El pintor en el cine

Viendo películas sobre pintores uno se da cuenta de lo difícil que es mostrar los procesos creativos en el cine, incluso los visuales, y también de que el mundo de ahora no sabe qué hacer con el trabajo del artista, y menos todavía con el oficio cada vez menos considerado de la pintura.

El cine es movimiento, y un pintor se pasa mucho tiempo no haciendo nada, solo mirando, o absorto en sus cosas. Una gran parte de la invención de una obra sucede a grandes profundidades en las que no se puede proyectar ninguna luz directa. Y la vida real de un artista no suele dar mucho de sí como materia novelesca o intriga cinematográfica, a no ser que se recurra al estereotipo del genio, a medias bruto y a medias visionario, atormentado, desquiciado, rondando la locura o sucumbiendo a ella, 

emborrachándose, tomando drogas, suicidándose. Está también el genio que actúa como manager y relaciones públicas de su propia genialidad, a la manera de Salvador Dalí y después de Andy Warhol, a la vez astuto y estrambótico, interrumpiendo de vez en cuando la tarea de contar dinero para dar unos cuantos volatines de circo que refuercen su personaje y lo que podría llamarse su imagen de marca.

Y viene por fin, ya en la completa sumisión del arte a las celebridades de la moda y al comercio de lujo, ese artista tan volcado en el suministro de artefactos para multimillonarios de la mafia rusa y similares que ya no tiene tiempo, ni ganas, ni necesidad, de cultivar ninguna extravagancia, y se presenta como un alto ejecutivo de sí mismo, como un gerente de fondos de inversión de máxima rentabilidad, aunque de carácter visiblemente especulativo: Damien HirstJeff Koons.

Vi en The New York Times un reportaje sobre Jeff Koons, en su casa del Upper East Side, y noté, examinando con cuidado las fotos, que tan solo un detalle la distinguía de las casas semejantes de megarricos que abundan en el vecindario: a diferencia de los dueños de cualquiera de ellas, Jeff Koons no colecciona perritos hinchables de aluminio, ni esculturas en porcelana de Michael Jackson y su chimpancé Bubbles,ni estanterías con botes y cajas de medicinas, sino cuadros al óleo de antiguos maestros, con marcos barrocos dorados, escenas de Watteau, paisajes impresionistas.

Timothy Spall, en el papel del pintor Turner en la película dirigida por Mike Leigh
Timothy Spall, en el papel del pintor Turner en la película dirigida por Mike Leigh
He ido a ver Mr. Turner, porque me gusta mucho el cine de Mike Leigh y la pintura de Turner, y me he dado cuenta de que, en un mundo en el que cada vez hay menos sitio para la pintura y para los pintores, una película sobre la vida de uno de ellos ha de ser más inverosímil que nunca, más aún que cuando Vincente Minelli intentó que Kirk Douglas se pareciera a Vincent van Gogh y Anthony Queen a Paul Gauguin, o cuando a Anthony Hopkins le añadieron una calva postiza y sobre ella una boina para disfrazarlo de Picasso.

En los años cincuenta, en los ochenta, la pintura aún despertaba expectativas, provocaba entusiasmo y respeto. Ahora un pintor, un pintor imaginado en una película, investido con el crédito de solidez documental de una suntuosa ambientación histórica, resulta ser un sujeto de maneras brutales y porte tosco de antropoide que se expresa con gruñidos roncos, y del que sabemos que es J. M. W. Turner sobre todo porque cuando mira el campo o el mar o el atardecer ve de antemano en ellos cuadros evidentes de Turner. Su talento es un don inexplicado e inmerecido, como el del Mozart risueño y medio idiota de la película de Milos Forman. De vez en cuando este Turner saca un cuaderno y hace un dibujo tan sumariamente como si tomara una foto con un teléfono móvil. De vez en cuando, para que admiremos su ruda autenticidad, corrige el óleo todavía fresco de un cuadro con los dedos, o escupe gruñendo sobre él. En un almuerzo formal come con la boca abierta y se le cae de la boca la comida, manchándole el chaleco. A una criada que pasa cerca de él la palpa groseramente sin dirigirle la palabra ni mirarla a los ojos. Le entra una urgencia sexual, como a un orangután en celo, y se arrima a la criada por detrás, siempre gruñendo, con gorgoteos de lujuria zoológica, y luego se aparta, concluido el acoplamiento, la cabeza baja y los brazos colgando.

Es cierto que Turner no tenía un aspecto refinado. En los retratos de sus contemporáneos, y en sus testimonios escritos, se perfila un hombre ancho, fornido, de rasgos duros, de nariz aguileña. Su padre había sido barbero, y su madre venía de una familia de carniceros. Se crió en las calles populares de Londres, en los mercados y en los muelles de la orilla del Támesis, y parece que tenía un fuerte acentocockney. Pero se educó desde niño en la Royal Academy y en sus viajes por Francia, Holanda e Italia estudió de cerca a los grandes maestros que le ayudaron a formar su estilo, mucho más enraizado en la tradición de lo que ahora nos gusta pensar.

Padecemos lo que el historiador A. J. P. Taylor llamó "condescendencia hacia el pasado": para admirar a un artista de otra época le atribuimos el anacronismo de haber anticipado nuestro tiempo, como esos profetas bíblicos de los que se celebra no el coraje de sus predicaciones contra el abuso de los poderosos, sino el supuesto vaticinio del nacimiento de Cristo varios siglos después. Monet y Rothko no habrían existido sin Turner. Pero con quienes Turner se medía era con Tiziano, con Rembrandt y los paisajistas holandeses, con Veronés, con Watteau, con sus contemporáneos. Y aunque también es cierto que no tenía don de palabra, estaba muy lejos de ser un ignorante bendecido por el instinto, ese bárbaro genial de las leyendas románticas y de las películas en tecnicolor sobre pintores torturados. El punto de partida de su inspiración fue muchas veces la mitología y la literatura clásica. Leía a Virgilio, a Shakespeare, a Milton, a Lord Byron, y estudió con detalle los mármoles recién robados en el Partenón y llevados a Londres. Incluso planeó y escribió borradores de un poema épico con un título extraordinario: 'The Fallacies of Hope'.

El secreto verdadero de Turner no es otro que el de la vocación y el oficio, la perseverancia del aprendizaje, la disciplina y la entrega y el disfrute pleno y exclusivo de esa tarea a la que alguien le dedica la vida entera. Fue un hombre retraído y con la edad se volvió más huraño, pero hay testimonios de que le gustaba cenar y conversar con amigos y de que tenía un gran talento para relacionarse con los niños. Un compañero de viaje en una diligencia, que al principio no sabía quién era, lo describió como un hombre menudo y jovial que no paraba de asomarse por la ventanilla para mirar el paisaje ni de dibujar en su cuaderno a pesar del traqueteo del camino. Dejó más de quinientos cuadros y miles de dibujos y acuarelas. En un mundo dominado por los especuladores y por los impostores, nada es más extraño, ni más inverosímil, que esa dedicación asidua y solitaria al trabajo en la que consiste la vida de un pintor.

Antonio Muñoz Molina, El pintor en el cine, EL PAÍS-Babelia, 29 de diciembre de 2014