Dinero y poder... ¿por amor al arte?

Un 'giacometti' hizo saltar la banca el miércoles en Londres. Una puja de 74,3 millones convirtió 'L'homme qui marche I' en la obra por la que más se ha pagado en una subasta. ¿Es una suma razonable? ¿Hay techo para la cotización del arte?

Subasta de L'Homme qui marche l de Giacometti, el miércoles en Sotheby's de Londres.- EFE

¿Cómo entender que por una escultura de Giacometti, todo lo emblemática y significativa que se quiera, se hayan pagado 104,3 millones de dólares? ¿Cómo considerar razonable desembolsar esa suma por una indefinible obra de arte?

Ni vale el entendimiento racional ni el cálculo mercantil en estos casos. Porque igualmente irracional que 100 millones de dólares habría sido pagar la mitad o, incluso una tercera, una décima o una centésima parte. Si la columna no llega al techo, ¿qué importará su longitud? O, a la inversa, si la obra de arte viene a ser, por definición, "inestimable" e inútil, ¿qué patrón de valor puede atribuirle objetivamente un precio?

Sólo una puja mágica o sagrada decidirá lo que se entregue efectivamente por lo que no tiene valor real. O de otro modo: su valor efectivo se computará, sólo realmente, por el dinero efectivo. O más aún: la efectividad del valor se realizará únicamente en el efecto verdad del valor, en la confirmación del precio logrado y efectivo.

L'homme qui marche I era propiedad de un banco alemán, el Dresdner Bank y, desde el pasado miércoles, pertenece tras su subasta en la Sotheby's de Londres a un ser desconocido. ¿Otro banco? ¿Un jeque árabe? ¿Un capo ruso? ¿Un narcotraficante mexicano? Cualquiera de los amos posibles no habrá actuado, como se infiere del formidable desembolso, por amor al arte. Con esta certeza, impura, puede deducirse casi todo lo demás.

La pieza pasa de mano en mano como de un pecado de especulación a otro. Si el Dresdner Bank, necesitado de dinero inminente, lo ha puesto en el mercado ahora, y no antes, debe de ser, primero, porque en Alemania se vislumbran signos económicos de recuperación y, segundo, porque, tras los fiascos de las compraventas burbuja en la década anterior y en base a pintores jóvenes, muy vivos y mercachifles, se ha revalorizado la creación de los artistas muertos, completamente estables y, encima, santificados.

En todo valor del arte actual se cruzan, por lo general, dos vectores que, remedando la oferta y la demanda usual, a través de la marca, determinan el valor de una pieza singular, a través de su aura. Un vector se forma mediante la complicidad del crítico, el galerista, el director del museo y el comisario de la estratégica exposición. Grandes museos cobran comisiones por programar la antología de un artista pero, a la vez, de ese provecho pueden ser partícipes la acción del crítico afamado, el prestigioso comisario de la muestra antológica y el apoyo de la galería acreditada por su vanguardismo.

Este vector esencialmente pagano y compuesto de mixturas no siempre huele bien. Pero un segundo vector, sin embargo, desprende un olor de santidad irresistible. Se trata del aroma que, desde la apología desinteresada de los expertos, convierte la pieza en materia sacrosanta y a su posesor en un ser superior de nuestro tiempo.

Si la obra de Picasso, Matisse o Giacometti alcanza un valor asombroso en la subasta pública, esa misma cotización actúa como una potencia de gran capacidad simbólica. En consecuencia, de la misma manera que en las leyendas del Santo Grial aquél que lo conquiste se sentirá bendito, quien se adueñe de esa concreta obra de arte podrá proclamarse afortunado.

Agraciado por una envidiable fortuna en un triple sentido. Uno: la pieza es única, luego posee la condición para proclamar a su amo El Elegido. Dos: la pieza conlleva una larga y firme relevancia histórica, luego le confiere un plus de posible perennidad biográfica. Tres: la pieza ha sido codiciada por los más poderosos o grandes de los que mortales que pujaron en el templo de Sotheby's, luego su posesión comporta la excelencia y la victoria sobre el máximo poder especulador mundial.

El Poder y no el Arte es, en suma, el eje central de la liza. Pero también la liza y no la compra en sí confiere la más apreciada recompensa -siempre incalculable- a cambio del precio, siempre finito que se desembolsa por la pieza. ¿Qué pieza?

La pregunta carece de pertinencia. La pertenencia es toda la contestación.

Vicente Verdú: Dinero y poder... ¿por amor al arte?, EL PAÍS, 5 de febrero de 2010