Sentido y reverencia
Un recorrido crítico por la reordenación de la colección del Museo Reina Sofía considera que se ha dado un importante vuelco conceptual en el que aún caben algunos ajustes.
El director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, delante del Guernica, de Picasso. Gorka Lejarcegi
El enigma y la fuerza de una colección residen en el misterio de su personalidad y en la aureola que le imprime esa cabeza que la piensa, incluso cuando ésta lucha con lo extraño del texto hasta temer a su propia inteligencia. La historia -las historias- del arte que Manuel Borja-Villel descubre y redescubre en el Museo Reina Sofía tienen el efecto de la intuición: su capacidad de invención y de anticipación, su deseo de ser diferente, su licenciosidad, nunca ofensiva, y su vanidad narrativa obedecen al mismo impulso: una conmovedora observación para alumbrar los paraísos perdidos de los estetas, esto es, los artistas.
El recorrido por las cuatro plantas del MNCARS es el resultado de un trabajo sincero, aunque ya sabemos que la sinceridad no conduce necesariamente a la verdad, pero sí al sentido. Es también sincera la voluntad de afirmar que Borja-Villel ofrece un discurso mucho más convincente que cualquiera de sus predecesores, en particular cuando reemplaza a lo religiosamente correcto -el tiempo homogéneo y ese canon penosamente familiar- por unas coordenadas ligadas a la memoria y al discurrir de las energías sociales. Abre de tal modo las obras a múltiples perspectivas que éstas se convierten en artefactos críticos de la historia. Narraciones y aforismos que son sinécdoques de las grandes utopías de la modernidad, invenciones de emotivas ironías que reflejan realidades encontradas, al más puro estilo de un ready made.
Con todo, aun gravitando en la órbita de un director de museo que inventó a lo largo de una década, desde el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, las infinitas maneras de interrumpir la narración oficial para forzar al contexto, al archivo, a la subalternidad, al desacuerdo y a la esfera pública a contar la historia, en lugar de al cauteloso artista, se hace necesario dar rienda suelta a algunas objeciones -y hasta decepciones- que surgen paralelas a la misma exigencia con que el director del Reina Sofía perfila un trabajo que aspira a una visión total de la modernidad, aunque en su caso deberíamos utilizar el plural, visiones.
Más de mil obras aparecen distribuidas a lo largo de las 38 salas de los edificios Sabatini y Nouvel. De ellas, 137 son de nueva adquisición, y en la mayoría de los casos sirven de bisagra o liberan discursos anteriores instalados en una historia satisfecha y muy poco autocrítica, que se ofrecía al público como una hermenéutica que nos decía qué y cómo debíamos recordar.
Los nuevos grabados de Goya prestados por el museo del Prado, ayer en la sala uno del museo Reina Sofía.- GORKA LEJARCEGI
Goya, protorromántico, protorrealista, surrealista, alegorista moral, el pintor que adivinó que cualquier época futura sería mucho peor que la suya, rompe con el clásico dique de contención con que empiezan varias colecciones europeas, 1881, año del nacimiento de Picasso, para recuperar los sentimientos desplazados que inspiraron los saturados e infinitamente sutiles Desastres de la Guerra, anuncio del miedo a la extinción social y cultural que deriva en esperpento en una España que, hasta el surrealismo, decide renunciar al deseo.
De la materialidad pictórica de Medardo Rosso, de la visión arcadiana del noucentisme catalán y Santiago Rusiñol, al joven Picasso y al inicio del cubismo inspirado por la escultura africana, las otras vanguardias y las nuevas tecnologías que dinamizan la percepción, el recorrido discurre manso por los años veinte, con sus manifestaciones puristas y de gustos neoclásicos, dinamitados por la revuelta dadá y la aparición del "Credo creativo" de los maestros esquizofrénicos -Klee, Dubuffet, Ernst, Benjamin, Duchamp, Picabia Mallarmé-, poetas-héroes cuyo espíritu delicado y frágil vivirá latente a partir de ahora en todas las salas del museo.
La parte más sólida y gratificante de la colección gira sobre el eje del Guernica, el "corazón" del Reina. Si bien -hoy muy pocos lo recuerdan- fue Juan Manuel Bonet el primero que arrancó de su espléndido narcisismo al gran mural en blanco y negro creado por Picasso para el pabellón de la República -una construcción corbusierana diseñada por Josep Lluís Sert en 1937- Borja-Villel ha sabido teatralizar mejor aquel campo de batalla, al cuidar la iluminación y colocar en escena a todos sus autores (Miró, Calder, Renau, Alberto Sánchez), de manera que la representación de la infamia se convierte ahora en una obra coral de la resistencia, mucho más oceánica y liberadora. Así, percibimos que la ambición es el proyecto final de su director, el saneamiento de los límites entre disciplinas y escuelas, la creación de nuevas narrativas. Y hasta resulta curioso cómo el mismo recorrido por las salas, diseñado en galerías muy poco versátiles y que obligan al visitante a volver sobre sus propios pasos, logra paradójicamente transformar las sensibilidades normativas en más heterodoxas. Está claro que, en la composición de espacios, el único rival posible de Borja-Villel es él mismo. Y aquí es también donde se puede decir, sin alardes patrios, que, en el panteón bastante restringido de las colecciones europeas, la del Reina de los años veinte, treinta y cuarenta puede competir sin complejos.
