Rafael, las pasiones de un genio,
Fornarina, la célebre amante de Rafael |
Pandolfo
Pico, embajador de Isabella d’Este en Roma, describió el “grandísimo y
universal abatimiento por la pérdida de la esperanza de las cosas
grandísimas que de él se aguardaban”. Hasta los fenómenos inexplicables
pusieron de su parte; una grieta, como consigna Antonio Forcellino en
la novelesca biografía Rafael.
Una vida feliz (Alianza),
se abrió en el palacio del Vaticano en aparente respuesta sobrenatural
al hecho luctuoso, lo que obligó al Papa a abandonar sus apartamentos.
En
realidad, Rafael pudo morir de malaria o por una intoxicación del plomo
contenido en la pintura que empleaba. Pero ¿quién necesita una
explicación empírica ante un relato mitológico tan bien redondeado?
Debida
a esto o a aquello, su muerte marcó en cierto modo el principio del fin
del esplendor renacentista de Roma. Atraído por sus sensuales placeres
y por las huellas seductoras de la recién descubierta Antigüedad, el
joven y desconocido pintor de 25 años había llegado en 1508 desde
Florencia. Le precedía una fama ganada a pulso gracias a su don de
gentes, esa capacidad para la amable intriga y el deslumbrante trabajo
desarrollado en Urbino y Umbría, cuando, tras la repentina muerte de su
progenitor, Giovanni Santi, al chico le tocó siendo un niño hacerse
capitán del barco artístico del taller de su Urbino natal.
A
la Ciudad Eterna llegó requerido por el papa Julio II, en respuesta a
una llamada que el ambicioso Rafael llevaba tiempo queriendo recibir;
la Roma deseosa de sacudirse el polvo de la ignominia sembrada por el
papa español Alejandro VI era el sitio indicado para alguien como él.
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Como
una cápsula de ese tiempo y
de aquellas circunstancias biográficas irrepetibles se presenta la
muestra El último
Rafael, reunión de
40 pinturas y 30 dibujos con la que, desde el 12 de junio, el Museo del
Prado indagará junto con el Louvre en el estilo tardío del genio.
Prometen una de esas exposiciones que, como suele decir la crítica
anglosajona, aspiran a definir una generación.
Además
de una ocasión única para contemplar un número insospechado de joyas
provenientes de dos de las mejores colecciones del artista del mundo (y
no solo de esas, también hay préstamos tan importantes como la Santa Cecilia de la Pinacoteca Nacional
de Bolonia), la muestra aporta la novedad de atreverse con la etapa
última de nuestro hombre, habitualmente poco explorada. Y a menudo
denostada: Rafael, acaso el pintor más influyente de todos los tiempos,
también ha sido víctima de los mayores malentendidos. Cuando en el
siglo XIX corrientes de creadores academicistas italianos y alemanes,
así como los prerrafaelitas, recuperaron su obra, confundiendo ese
torrente de creatividad en continua evolución con una traición a los
ideales del principio de su carrera y despreciaron sus años romanos.
¿Por
qué? Precisamente por eso que pretenden celebrar los comisarios Tom
Henry y Paul Joannides, dos de los mayores expertos de Rafael en el
mundo, en quienes humildemente han delegado las labores de especialista
Falomir y Vincent Delieuvin, supervisores desde el Prado y el Louvre.
La exposición es tanto sobre Rafael como sobre su taller, verdadera
factoría de 50 trabajadores cuyos designios rigió el genio con astucia
de buen jefe (sí, en eso también era excepcional). Una máquina de
aceptar encargos en la que las ideas partían de una sola cabeza, pero
la ejecución se dejaba en manos de pintores que trascendían al mero
aprendiz, sobre todo en los casos de Giulio Romano y Giovanni Francesco
Penni.
La muestra esconde un trabajo de cinco
años. Y el catálogo aspira a condicionar los estudios rafaelitas por
una buena temporada. En la lista de las obras incluidas se avanzan
atribuciones que darán que hablar en el mundo académico. Se brindará
también una interesante reflexión sobre la autoría, al colocar el foco
en la calidad más que en la mera firma y situar el final después de la
muerte de Rafael: en el conjunto destaca una sección, desgajada
espacialmente del resto, de obras en torno a La transfiguración, copia
propiedad del Prado terminada entre 1520 y 1528 por el taller de Romano
yPenni. La original, conservada en la pinacoteca vaticana y considerada
una obra cumbre del artista, no puede viajar.
