Enrique Valdivieso: "Es un milagro poder ver tantos 'murillos' reunidos en su tierra"

Sevilla se dispone a celebrar un hito: la reunión de un magnífico surtido de obras de juventud de su pintor por antonomasia: Murillo. A propósito de tan magna muestra en el Museo de Bellas Artes, este catedrático de Historia del Arte y experto en su producción, reflexiona sobre la relevancia de la cita.

Enrique Valdivieso. - Paco Cazalla

–Las puertas del Museo de Bellas Artes de Sevilla se abren para acoger lo más granado que se ha podido reunir de las primeras pinceladas de Murillo. ¿Cuáles son sus impresiones ante un fasto de estas proporciones?

–Como no podía ser de otra forma, mis impresiones son de carácter positivo, puesto que se trata de una de las poquísimas oportunidades en que el público sevillano va a poder contemplar obras de uno de sus paisanos más importantes, del pintor representativo por excelencia de lo que es precisamente el espíritu de los sevillanos: la amabilidad, la gracia, la dulzura... Y aunque en su época de juventud artística, que es la que abarca la muestra, estas características no aparecen definidas perfectamente, sí se aprecia ya la semilla para lo que luego ejecutaría a la perfección.

–La labor de rastreo, documentación, préstamo ha sido de aúpa, cuenta su comisario, Benito Navarrete.

–No es para menos. Obtener préstamos de esta categoría es dificilísimo, hasta el punto de que podemos decir que es un milagro que todo este ramillete de pinturas puedan verse reunidas y además en Sevilla, su tierra.

–¿Cómo fueron los inicios de Murillo como pintor?

–Pues como los de la mayoría, sin una personalidad totalmente definida, tomando de otros artistas que habían vivido antes, como Roelas, o en su mismo momento, caso de Zurbarán, y tratando de abrirse camino labrándose un estilo propio. Pero tendrían que pasar dos décadas de trabajo hasta que alcanzase su verdadera plenitud.

–No me ha dicho nada de su maestro, si es que lo tuvo...

–Claro que sí lo tuvo. Se formó en el obrador de un humilde pintor, Juan del Castillo, al cual precisamente en el catálogo de la exposición le he dedicado uno de los artículos. No se sabe dónde estuvo su taller, pero de él aprende todo lo que hace: las pinturas de los santos niños que tanta fama le dieron a Murillo las aprendió de él, sus celebradas inmaculadas, las vírgenes con el Niño... Y luego hay otra faceta importante que Castillo le transmitió: ser uno de los mejores anatomistas o descriptores del cuerpo humano que ha habido en Sevilla. No debió ser fácil ese aprendizaje, porque en su época había un gran problema: estaba prohibido que los modelos se desnudasen en los talleres, y más si eran mujeres. Sólo pudo haber modelos directos cuando Murillo, en 1660, funda la Academia.

–O sea, que la muestra es también un tributo a su maestro.

–Pues sí, aunque Juan del Castillo no goza de popularidad porque fue un maestro mediano; discreto pero muy interesante.

–¿Como Francisco Pacheco y su discípulo Velázquez?

–Sí, en el sentido en el que ambos discípulos, Murillo y Velázquez, aventajaron con mucho a sus maestros. Eso sí, una cosa ha de quedar clara: nadie se hace a sí mismo, nadie. Y aunque a Castillo no se le ha valorado hasta hace poco, ahora que lo conocemos mejor sabemos que en él está todo el abanico de posibilidades que luego desplegaría su discípulo, que las multiplicó por diez.

–Aunque en la muestra se presente a un Murillo por explotar, ¿en qué debe reparar el espectador que acuda a verla?

–El cuadro El niño despiojándose, que viene del Louvre, es una obra fundamental, como lo es la pareja de pinturas de La huida a Egipto, una que viene de Génova y otra de Detroit. Y es capital que los sevillanos admiren la Sagrada familia del pajarillo porque es de los míticos de Murillo: en él aparece la familia divina traspuesta en situación cotidiana: San José deja el banco de carpintero para jugar con el Niño. Es la primera vez en la Historia del Arte en que San José tiene una familiaridad tan intensa con el Niño, cuando siempre la protagonista era la Virgen en la iconografía tradicional.

–¿No despuntó más Murillo, como Velázquez, por no salir apenas de Sevilla?

–Murillo vivió casi siempre aquí, aunque hay una pista que indica que rechazó ser pintor del rey. Debió ser así porque el monarca siempre fichaba a los mejores en todos los campos, y Murillo era uno de ellos sin duda en la pintura. Eso sí, probablemente Murillo vería que en la corte no iba a ser el primer espada, con Carreño, Coello y Pereda, es decir, con mucha competencia, y prefirió quedarse en Sevilla, donde sí que era el número uno. Salvo Valdés Leal, que era de segunda fila comparado con él, los demás estaban por debajo suyo. Murillo era aquí el número uno indiscutiblemente.

–Y hoy en día, el sevillano número uno es Velázquez...

–Bueno, hay que darle el trono a Velázquez porque nació y se formó aquí, pero el 80% de su producción o más es madrileña. Es como El Greco, cretense pero de producción toledana. Del Velázquez que pinta en Sevilla cinco años, de 1618 a 1623, al de la corte hay una diferencia abismal. Lo que aquí se vio era que ese muchacho tenía un talento extraordinario, pero Murillo encarna al gran pintor por excelencia de Sevilla.

–Pero tengo entendido que Murillo también pisó la corte.

–Sí, estuvo allí una temporada y vio las colecciones reales, donde había obras de Rubens, Tiziano, Van Dyck, maestros fundamentales que también asumió para configurar su propio estilo. Por ejemplo, Murillo fue muy admirador de Rubens y Van Dyck.

–¿Y cuál es ese estilo murillesco que le caracteriza?

