El desorbitado precio de construir El Escorial, «la octava maravilla del mundo»

Ni siquiera la intermitente hostilidad entre Inglaterra y el Imperio español de la época pudo hacer que el viajante e historiador galés James Howell disimulara su asombro ante la «solemnidad y simetría de la octava maravilla del mundo»: El Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. «Nada allí es vulgar. Un mundo de cosas maravillosas que me dejó completamente encantado. Basta decir que si se quieren ver todas las estancias de la casa, es necesario recorrer 18 kilómetros», dejó escrito el galés tras visitar el palacio a principios del siglo XVII. Pero una cuestión acompañó al extranjero durante su estancia: ¿Qué había movido a Felipe II a «malgastar tanto dinero allí»?
Pintura de la época de la construcción del Monasterio de El Escorial, desde su fachada principal
Pintura de la época de la construcción del Monasterio de El Escorial, desde su fachada principal
La inquietud de James Howell era acertada. El Escorial había costado una cifra de oro fuera del alcance incluso del Imperio español, que pasaba por ser la mayor potencia de Europa en esos años. No en vano, las razones para construir el monumento nunca fueron un secreto. Felipe II aprovechó la batalla de San Quintín, el 10 de agosto de 1557 –festividad de San Lorenzo– contra los franceses para levantar un monumento funerario a la altura de los Habsburgo españoles en conmemoración a la victoria. El palacio, además, era el sueño de juventud de un Monarca aficionado a la arquitectura que promovió la creación de una decena de edificios de grandes dimensiones por toda la Península Ibérica. Y cabe recordar, como recordó un artículo de ABC hace pocos meses, que pudo haber un componente teológico en la decisión de construir un Templo de Salomón moderno precisamente en la sierra madrileña.

Tras 21 años, las obras terminaron de forma oficial en septiembre de 1584 con la apertura de la basílica, aunque se alargaron por diez años más en otras estancias. A la vista de todos, Felipe II lloró mientras asistía a la consagración de la basílica, después de la cual los obreros empezaron a desmantelar los andamios y las grúas de madera. Según fray Antonio de Villacastín, obrero mayor del tempo, en los años claves de la obra habían trabajado de ordinario «1.500 oficiales de la construcción, y otros tantos peones, 300 carros de bueyes y mulas» que cobraban 10.000 ducados. Y en total, el obrero mayor calculaba que el Rey había gastado seis millones y medio de ducados en los 35 años necesarios para finalizar por completo la edificación.

Sin embargo, esta cifra, que representaba más de los ingresos de Castilla durante todo un año –reino cuyo oro y plata traídos del Nuevo Mundo servían de motor económico del Imperio español–, se queda corta respecto a las estimaciones de otros contemporáneos de Felipe II. El belga Jehan Lhermite elevaba el precio de El Escorial hasta los 9 o 10 millones de oro y señalaba que «a Su Majestad no le gustaba que se supiera a ciencia cierta el valor preciso y concreto de la obra». Quizá se avergonzaba de los excesos que James Howell también había apreciado durante su visita: «Hay un centenar de monjes, cada uno de ellos con su criado y con su mula, una multitud de oficiales y cortesanos, y tres bibliotecas, dotadas de un selecto surtido de libros». Desde luego el galés exageraba ligeramente en las dimensiones, pero acertaba en el análisis: el Rey no había escatimado en gastos para levantar su gran obra. Villacastín afirma que entre 1562 y 1597 invirtió 13.000 ducados solo en estatuas de miembros de la Familia Real, 20.000 en sillas para el coro de la iglesia, y una larga lista de gastos.

Cualquier intento por dar un equivalente actual a los seis millones y medio de ducados que apunta Villacastín es una tarea casi imposible. Una forma imperfecta, puesto que no tiene en cuenta la variación del precio relativo del oro a lo largo de los cuatro siglos que han pasado, es calcular el precio del metal gastado. El ducado era una moneda de cuenta, es decir que no corría físicamente como lo hacía la plata, que equivalía aproximadamente a 0,112 onzas de oro por unidad.Al precio de 1.008.38 euros la onza en el mercado actual, cada ducado valdría 90,03 euros. Según lo planteado, el peso en oro de los ducados que costó El Escorial se traduciría hoy en más de 585 millones de euros.

Demasiado para la maquinaria imperial. La Monarquía hispánica pasaba por ser la mayor potencia de Europa, en parte por la infantería y los recursos económicos que el Reino de Castilla puso a su alcance. A diferencia de otros reinos que conformaban el imperio que, como Aragón, mantenían cierta independencia económica, Castilla estaba indefensa ante las presiones de los Habsburgo. Felipe II heredó una deuda de su padre de unos veinte millones de ducados, y dejó a su sucesor una cantidad que quintuplicaba esta deuda. Durante su reinado, la Hacienda Real se declaró en bancarrota tres veces en 1557, en 1575 y en 1596, un año antes de terminar las obras del templo, aunque técnicamente se trataban de suspensiones de pagos. Por supuesto, el máximo damnificado del progresivo endeudamiento de la Corona –especialmente con banqueros alemanes y genoveses– fue Castilla, cuya población vio como la carga fiscal aumentó dramáticamente en pocas décadas.

Así y todo, el mayor perjuicio causado por las obras del real monasterio fue lo que el historiador Geoffrey Parker califica en términos de economía moderna como los «costes de oportunidad» generados por tener a un gobernante dedicado tantos años a supervisar en persona una construcción. En su libro «Felipe II: la biografía definitiva», el hispanista apunta que el Rey tenía una personalidad obsesiva a causa de una educación muy severa que, según Sigmund Freud, crea mentes inseguras y temerosas. Su comportamiento durante las obras de El Escorial confirma este punto. El Monarca, absorto en los detalles e incapaz de delegar en otras personas, se encargó de tareas consideradas mínimas para alguien destinado a asuntos de estado. «Su Majestad quiere hacerlo todo y verlo todo, sin confiar en nadie más, ocupándose él mismo de tantos detalles nimios que no le queda tiempo para resolver lo que más importa», observó con acierto uno de sus más fieles consejeros, el cardenal Granvela.

La construcción de El Escorial estaba estructurada de tal modo que cualquier cambio que los aparejadores realizaran en los planos originales, por muy leve que fuera,debía ser antes consultado al Monarca. El sistema generó una lenta cadena de montaje donde todos los trabajadores seguían las mismas trazas para que el Rey pudiera controlar cada avance. Y aunque el proceso era enormemente fatigoso, la característica visual más llamativa de la edificación, la uniformidad, se consiguió precisamente con esta medida.

En la actualidad, el Real Monasterio de El Escorial es el proyecto más representativo del reinado de Felipe II, pero su legado urbanístico va más allá y es uno de los más recordados en la historia del país. Entre sus obras más destacadas están la Catedral de Valladolid, la Casa de la Moneda de Segovia o la Ciudadela de Pamplona.