“Es una exposición sobre el modo en que funcionaba la mente de Rafael y cuán precisas eran sus instrucciones para que otros culminasen el trabajo, de las que conservamos valiosa información en los dibujos y cartones”, aclara con quirúrgica precisión británica el comisario Tom Henry. La razón de que Rafael cediera tanto protagonismo a sus colaboradores halla su explicación, por un lado, en la misma manera en que funcionaban los talleres de la época (alejada sin duda de la idea romántica del artista solitario que se pelea de principio a fin con su obra). Por otro, en la escasa capacidad del genio de Urbino de decir que no a los encargos.
“Es una exposición sobre el modo en que funcionaba la mente de Rafael y cuán precisas eran sus instrucciones para que otros culminasen el trabajo, de las que conservamos valiosa información en los dibujos y cartones”, aclara con quirúrgica precisión británica el comisario Tom Henry. La razón de que Rafael cediera tanto protagonismo a sus colaboradores halla su explicación, por un lado, en la misma manera en que funcionaban los talleres de la época (alejada sin duda de la idea romántica del artista solitario que se pelea de principio a fin con su obra). Por otro, en la escasa capacidad del genio de Urbino de decir que no a los encargos.
'Bindo Altovitti' |
El
imprevisible pontífice, cuya mayor aspiración, además de las conquistas
militares, fue pisotear la memoria de su antecesor, supo entender que
el arte podía ser un fenomenal vehículo propagandístico. Vivía la
increíble destreza de Rafael como una victoria moral sobre el nefasto
papa borgia Alejandro VI, que encargó la decoración de sus apartamentos
a un más modesto Pinturicchio.
Uno
de los cuadros más inquietantes de Rafael sigue siendo el retrato que
hizo de Julio II (1512) y que se guarda en la National Gallery de
Londres. En él se ve al pontífice con una larguísima barba, fruto de un
juramento. El que, preso de la obcecación militar, se hizo a sí mismo
de no afeitarse hasta vencer al ejército de Ferrara y expulsar de
Italia a los invasores franceses. En los ojos se adivina la melancolía
por la derrota militar, sí, pero también un claro mensaje: el Papa,
cuya actitud belicosa había sido afeada hasta por Erasmo de Rotterdam,
conservaba el gesto apacible del que solo disfrutan los practicantes de
la profunda vida espiritual.
Cuando
Julio II murió, en 1513, su sucesor, León X, más inclinado a los
placeres terrenales y cinegéticos que a presentar batalla, no vio la
necesidad de alterar el statu
quo artístico y
financiero que encontró. Quizá porque Agostino Chigi, apasionado
banquero sienés y empleador predilecto de Rafael, le recibió en su
pontificado con un préstamo de 75.000 ducados.
Para
Chigi, que perdía y recobraba la amistad con Julio II como van y vienen
los valores bursátiles, Rafael pintó una de sus obras cumbres al
fresco: la Logia de
Psiche, en Villa
Farnesina. Con música barroca de fondo y la luz primaveral del
ajetreado Trastevere inundándolo todo a través de los ventanales de la
terraza cubierta, Gabriele Finaldi, director adjunto del Prado,
detallaba en una reciente visita a Roma, y con su contagioso interés
por las historias de la pintura antigua, algunas de la excentricidades
de Chigi, que dan una idea del ambiente de despreocupación en el que
Rafael vivió sus años de plenitud. “Cuentan que en las comidas aquí
celebradas se empleaba una vajilla de oro que luego se tiraba al Tíber.
Luego, al parecer, se recogía con una red tendida previamente en el
fondo del río”.