–Su virtud esencial fue que vivió en una época muy difícil para los sevillanos; una época en la que acababa de terminar la peste, en la que hubo graves hambrunas, sequías, inundaciones, mucha miseria y pobreza, en suma. Y las imágenes de Murillo, en esa Sevilla decadente y venida a menos, sirvieron de alivio a sus espectadores, mitigaban el malestar que los cuerpos y las almas estaban padeciendo, y es por ello que su pintura sirvió de consuelo para los afligidos; de ahí su singularidad, acrecentada porque además Murillo incorporó a la pintura tipos populares procedentes de la vida cotidiana de la ciudad. La gente se veía protagonizando sus escenas incluso de santos. Ése fue el verdadero éxito de Murillo: haber sabido colocar a las figuras del cielo a disposición de las figuras de la tierra para consolarlas y darles esperanza en tan amargos tragos.–A eso se le podría llamar teología pictórica...–Y eso eran. Muchas de sus pinturas causaban mucho más alivio que los terribles sermones que los curas lanzaban desde los púlpitos, donde no sólo no consolaban sino que amenazaban, porque a los pobres infelices estaban todo el día diciéndoles que se condenarían al fuego eterno de seguir con la gula, la avaricia… El mensaje de Murillo iba en dirección contraria, en la de hacer más amable y llevadera una vida que ya de por sí en su época era bastante dura.

–¿De ahí su éxito?

–Murillo era el pintor de la amabilidad, de la gracia, de la belleza, y se distanció de otros pintores barrocos más crudos. Murillo rehúye la sangre y el drama.

–Y eso debió vender...

–Los comerciantes, banqueros, aristócratas y clérigos de alta categoría le encargaban a mansalva pinturas para sus domicilios. Por ejemplo, Justino de Neve, que era un canónigo de la Catedral que fundó el hospital de Los Venerables, tenía una colección privada admirable. Y todos los mercaderes sevillanos de la época fueron retratados primero por Murillo, y después le pedían alguna dolorosa, un Ecce Homo, alguna pintura de San Juanito… Los domicilios de la gente importante sevillana estaban llenos de sus pinturas.

–Con tanto santo se debió ganar unas cuantas indulgencias. ¿Y su pintura social?

–La tuvo. Desde muy pronto Murillo empezó a pintar niños que habían quedado huérfanos por la peste, niños que callejeaban por la ciudad sin rumbo como famoso niño despiojándose. Ese niño no es un vagabundo, es un niño de familia pobre que está haciendo un mandado y que siente un picor intenso dentro de su camisa. Y como estaba muy mal visto despiojarse en público, se mete en una de las muchas casas en ruinas que quedaron en Sevilla tras la peste, donde se alivió. Ese momento lo plasma magistralmente Murillo y es un fiel reflejo de una clase humilde que, sin embargo, vive con una gran dignidad.

–Su taller debía hervir de tantísimos encargos...

–No hubo institución religiosa que no tuviera alguna obra suya, y algunos como los Capuchinos tenían toda la iglesia llena. Su iglesia era un museo de Murillo, que se salvó porque los capuchinos, cuando supieron de la inminente llegada del mariscal Soult tras la invasión napoleónica, las enrollaron y llevaron a Cádiz, donde las sepultaron en los jardines de unas casas particulares. Gracias a esa jugada hoy el Museo de Bellas Artes de Sevilla tiene los murillos que tiene. Se salvaron de la rapacidad de Soult gracias a la inteligencia de los capuchinos.

–Contrasta el volumen de obras que produjo con las que quedan en su ciudad. ¿Por qué hay tan pocos?

–La gran mayoría ha acabado en museos extranjeros. Hubo una dispersión brutal de su obra, y en el Museo de Bellas Artes apenas quedan unos 25, no más. Hay que entender que Murillo se puso de moda en el siglo XVIII y vinieron aquí anticuarios de toda Europa a comprar obras suyas. Y España, un país arruinado y mísero, lo vendió prácticamente todo. Si a eso sumamos los que nos robaron los franceses, pues ahí tiene el porqué para ver un murillo hay que pasearse por medio mundo.

–Y en Sevilla, aparte del Museo de Bellas Artes, ¿dónde queda la huella del pintor?

–No hay más remedio que ir a la Santa Caridad, donde quedan dos de sus murillos originales, porque los cuatro importantes los expolió Soult, aunque hace poco hemos hecho copias exactas para que se sepa cómo fue el programa pictórico que pintó para ese templo. Hay también alguna otra pintura suelta en el Palacio Arzobispal, pero poco más. Aparte de pinturas, en el barrio de Santa Cruz queda la casa donde murió frente al convento de las Teresas. Eso sí, su sepultura se perdió porque fue enterrado en la plaza de Santa Cruz donde antiguamente estaba la parroquia. La derribaron los franceses y allí abajo estaban sus huesos. Cuando pasamos por esa plaza estamos pasando por encima de lo que de él queda, si es que hay algo...

–¿Hay lugar para la novedad a estas alturas de conocimiento?

–Creo que sí, e intentaré dar respuesta a ellas en un libro que publicaré antes de Navidad. En ella, gracias al Photoshop y a un becario avezado, hemos tomado las pinturas que procedían del Convento de los Capuchinos y hemos reconstruido cómo debieron estar en sus respectivos retablos. Sólo así podremos hacernos una idea de su aspecto original.

–¿En qué editorial saldrá?

–Lo editará la fundación de la multinacional OHL, ya que las editoriales comerciales no editan obras de arte porque son una ruina, con todas las letras.

Enrique Villegas, Sevilla: Enrique Valdivieso: "Es un milagro poder ver tantos 'murillos' reunidos en su tierra", El Correo de Andalucía, 18 de febrero de 2010