Casita de El Pardo: nuevo brillo para una joya


El 18 de diciembre de 1990, deteriorada por la humedad y huérfana de la estética y el sentido con que había sido concebida dos siglos antes, se cerraba «sine die» la puerta trasera de la Casita del Príncipe de El Pardo que, paradójicamente, había sido la exclusiva entrada por la que miles de viajeros habían penetrado en sus entrañas durante años, vetado el acceso natural, y principal, que es el que mira al Palacio Real, y al que le unía un paseo. Por eso, volver al casino de recreo del Príncipe de Asturias, que luego reinaría como Carlos IV, es, por obra y gracia de un impresionante trabajo de recuperación arquitectónico y artístico, viajar en el tiempo y regresar al siglo XVIII, exactamente a 1784, cuando la monarquía española disfruta del esplendor y la gloria de un reino que es aún primera potencia del mundo —España y Francia acaban de derrotar a Inglaterra y se ha reconocido la independencia de los Estados Unidos— y tanta plenitud se recoge en obras plásticas que ensalzan a la Corona como garante de la estabilidad, la paz y protección de todo bien público que se manifiesta en la defensa de las bellas artes, como apostilla el historiador José Luis Sancho.

Seguramente, El Pardo fue el Sitio Real favorito de Carlos III, donde vivía de Epifanía a Domingo de Ramos —la primavera en Aranjuez, el verano en San Ildefonso, el otoño en el Escorial y el invierno compartido con Madrid—, y aunque su hijo Carlos fue también aficionado a la caza y a este lugar tanto como él, no despertaba el mismo entusiasmo en la esposa y prima del Príncipe, María Luisa de Parma, que se aburría soberanamente en él mientras su esposo y su suegro se entregaban a la pasión cinegética, por otra parte, tan ligada a los Borbones y a estos bosques de encinas de Madrid plagados de cérvidos, jabalíes y conejos.

Precisamente, fue por expreso deseo de la Princesa que se mandó construir en ese glorioso 1784 este pabellón —las obras de decoración durarían hasta 1791— sobre una antigua casa gallinero, con el objeto de que si debía pasar allí el día, que al menos fuera sin las formalidades del protocolo de la Corte. Y no sólo, porque para el futuro Rey la edificación de esta casa constituyó un pasatiempo estético —como lo fueron las Casitas de El Escorial o la del Labrador de Aranjuez—, siguiendo la tendencia marcada por sus primos de la familia real francesa. Porque no se trata de hacer casas para vivir, sino de crear «escenarios para la felicidad», con decoraciones exquisitas, en parajes apartados, pero cercanos a los palacios reales, donde privadamente disfrutar de almuerzos, veladas musicales y festejos.

Casita del Príncipe, en el Pardo (en obras)

De esta manera, ir al encuentro de la arquitectura de Juan de Villanueva, tal y como concibió la Casa de El Pardo, es un descubrimiento. Y lo hacemos dando un pequeño rodeo por una flamante zona ajardinada que nos lleva al punto de arranque en el mismo eje con el Palacio para penetrar por la exedra original, que se ha saneado y reforzado su forma semicircular con una nueva plantación de árboles. Toparnos por primera vez con la fachada principal del edificio, de un solo piso de planta rectangular, dividido en cuerpo central sobresaliente y dos alas laterales, es darnos de bruces con un Museo del Prado en versión reducida, con su mismo pórtico y sus columnas jónicas, pero coronado con el escudo con la cifra del nombre de quien por entonces ya era Carlos IV. Según me cuenta el arquitecto de Patrimonio Nacional, Luis Pérez de Prada, que firma el proyecto de restauración arquitectónica con Pedro Moleón, lo que singulariza y da trascendencia especial a la Casita de El Pardo dentro de la obra de Villanueva es la presencia del granito y el ladrillo en su fachada, combinación que ensaya por primera vez aquí y que después lleva a su mejor edificio —el Museo—, proyectado cuatro meses después de concluir la obra de fábrica de la Casita y a la vista de su resultado, espléndido de nuevo tras las numerosas acometidas.

Porque Pérez de Prada y todo el equipo de Arquitectura que dirige Elisenda Galcerán han tenido que combatir los problemas derivados de omisiones de Villanueva —nadie es perfecto—, forzadas tal vez por la premura en la construcción —un año—, y de donde nacieron los graves problemas de la casa: no hay sótano ni ático, por lo que las humedades han atacado desde arriba y desde abajo, cuestión que parece no preocupaba a Villanueva, al que la decoración interior importaba un bledo.

