Ripollés, 50 años sin la brocha gorda

El pintor y escultor castellonense despide con exposiciones en Córdoba, Bélgica, Holanda y Francia el año en el que conmemora el cincuenta aniversario desde que abandonara la pintura industrial para ser un profesional del arte tras firmar por la galería parisina de Picasso, Chagall o Buffet.

En la década de los setenta, después de regresar de Francia y de residir temporalmente en Andalucía o Madrid, Ripollés se confinó como un anacoreta en una masía abandonada sin luz, electricidad ni teléfono. Aquel aislamiento de introspecciones y soliloquios dio origen a una producción pictórica rica en escenas amorosas en las que ninfas, voyeurs y amantes situaron al pintor y escultor ante una de sus principales motivaciones artísticas, el sexo y la mujer. Ese aislamiento no le ha impedido convertirse en una de las principales figuras del panorama artístico nacional dentro y fuera del país.

Los cincuenta años de Ripollés sin la brocha gorda no sólo quedan resumidos en una dedicación secular al arte desde su infancia. Por su vocación contestataria y crítica fue detenido en tiempos del franquismo por ser cofundador de las Comisiones Cívicas de Tierno Galván, frecuentó en París amistades como las del Campesino o el gobierno republicano exiliado e, incluso, organizó junto a la duquesa roja la manifestación de Palomares. Por toda esa intensa actividad en la clandestinidad fue condecorado en París por Santiago Carrillo, destacado líder comunista en la España de la transición y las primeras legislaturas democráticas. Con una estética muy heterodoxa de pañuelo con cuernos y ropa de colores -"si quisiera ir disfrazado por la calle me pondría traje y corbata", apostilla- que en otros tiempos acompañó de una barba franciscana floreada, Ripollés traza un vitalismo en su obra que contrasta con el dramatismo de su infancia, marcada por la muerte durante el parto en Alzira de su madre biológica, la violación de su madre adoptiva por soldados franquistas, la cartilla de racionamiento y el aislamiento intelectual (-"todas las palabras que me dijo mi padre cabrían en un puchero"-, recuerda).

En noviembre de 1958, la prestigiosa galería Drouand David en la que colgaban cuadros Picasso, Buffet o Chagall y que había acunado a los españoles Lapayese, Badía o Ubeda, descubrió a Ripollés -"por un accidente", afirma el artista- y, desde entonces, su obra comenzó a recorrer toda Europa, Japón, Estados Unidos, donde el famoso coleccionista Leon Amiel adquirió toda su obra, o México, donde mantuvo una estrecha relación con Sequeiros. Ripollés volcó en la pintura su actividad artística durante muchos años hasta que, en los ochenta, se introdujo en la escultura, una disciplina con la que ha adquirido una gran notoriedad internacional. El hecho de que la monumental Venecia sólo haya autorizado hasta el momento a Botero y a Ripollés a exponer en sus calles y canales esculturas de gran formato acredita el prestigio de su colección escultórica.

El destino de Ripollés con la pintura no tenía vuelta atrás y su encuentro con la brocha gorda cambiaría su vida para siempre. Decidió por las noches apuntarse a clases de dibujo en el instituto Ribalta que sólo le sirvieron para enervar a su profesor, porque a Ripollés no le gustaba copiar los modelos, sino reinterpretar la realidad lejos de los dogmas de Porcar, por aquel entonces el referente artístico de Castellón. Por eso buscó en París, a los 22 años, nuevos estímulos a sus inquietudes artísticas. A Francia llegó como pintor industrial y pronto se convirtió en el operario preferido de su patrón. Un día le tocó decorar el apartamento parisino de Marylin Monroe muy poco tiempo antes de dar el paso decisivo para reemplazar los andamios y el mono de trabajo, hasta entonces su modo de vida, por el arte.

Juan García Ripollés tenía un gran porvenir como futbolista. En la década de los cuarenta, en tiempos en que Eizaguirre, Gainza, Campanal o Herrerita eran ídolos en las tardes de domingo de calzones largos en el Metropolitano, Heliópolis o Chamartín, Ripollés (1932), hoy en día un reconocido pintor y escultor sobre todo en el extranjero, asombraba en las calles de Castellón por sus habilidades con los balones de trapo. A la edad de las canicas descubrió los colores y sus infinitas combinaciones con la brocha gorda mientras lucía muros, daba manos de cal en talleres y adecentaba viviendas como la de la señora Pilar, una conocida prostituta de calderillas a la que repintó paredes de su burdel con vivos colores. Aquel encargo desató las iras en el católico y tradicionalista hogar de Ripollés y el enfado de su madre, encolerizada por los comentarios del barrio, a punto estuvo de costarle su puesto como pintor.

Ripollés, 50 años sin la brocha gorda, El Mundo, 31 de diciembre de 2008