Teatrino holandés

Holanda nos pone a imaginar la pulcritud pulida y el cálculo tranquilo, en el silencio de nubes que pasan muy altas, sin roce que valga, como en los cuadros viejos, con el trajín diario de la casa y el taller. Y un pintor mediano como Peter Saenredam puede que saque a las claras, antes y mejor que otros grandes -Rembrandt o Van Gogh, que, por grandes, se salen de lo particular- eso que la imaginación, siempre amiga de las caracterizaciones, muy bien nos presentaría como «lo holandés». Aquí en Holanda -dice la imaginación- fue la paciencia que nunca desfallece, la calma que planea y ejecuta apenas turbada por la inmensidad del horizonte o, si fue el caso, del adversario. Concentrada, meticulosa, la paciencia no entra a discutir con el Infinito y prefiere urbanizarlo cuadriculándolo, reticulándolo o plantando en el infinito mar los pilotes de un suelo seguro. De Saenredam a los plasticistas, esa pulcritud concienzuda toma medidas, calcula y fabrica sin perder el gesto ni la calma por la imaginación de lo inconmensurable.

Pieter Jansz Saenredam: Interior of the St Jacob Church in Utrecht, 1642, Oil on wood, 55,2 x 43,4 cm, Alte Pinakothek, Munich,

Un crujir de sábanas. La paciencia, que no considera a lo inconmensurable cosa suya, pule la lente en la casa de ladrillo rojo en la que, si acaso, sólo se oye al abrir el armario el crujir de las sábanas almidonadas. Si una perseverancia se lo propone, todo lo podrán la dedicación y el cálculo, sin ceder a la tentación de imaginar relaciones con aquello Absoluto y ajeno. Calvino decía que Dios había inventado el infierno para arrojar allí, como condena, a los que hacen preguntas inconvenientes. Casi veinte años después de que los calvinistas firmaran la Unión de Utrecht, nació Peter Saenredam, el pintor de las iglesias blancas que viajó una vez a Utrecht, cuando ya las imágenes católicas habían sido descolgadas y quemadas, para pasar allí todo el verano de 1636, año del Señor.

Pieter Jansz Saenredam: The Old Town Hall in Amsterdam, 1657,
Oil on panel, 65 x 85 cm, Rijksmuseum, Amsterdam


En Saenredam puede verse a un pintor especialista en iglesias como, pongamos por caso, el británico Stubbs pudo ser un pintor de caballos. Pero es eso y no es eso. ¿Para quién y para qué pintaba Saenredam estas iglesias, sobre todo los minuciosos, nítidos, encantadores interiores que vienen a ser como pequeños y extraños mundos de porcelana? Circulaba el pintor entre arquitectos y agrimensores. No necesitaba exactamente pintar para vivir. No admitía encargos. Compraba grabados y escritos matemáticos y tratados de construcción. Entraba a los templos, muchos ya sin culto, y tomaba unos bosquejos de los que luego no fiaba, porque fianza sólo la tenía para sus mediciones, que puestas a escala terminaban en el papel. El calco llevaría luego las líneas a la tabla preparada. El color acabaría la tarea en una operación como de espacios coloreados a la manera de los cuadernos infantiles. ¿No hay en Saenredam un pintor naïf? Hay veces que puso un filo de pan de oro para sacar los brillos de un tubo de órgano. Las iglesias, ya desnudas, de Haarlem fueron pintadas por él y armadas sus perspectivas como quien compone el juego -para niños- de un teatrino.

De cien en cien. En Utrecht, la peste celebraba cada día sus ceremonias a centenares. Pero nada perturba el teatro de la pureza, de la frialdad, de la exactitud, del silencio, que es el de Saenredam. Alguna vez le sale al pintor un cliente del viejo mundo católico, y entonces -en la capilla de San Antonio de la iglesia de San Juan- añade sobrepuesto, como un extraño invitado al vacío aquel, el altarcillo con su crucifijo ante el que hincan rodillas algunos personajes que también se hacen extraños. Pero los más de los invitados, ¿qué hacen aquí? Hay gentes de rumbo que parecen deambular por las blancas naves como quien entra a un salón de baile. Hay quienes juegan en el suelo y hay incluso un perro que salta y los caballeros que charlan -sin descubrirse- como en un parque civil. Algunos los pintaron otras manos. Pero es igual: lo civil había puesto sus pilotes en el mar de lo Infinito, que acabaría en cosa del César.

Pieter Jansz Saenredam: The West Front of St Mary's Church, Utrecht, 1665, Oil on panel, 65 x 51 cm, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

En medidas exactas. Santa María de Utrecht ya no tenía culto a la llegada de Saenredam. Había sido una gran iglesia a manera de basílica, levantada a modelo de San Ambrosio de Milán. El pintor la volcó en medidas exactas con cuya exactitud hizo luego lo que quiso, según viniera o no viniera bien al efecto del teatrino. Pintó de Santa María pinturas maravillosas como de San Juan y de Santa Catalina. (Una sombra de nube pasa por la vidriera de Santa Catalina que Saenredam incluyó en la representación). El Museo Thyssen guarda en su colección la pintura de la fachada oeste de Santa María de Utrecht, donde se ve muy bien que la iglesia ya está abandonada y es nido de pájaros; crece la hierba entre las piedras blancas, y un arbusto, ya mediano, asoma por las cubiertas derrumbadas. Es, en gran medida, una «pintura de ruinas». Pero, ¿para quién? ¿Para qué? Quizá el puro gusto de medir y trazar, de copiar y pulir, tenga aquí su gran parte de actuación en el quid de la obra. Porque toda esta infinitud, esta gloria de las viejas, góticas naves antiguas, a los ciudadanos nuevos que deambulan por ellas sin descalzarse de sus sombreros, ¿qué les dirá? ¿Qué podrá decirles todo esto, si ninguna inmensidad -quizá piensan ellos- es ya cosa nuestra?

Enrique Andrés Ruiz: Teatrino holandés, ABCD Las Artes y Las Letras, nº 884, 3 de enero de 2009