Sin embargo, que esta Casita sea una joya única en el mundo se debe a la riqueza de los textiles que conserva en su interior y que permanecen, como un milagro, exactamente igual que cuando fueron colocados. Lourdes de Luis, jefe del servicio de Restauración de Patrimonio Nacional, y experta en telas, declara, sin atisbo de duda, que lo que hoy ven nuestros ojos no es posible verlo en ningún otro palacio de Europa. Además, con sólo caminar por las salas de izquierda a derecha estamos recorriendo la evolución estética que va desde el último rococó, de la Sala Comedor que hoy, decapado el blanco con que se repintó, vuelve a ser azul —el color original y preferido de María Luisa de Parma—, hasta el más puro neoclásico de la Saleta Pompeyana, al otro extremo de la planta, donde los bordados se inspiran en las estilizadas pinturas de arquitecturas que decoraban la Domus Aurea de Nerón en Roma.

«Esta casa, como la de El Escorial o Aranjuez, —explica la conservadora Pilar Benito— intenta recrear de una manera racional la naturaleza, de ordenarla, con esa idea muy ilustrada del XVIII. El diálogo entre el interior y el exterior es continuo, como se aprecia magníficamente en el Gabinete de las Fábulas, donde cada guirnalda encierra una de esas parábolas (la de la zorra y las uvas, la del león y el ratón...) siendo su único lenguaje el del mundo del campo. No se trata de dominar la naturaleza, sino de ordenarla para su máximo disfrute. Porque viniendo de Palacio, la Casa —no hablemos de “casitas” que es un invento contemporáneo, hace el inciso, sino de casas del Príncipe porque están mandadas construir por él— es una zona de paso hacia los montes y si vas hacia los lados, las ventanas —que también han vuelto a ser azules— te ofrecen ese encuentro con la naturaleza».

De las nueve estancias con que cuenta el palacete, todas excepto dos se adornaron con ricas colgaduras de seda. Las tres salas de menores dimensiones fueron vestidas con bordados españoles y franceses, siendo la del retrete —de caoba y que se conserva impecable— la única que ha perdido su adorno textil original, una colgadura bordada en sedas de colores sobre fondo blanco por el mejor bordador de cámara de la época, Juan López de Robredo. El resto, como nos va relatando en nuestro paseo Pilar Benito, se vistió con bellísimas telas servidas por la manufactura más relevante de Europa, establecida en Lyon por Camille Pernon y de la que también fueron clientes Catalina la Grande de Rusia y Napoleón. Sólo la pieza conocida como «de la Colgadura de Valencia» no tiene sedas galas, sino de la ciudad del Turia.

«Los pocos rastros documentales que se conocen de la sedería francesa proceden de las numerosas cartas que el diseñador Françoise Grognard, “agente comercial” de Pernon, le escribió a éste desde España. En ellas consta, por ejemplo, la dificultad de los bordados de la Saleta Pompeyana y cómo se solventó en parte pintando con acuarela sutiles sombreados perimetrales de los que el Rey se percató de inmediato y con los que se conformó ante la justificación de que si también eso se hubiera bordado habría retrasado mucho el encargo». Por cierto, que tras la decapitación de Luis XVI y María Antonieta, al fin y al cabo primos de los Reyes españoles, Grognard tuvo que salir de Madrid tras ordenarse la expulsión de los franceses como medida de protesta (y no menos de prevención).

Tejedores, esos matemáticos locos

Pero antes había servido para el Salón de Terciopelos las telas que hacen de la Casa de El Pardo una pieza exclusiva en la historia del tejido. Se trata de un terciopelo chiné a la rama, para cuya fabricación debió de ser tejido dos veces, primero en una tela normal donde se imprimiría el dibujo sobre la urdimbre que habría de ser retejida para hacer el terciopelo. Además, el dibujo debía deformarse a lo largo porque la tela se encoge seis veces y eso nos lleva a tal complicación que lo hace excepcional. «Los tejedores —me susurra Pilar Benito— son unos matemáticos locos con tantos pájaros en la cabeza que si se les cruza un cable te hacen una locura como ésta. Una locura maravillosa y única».

Y por si todo este escenario para la felicidad fuera poco, en las sillas de todas las salas se tejieron sedas adecuadas a la forma exacta de asientos, respaldos y cenefas; se decoró con frescos de Bayeu, Maella y Vicente Gómez, y estucos y relieves de Ferroni, y espejos, consolas y cornucopias lograron el soberbio «atrezzo» que recupera su esencia.

Porque hoy de nuevo, como lo veía Carlos IV, volvemos a ver desde la entrada principal, y a través de la trasera, la fuente del jardín —que con sumo esmero atiende, como todos los espléndidos jardines de El Pardo, el ingeniero Francisco Tomé—, aunque el edificio siga separado del parterre por la cicatriz terrible de la carretera. Allí, bajo el sol de la primavera recién nacida y mientras se dan los últimos toques a la restauración, no hay duda de que haber vuelto a la Casita de El Pardo es un chapuzón en la historia y ante todo un retorno a la belleza.

Virginia Ródenas, Casita de El Pardo: nuevo brillo para una joya, ABC, 29 de marzo de 2009