Museo del Prado. Visiones de la insolación

Agarré, en la cola del Museo del Prado, una insólita insolación. Antes, pedante como soy, había agarrado, en la caótica estantería del pasillo de mi casa «Tres horas en el Museo del Prado» de Eugenio d´Ors que comienza con una frase casi zarzuelera: «Dulces de dormir son las mañanitas de abril, dice el dicho. Dulces de vivir también, cuando la vida no aprieta demasiado». El problema es que estamos en pleno agosto y, por puro delirio estético, tomé la decisión de renunciar a la siesta y, con maledicencia propia de etnógrafo, acercarme a la pinacoteca paradisíaca. Comprobé, sudando copiosamente, que los guiris soportan con mayor estoicismo que los lugareños los rigores estacionales. Mientras me socarraba, literalmente, pensé en la maravillosa capacidad succionante de la pirámide del Louvre que evita, por lo menos, que la solajera produzca daños colaterales en el incauto turista. Cansado de estar cansando abandoné la fila para dirigirme, con paso heroico, hacia la llamada «ampliación». La sola contemplación de la puerta broncínea provoca mareos. Eso si que es colosal e insólito: la pura alegorización de algo que fue abierto ceremonialmente en los fastos inaugurales para nunca más ser violentado. Virginal hermetismo o puro desafuero. Convencido de que todo el campo es orégano (signifique esto lo que cada quién quiera) tomé la decisión de colarme con descaro por una entrada que bien podría ser de un parking de autobuses. En mi calamitoso estado, tras ascender por unas estrechas escaleras mecánicas, acepté que las columnas del claustro de los Jerónimos flotaran e incluso desentrañé la lógica de materiales de ese nuevo edificio que tanto le debe a la estética de Ikea. Solo los recalcitrantes pueden negarse a lo que el marketing impone: «redecora tu vida».

La lengua a su vaina

Consciente como d´Ors de que mi visita estaba marcada por la «estrechez del tiempo» abuso del derecho a la abreviatura. Sin pedir permiso me atrincheré durante cinco minutos en la puerta descomunal por la parte interior y comencé a fantasear con un instante de pompa y circunstancia tal que pudiéramos por allí ingresar. En mi calenturienta fantasía estaban hermanados el Bosco y Barceló, El Greco y Gordillo, Zurbarán y Zugaza. Tras divagar sobre el Museo del Jamón, el Microgigante o el de Ángel Nieto, llegué a la conclusión de que el más raro y laberíntico de todos es El Prado. He escuchado, en reiteradas ocasiones, que esta institución es «asunto de Estado» y que tiene que estar más allá de la polémica. Lo mejor sería que contrataran unos aplaudidores profesionales para evitar así los funestos desacuerdos. Que una exposición, pongamos por caso la de Goya en tiempos de guerra, te parece que está pésimamente montada, pues guarda silencio por «respeto institucional». Si al entrar en la sala Velázquez piensas que Las Meninas están fatal rodeadas de todos los otros cuadros y que nunca debieron sacarla de la sala en la que, en soledad sonora, imponía por su escala doméstica, pues lo más adecuado es que envaines tu lengua sibilina. No es que en el Prado, por proximidad semántica, tengan que pastar los borregos pero no son bienvenidos los chacales.

En este «peazo» Museo hay investigadores a punta pala, gente de un rigor intachable que no soportan el diletantismo ni la terquedad del completo ignorante. Poco importa que las explicaciones brillen en las salas por su ausencia y la impresión de cierto «desorden» esté a punto de imponerse. Lo único que merece la pena resaltar es que aquí está lo mejor de lo mejor y, como dicen algunos, punto pelota. Entre tanta escena religiosa, heroísmo gestual, escorzos sublimes y relato histórico, participamos en la ceremonia de lo canónico. Quien quiera lío y polémica que compre una entrada del tendido del siete en Las Ventas. Yo mismo, llevado por la inercia y mi proverbial insensatez, entré al trapo del Coloso. Ahora, mareado y maltratado por la canícula, estoy dispuesto a firmar, ante notario, que el asno de peluche, la musculatura desproporcionada, la pincelada deslavazada y el tío que se cae a contramano, demuestran que el cuadro de marras lo pintó uno que pasaba por allí pero no el genio de Fuendetodos. También, en una contra-epifanía, doy fe de que las llamadas pinturas negras las hizo un chapucero y son más inauténticas que Robinho. Insólito pero cierto. Ha llegado el momento de tirar de la manta. Aunque sea para evitar fallecer envueltos en nuestro propio sudor.

Fernando Castro López, Museo del Prado. Visiones de la insolación, ABC, 31 de agosto de 2008