La cuarta planta del edificio Sabatini reúne las manifestaciones artísticas en Occidente después de la guerra. Hay salas que resulta imposible no admirar (con cierta piedad natural), como las dedicadas a Lucio Fontana y a Robert Motherwell (Totemic figure, 1958), en diálogo con Esteban Vicente (In pink and grey, 1950), Rothko (Orange, plum, yellow, 1950) y José Guerrero (Tierra roja, 1955); o el papel de la escultura vasca, en especial Oteiza, en el contexto de la Bienal de São Paulo de 1957. Otras, sencillamente, apelan a la voluntad y a la memoria del visitante más culto, obligado ante las ausencias a llenar los huecos con imaginarios bonnards y matisses, giacomettis, el informalismo europeo, la pluralidad del modelo americano de la Bauhaus, el expresionismo, el pop anglosajón, el letrismo y las otras utopías situacionistas. Bien sabe el director del Reina que, en el futuro, sus esfuerzos deberán concentrarse en la consecución de un inventario, al menos, de firmas de la escena europea y americana de mediados del siglo XX, aunque ello requiera un esfuerzo presupuestario de las instituciones o, en el mejor de los casos, del mecenazgo y donaciones de privados.
A modo de compensación, encontramos también sorpresas, como la recuperación del gran experimentador José Val del Omar (con su "tríptico elemental de España", tres películas realizadas durante los cincuenta y sesenta); la sutileza de Palazuelo o la potencia de Tàpies, un artista representado en exceso, puede que como respuesta a la casi nula visibilidad de su obra en las colecciones internacionales. Otras "extrañezas" no menos importantes parten de la fotografía de posguerra -Català-Roca, Joan Colom, Masats, Maspons, Cualladó...- instaladas de espaldas a una sala ocupada por el (neo)realismo de Gerardo Vielba, Antonio López y Carmen Laffon... como si pícaramente esta sintaxis obligara al visitante a comparar ese tipo de "compostura y belleza" de la escuela castellana que renuncia a los deseos "insignificantes", con la magia y el espíritu innovador de la llamada "periferia" española.
Una sólida respuesta a aquella época fragmentaria la encontramos en la planta 1 del edificio Nouvel, con un impecable montaje de esculturas, vídeos y pinturas de los sesenta. Fragilidad, radicalismo, fantasía, confesión y, de nuevo, utopía, en las obras de Broodthaers, Cy Twombly, Philip Guston, Antoni Llena, Gego, Mira Shendel, Marcel Duchamp, Robert Morris, Raymond Hains, Carl André, Mario Merz, Donald Judd, Hans Haacke, Öyvind Fahström, Matta-Clark, Smithson, Joan Jonas, Fluxus, Yves Klein, Javier Aguirre y Joan Rabascall. Es difícil reunir tantas singularidades de una manera ponderada y comedida. Pero la nueva pragmática del Reina está hecha para estos retos, algo tan tardorromántico como la fusión inseparable del compromiso con el esteticismo. De ahí que, ya en el último tramo del recorrido, el visitante sienta que debiera invocarlo. Surge así una sensación anacrónica, ¿por qué los setenta son pájaros vivos en nuestras manos, y los ochenta y noventa aves disecadas en sus jaulas? Porque las manifestaciones más actuales, etiquetadas aquí como "visiones críticas y narraciones de lo global", son una celebración, de nuevo, de lo fragmentario, una selección ciertamente arbitraria que traza con tinta invisible una lectura acerca del compromiso social y los tránsitos por el cubo blanco.
Una parca selección de pinturas domésticas, presididas por un fingido y prescindible Barceló -el único entre las decenas que posee la colección del Reina-, podría servir para abrir un sano debate sobre la idoneidad de su trabajo para el pabellón español de la Bienal de Venecia que se acaba de inaugurar. Igualmente, el conceptual catalán alineado con el de Alberto Corazón y Nacho Criado resulta algo forzado e impreciso.
Borja-Villel ha tenido la temeridad y el genio de combinar los trabajos de Dan Graham, Muntadas, Juan Muñoz, Allan Sekula, Cindy Sherman, Mike Kelley, Franz West, Cristina Iglesias, Bruce Nauman, Richard Serra... Sin embargo, todavía hay muchos demonios con máscaras guardados en los almacenes del Reina como para que se pueda empezar a crear un discurso serio e internacionalmente competitivo en el ámbito de lo contemporáneo.
Habrá que esperar a que las reverencias se esfumen para encontrarnos con el Borja más idiosincrático y valiente, el que es capaz de neutralizar la relación bastante difusa entre el arte y la corte. Si lo consigue, el teatro es suyo. Y los buleros, al redil.
La Colección. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 5. Madrid. Galería de imágenes
Ángela Molina, Sentido y reverencia, El País, 6 de junio de 2009