Cartón para la lapidación de san Esteban |
“Rafael
era una persona muy enamoradiza y aficionada a las mujeres, siempre
dispuesto a servirlas”, escribió Vasari, tipo dado a la discreción,
pero obligado por los célebres amoríos del genio, aventuras en las que
contaba con la complicidad de su íntimo amigo Giulio Romano. Dos
cuadros del pintor destacan sobre los demás en su incesante búsqueda
del ideal de belleza femenina. Retrato
de mujer, conocido
como La Velada (hoy en Florencia), y La Fornarina, pintado en un gesto de
extremada sensualidad y conservado en la Galería Nacional de Arte
Antiguo de Roma, en el Palacio Barberini.
Solucionarle la logística amatoria no
era la única manera de atizar a Rafael. También funcionaba el truco de
enfrentarle continuamente al arte de sus enemigos, ardid por lo demás
muy extendido entre los mecenas del Renacimiento. Contra Sebastiano del
Piombo se vio arrojado por ejemplo durante la decoración de la
Farnesina y ante el encargo del que sería su último cuadro, La transfiguración, destinado a presidir
inacabado su funeral en el Panteón romano, donde hoy descansan sus
restos acompañados del epitafio “Esta es la tumba de Rafael, en cuya
vida la Madre Naturaleza temió ser vencida por él y a cuya muerte ella
también murió”.
Cierto
es que Del Piombo nunca pareció rival de la misma altura de su maestro
Miguel Ángel. Es célebre la anécdota que cuenta que Rafael cambió su
forma de atacar los frescos de las estancias vaticanas cuando Bramante
le permitió ver sin permiso parte del trabajo de su contrincante en la
Capilla Sixtina. Siempre estuvo nuestro hombre presto a competir,
atento al trabajo de Leonardo y de otros. “Sentía pánico a la
obsolescencia”, explicó Falomir durante un paseo por la Pinacoteca
vaticana, “desde el día en que vio cómo Perugino, con quien se formó,
pasó de ser un gran pintor a un mero condenado a la irrelevancia”.
Guiado
por la luz de aquella revelación, no descansó hasta verse solo en la
cúspide de los artistas de Roma. Sucedió a la llegada de León X (a
quien también retrató, aunque luciese un gesto ciertamente más
bobalicón). Hacia 1514, Miguel Ángel, aislado por su ingobernable
temperamento, se hallaba enfrascado en una de sus titánicas tareas
escultóricas. Y Leonardo (tercer vértice de la santísima trinidad del
Renacimiento descrita por Falomir), de quien, según Delieuvin, Rafael
estudió atentamente el segundo cartón de la Santa Ana durante su estancia en
Florencia, era un anciano superado por la ambición de sus obsesiones
científicas. Entonces, el pobre chico de Urbino fue invitado a suceder
a Bramante, muerto ese año, como jefe de antigüedades de Roma y pudo
dar rienda suelta a otra de sus grandes pasiones: la arqueología.
Al
nombramiento siguieron tiempos de enorme actividad para Rafael, años de
ideas esbozadas que otros se encargaban de culminar. “Todo el mundo
comprendió, no solo en Roma, la máxima que dice que si quieres ver algo
terminado con rapidez, debes encargárselo a un hombre ocupado”, afirma
Tom Henry. “En esta época solo se puede certificar la autoría al 100%
de los cuadros que pintó de sus amigos y benefactores”. Entre ellos,
tres de las estrellas de la exposición, los retratos de Baldassarre
Castiglione (1519) y el autorretrato con Giulio Romano, y el de Bindo
Altoviti (1516-1518), provenientes del Louvre y de la National Gallery
de Washington.
Estas
piezas, pero sobre todo la imponente La
transfiguración, ofrecen
la poderosa tentación de imaginar qué habría podido salir del pincel de
Rafael de no haber sucumbido tan joven a su propia leyenda. Incluso
Henry, cuya religión, “el pensamiento positivo anglosajón”, no le
permite esta clase de aventuras en los resbaladizos terrenos del
arte-ficción, se atreve a considerar que, si no hubiera muerto, la
evolución del arte occidental se habría ahorrado unos 80 años.
‘El
último Rafael’ ocupará las salas del Prado entre el 12 junio
y el 16 de septiembre.
Iker Seisdedos: Rafael, las pasiones de un genio, EL PAÍS, 3 de junio de 2012