Batallas bailadas

La exposición La batalla de los géneros, inaugurada hace unos días en Galicia, plantea una visión seria y amplia del arte frente al sexismo. Artistas hombres y mujeres abordan los papeles sociales que se les impone con actitudes y trabajos radicales.

Mary Beth Edelson: La Última Cena

Hace tan sólo un par de años resultaba difícil pensar en un tema más aplazado para una exposición que el feminismo y, sin embargo, en los últimos meses se han ido sucediendo, como por efecto dominó, diferentes visiones llamadas a reconsiderar y recuperar los legados históricos del momento culminante de una revolución apoyada en una fuerza emocional demoledora. A este respecto, la bienal de Venecia de Rosa Martínez no fue gran cosa, una nota al pie, o peor, una ocasión perdida que empañó, a escala internacional, el reconocimiento de una estética que redefiniría los términos esenciales del arte de las últimas décadas del siglo XX y sin la cual no habría existido la posmodernidad. Dos exposiciones en Estados Unidos, una en Suecia, dos en España y un simposio en el MOMA (a las que se añadirá, en 2009, la revisión que prepara el Macba) han rastreado con mayor o menor acierto el "matrilinaje" en la historia del arte. Una genealogía que tiene poco que ver con la imagen de la mujer como "muñeca rota" y más con la idea de jouissance y esa intensidad extraña y burlona que llevó a la célebre anarquista Emma Goldman, considerada por la prensa norteamericana de la época "la mujer más peligrosa del mundo", a afirmar: "Una revolución que no me permita bailar no es merecedora de luchar por ella".

El feminismo no es un movimiento. Es un estilo de vida. Somos capaces de ver en las pinturas puntillistas creadas por mujeres aborígenes las leyendas de la historia del mundo tal y como las relataban algunas de las personas más pobres pero resistentes del planeta, y enlazarlas con la crítica al cruento colonialismo en la obra de feministas actuales, como Kngwarreye y Kathleen Petyarre, y a su vez con los trabajos fotográficos de Cindy Sherman o Tracey Moffatt. La teórica Laura Cottingham insinúa que lo único en lo que coincidían todas las artistas feministas de los años setenta era en el convencimiento de que el sexismo deformaba todos los aspectos del arte: desde la teoría sobre la historia hasta su economía de mercado. También denunciaron la ceguera de los comisarios de exposiciones, incapaces no ya de exhibir sino de ver el arte hecho por mujeres.

En La batalla de los géneros emerge como expresión principal la capacidad del feminismo para pulverizar las oposiciones estructurales que avalan el sistema de sexo/género (en su relación con la raza, el territorio, la clase y la religión). Un segundo aspecto es la revisión de lo que generalmente se entiende por masculinidad. A nadie debería extrañarle la propuesta de Juan Vicente Aliaga para el CGAC, ya que el curador valenciano no sólo ha hecho lo que se esperaba de él, a saber, la defensa del activismo feminista; también ha tenido la habilidad de trasladar sus inquietudes intelectuales a su propio campo de batalla. En este sentido, La batalla de los géneros tiene más de ochenta que de setenta, y más de ética (retorno al cuerpo, la mujer como arma carnal de la guerra) que de política. Lo que, por otra parte, confirma cómo el movimiento homosexual y los queer studies (en parte a causa de la epidemia atroz del sida) estuvieron profundamente ligados a las feministas y a la historia del feminismo.

Estarán por llegar las críticas que, desde las voces más puristas y narcisistas del feminismo, impugnen la exhibición de los trabajos de Carlos Pazos, Urs Lüthi, Jürgen Klauke, Samuel Fosso, Juan Hidalgo, Carlos Leppe o Michel Journiac al lado de los de Ana Mendieta, Nancy Spero, Judy Chicago, Gina Pane, Valie Export o Fina Miralles. No hay objeción al trabajo de Aliaga. Su comisariado es honesto, sobrio, alejado de la insipidez y superficialidad de otras muestras de parecido corte que han hecho guiños a un mercado efervescente que domestica, estetiza, o en el peor de los casos devora, a artistas profundamente radicales y periféricas. Quienes hayan visto las últimas obras de Mary Kelly en la Documenta XII sabrán de qué estamos hablando.

La exposición del CGAC se distribuye en doce apartados. Comienza con una sala en la que se expone material procedente de algunas de las performances e instalaciones que tuvieron lugar en Los Ángeles en 1972 bajo el impulso de Judy Chicago, Miriam Schapiro y Faith Wilding con la idea de darle una dimensión política a lo personal -el acoso sexual, el maltrato, las alienantes tareas domésticas, el deseo sexual de la mujer- y concluye con la revisión de los mitos fundadores de la humanidad, con trabajos como el de Ulrike Rosenbach y sus investigaciones sobre la iconografía de Hércules o Mary Beth Edelson y su visión feminista de La Última Cena. Carolee Schneemann resucita a las deidades femeninas y Shigeko Kubota se burla del expresionismo abstracto al crear un nuevo mundo a sus pies con un pincel atado a su vagina. La desarticulación del cuerpo y la violencia sufrida por las mujeres aparecen en la obra de Mendieta y Semiha Berksoy; la correspondencia de las formas naturales con la genitalidad vaginal dan sentido a los trabajos de Monica Sjöö y Judy Chicago. Anna Bella Geiger resalta la importancia de identificarse con las formas de vida de las comunidades indígenas, mientras Cosey Fanni Tutti explora en carne propia los entresijos de la pornografía y Eleanor Antin, Ewa Partum y Sanja Ivekovic ponen en evidencia las constricciones de la belleza.

Con La batalla de los géneros aprendemos una vez más que el feminismo es una manera de vivir. Una promesa.

Batallas bailadas, El País - Babelia, 22 de septiembre de 2007 (texto de Ángela Molina)