencias afectivas en la que un cuadro es parte de la memoria de las historias sobre una mujer moderna e independiente, apagada por voluntad propia dentro de una política a la contra de ese modelo femenino. Rosario de Velasco, próxima al grupo de las Sin sombrero, sin la rebeldía personal y plástica de Maruja Mallo, más cercana a Ángeles Santos, con la que compartió un clasicismo figurativo y la idea de estar cerca de la realidad mientras se pinta, no se adentró en el surrealismo ni tuvo que marcharse.

'Lavanderas', 1936 (Colección privada)

Rosario de Velasco optó por la vanguardia neorrealista e hizo hogar de su talento artístico. No dejó de expresar su pintura coloquial, sus interpretaciones plásticas de temas bíblicos, la relectura de los maestros a los que guiña en sus lienzos, pero cada cuadro, cada dibujo, fue una alhaja guardada en su joyero secreto, y en ocasiones la generosidad de un regalo familiar. Afortunadamente su talento y singularidad han vuelto al foco de la pared del arte.

1924, un Autorretrato sencillo, austero, sujeto a la expresividad académica del trazo, atmosférico el color, lo que importa es el desafío de la mirada de una mujer que se sabe y se piensa. Recuerda la fuerza psicológica de Durero y del Autorretrato de Sofonisba Anguissola 370 años antes, el carácter, la determinación, los ojos que preguntan al arte. Un preludio de la joya de la exposición Adán y Eva de 1932, segundo premio en la Exposición Nacional de Bellas Artes porque el primero no se le había dado nunca a una mujer.

Un lienzo de realismo íntimo, repleto de resonancias simbólicas en la diagonal de miradas de la pareja, paradigma de la perspectiva y el escorzo de Mantegna, también en el tratamiento de los rostros, en la contundencia del dibujo que modela las figuras, poderosas en su aura. Excelente el lirismo simbólico de la emoción que los une, y la atmósfera de sus colores lavados en contraste con la corporeidad de las formas, y que presagia Jóvenes y un pescador del malagueño Ponce de León, cuatro años más tarde.

La artista pintando 'Lavanderas' (Archivo familiar Rosario de Velasco)

Nunca es inocente la pintura, y por sus puentes transita cada artista. Lo vemos en Las Lavanderas, deudor de Botticelli maravilloso en el control del espacio, el movimiento de las figuras, la calidad pictórica que tanto le importaba, el aire de realismo mágico en la urdimbre de este cuadro que permite sentir un aire de felicidad entre las figuras y sus acciones equilibradas en un plano de secuencias, pespuntado por susurros compartidos, y la canción de la naturaleza. La plenitud femenina, su belleza y su misterio, esbozados con manierismo italiano en el protagonismo del exquisito dibujo en calma –fantástico en su Maternidad de 1933– el orden de la línea que se desenvuelve suave a sí misma en el halo del color de Mujer con toalla de 1934.

Casi un perfecto estudio preparativo de la joven que se acicala protagonista en Gitanos (1934) con la resonancia habitual de la pareja bucólica en la que el hombre está en un segundo plano, y la presencia del paisaje arcádico del espacio como hábitat, al igual que en los cuadros anteriores. Todas las piezas nombradas coinciden en el trasfondo poético que emanan, sustentado en la vida que fluye alrededor, sin estridencias. 

Rosario de Velasco tenía siempre a mano en su mesita de noche Una grulla en la taza de té, del Nobel japonés Yasunari Kawabata. Una novela de prosa delicada, uso exquisito del lenguaje, atención al detalle, descripciones atmosféricas y personajes dibujados con una densidad psicológica. ¿No son características del universo y los tonos de su pintura?

Domina la composición, y le gusta que a veces el color sea un relámpago, como en La matanza de los inocentes (1936) en la que resalta el manto de la mujer en el epicentro de una coreografía del drama que recuerda el mismo tema tratado por el Veronés y por Guino Redi, en un encuadre muy similar, aunque en la obra de Velasco se percibe que todas las mujeres son la misma mujer, y el dolor de la madre. De nuevo el simbolismo en su pintura.

'Cosas', 1933 (Colección privada)

Hay otras veces en las que su mirada coquetea con el cubismo de Braque en Cosas de 1933, el mismo año de El retrato del doctor Luis de Velasco con insinuaciones a la pintura holandesa en el paisaje de la ventana, y a De Chirico con la composición arquitectónica del fondo de la sala, y como espacio mental. No desmerecen en la muestra la ternura del trazo de sus dibujos al óleo sobre la infancia de colores etéreos.

Un acierto que Rosario de Velasco haya salido de su exilio interior y de la invisibilidad de la mujer en el arte, y disfrutemos de una obra que transmite su alegría de pintar.

Rosario de Velasco 

Comisarios: Miguel Lusarreta y Toya Viudes de Velasco. 

Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. 

Hasta el 15 de septiembre. Del 7 de noviembre al 16 de febrero de 2025 podrá verse en el Museo de Bellas Artes de Valencia

BUSUTIL, Guillermo: Rosario de Velasco, la alegría de pintar, La Vanguardia, 31 de agosto de 2024