La cuchillada de Joan Miró
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El falso 'Personnage Oiseau', de Miró. |
En
la bohemia literaria y artística de los años cincuenta del siglo
pasado, tres golfos de renombre, el periodista César González-Ruano, el
novelista Camilo José Cela y el pintor Manuel Viola, vivían en la misma
finca de la calle Ríos Rosas 54, de Madrid. Viola pertenecía al grupo
El Paso y solía aparecer simpático y agitanado por la barra del café
Gijón con su novia Sandra, que se hacía pasar por hija de Negrín. Allí,
con un vino en la mano y la voz desgañitada, este pintor proclamaba que
en realidad él vivía solo de copiar al Greco. Le bastaba con agrandar
las pinceladas y los colores de un pequeño fragmento de la manga de
cualquier personaje de El
entierro del Conde de Orgaz y
la obra se convertía en el mejor ejemplo de expresionismo abstracto.
No
se sabe de cuál de estos tres impostores partió la idea de falsificar
obras de artistas famosos. De hecho, Viola tenía una excelente mano y
la frivolidad suficiente para entrar en este juego insensato; por su
parte, Cela y Ruano poseían la labia y el cinismo necesarios para
colocar estos cuadros falsos a cualquier ricachón desprevenido. No
consta el número de falsificaciones de Viola que lograron meter en el
mercado. Se sabe que al final de esta peripecia Cela conservó un óleo
falso de Joan
Miró y después de
los años, cuando el escritor se instaló en Mallorca, lo colgó en una de
las paredes de su casa de la Bonanova.
Joan
Miró, uno de los pintores más excelsos y quizá el más complicado del
siglo XX, ha tenido que soportar que espectadores fatuos e incapaces de
contemplar la pintura sin prejuicios le tomaran por un impostor. Sin
duda, habrán sido innumerables las veces que ante un cuadro de Miró el
correspondiente patán habrá exclamado: “Esto lo pinta mejor mi hijo”.
Este juicio banal entre la risa y el escarnio se debe a que la
simplicidad primaria de las formas de Miró, sus imágenes ingenuas y sus
colores poéticos se confunden con la espontaneidad infantil si no se
sabe distinguir entre las formas y su representación.
Los
dones de la infancia son el color puro y la magia. Un círculo rojo,
negro o amarillo, la luna, un pájaro, las estrellas, el sexo femenino,
la difusión de las constelaciones con un equilibrio algebraico, las
asociaciones surrealistas e ilógicas que se establecen entre la poesía
y el ritmo casi musical de las formas, ese conjunto de signos que
germinan espontáneamente al ser creados, es el lenguaje de Joan Miró
reconocible en cualquier parte del mundo. Esa aparente simplicidad es
muy engañosa y complicada, muy difícil de falsificar, pero no de robar.
La
institución financiera de La Caixa, tan alejada del espíritu ingenuo e
infantil, se ha servido de un logotipo de Miró para expresar una idea
de felicidad a la hora de depositar confiadamente el dinero en sus
arcas. Su círculo rojo ha pasado a ser la representación del sol de
España asimilado al turismo. Los diseñadores han usurpado la estética
de Miró, sus formas y colores, para ponerla a través de toda clase de
anuncios y carteles a disposición de bancos, empresas multinacionales,
marcas deportivas, agencias de viajes, compañías de petróleo,
gasolineras, hospitales y ferias. La pintura de Miró ha atravesado
todas las tragedias del siglo XX como un globo de colores y aún sigue
fluctuando sobre un cúmulo de negocios limpios o sucios, contaminantes
o ecológicos.
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Parte trasera del falso 'Personnage Oiseau', de Miró, en la que el pintor escribió después una dedicatoria a Camilo José Cela. |
En
medio de aquella tropa enloquecida de surrealistas que surgió en París
en la época de entreguerras, cada uno pugnaba por lanzar la proclama
más detonante. Asociado a ese movimiento, durante una manifestación
contra Dios, la patria y el patrón, Joan Miró se limitó a gritar:
“¡Abajo el Mediterráneo!”. Era todo lo que se le ocurrió para expresar
la congénita rebeldía, pero su pintura se ha alimentado de esas noches
estrelladas del sur cuando el sexo femenino aparece colgado como una
lágrima de un cuerno de la luna, y sus esculturas han partido de los
troncos de los algarrobos, de las rocas y los cantos azules rodados
entre la fantasía y el humor.
Frente
a ese mar de Mallorca, en la partida de Son Abrines, tuvo su estudio
Miró en los últimos años de su vida. Valiéndose de la amistad y del
prestigio social, un día Camilo José Cela prepotente le llevó al taller
el cuadro pintado por Viola para ver si pillaba al anciano dubitativo o
desmemoriado y lo certificaba. Una golfería más. Joan Miró reclinó el
cuadro contra el respaldo de una silla y lo contempló de cerca durante
un silencio largo, que a Cela le hizo concebir esperanza. Mientras el
escritor ya se relamía como un gato ante un veredicto favorable, Miró,
sin decir palabra, se acercó a un tablero lleno de cachivaches del
oficio y anduvo rebuscando el instrumento que necesitaba para emitir el
certificado. Volvió hacia el cuadro, se sacó la espátula del bolsillo y
rasgó el lienzo de arriba abajo de un solo y rabioso navajazo. El
cinismo de Cela acudió de nuevo en su ayuda. “Joder, al menos la
cuchillada es auténtica”, exclamó.
Muchos
cocodrilos han entrado a saco en el mundo de Miró y se han apropiado de
sus símbolos de la felicidad y de la alegría de vivir. Se trata de
imaginar la cantidad de navajazos que habría que dar a todos esos falsos mirós que cubren con sus formas
ingenuas y colores poéticos toda la miseria de la vida y la basura de
la ciudad, como una ráfaga de aire incontaminado.
Manuel Vicent: La cuchillada de Joan Miró, EL PAÍS, 2 de febrero de 2015