El simbolismo o la oscura fuente de los deseos
Como casi todos los movimientos artísticos, el simbolismo fue antes y luego simultáneamente un estado de ánimo colectivo. Al tiempo que las líneas de ferrocarril llenaban de móviles cicatrices de hierro, supurantes de vapor, el rostro de Europa y Norteamérica, las clases lo suficientemente acomodadas como para saber leer y comprar alguna que otra revista ilustrada demandaban imágenes y aventuras que transcurrían en el tiempo de los sueños; en las estanterías coexistían lacrimógenos folletines rabiosamente maniqueos, los Tiempos difíciles de Charles Dickens y las novelas medievales de Walter Scott. Pero la poesía era decididamente legendaria (a casi nadie se le hubiese ocurrido escribirle un poema a un arrabal devorado por el hollín; como tema preferían la ambigüedad del mago Merlín, la anfibia desdicha del hada Melusina o la despechada perfidia de Salomé). Bien pensado, tenía su lógica natural: a quienes contemplaban la triste, fea y sucia degeneración de las ciudades industriales lo que les apetecía era fantasear con bosques encantados, templos jónicos asomados a un mar donde la pureza era mansa, sabia y azul, evanescentes castillos levitando sobre un horizonte de mutante lejanía... Nostalgia de la belleza; ensueño donde la joven burguesa, enferma de tedio, y la sudorosa proletaria, que a duras penas había aprendido a leer por su cuenta, se transformaban en princesas aliadas y la chimenea de una fábrica en la flamígera boca del horrísono dragón (suerte que san Jorge y sir Lancelot no andaban lejos).
Jean Delville: Orpheus, 1893, Óleo sobre lienzo, Colección privada
El concepto, como siempre, aparece después, demandado por una realidad cuyo proceso ha comenzado un par de décadas antes. El poeta Jean Moréas proclama en 1885 su "Manifiesto Simbolista", rápidamente asumido por unos pintores tan en sintonía con la literatura que parecen sus ilustradores; o tal vez sean los escritores quienes traducen las imágenes, convirtiéndolas en el resto de la historia del que el cuadro o el grabado refleja sólo un instante; o, como en los casos Dante Gabriel (dos nombre que casi definen su iconografía: el genio italiano bajomedieval y el arcángel que anunció a María su divina preñez) Rossetti y William Morris, el poeta, el pintor y el teórico coinciden en la misma persona. El simbolismo es probablemente el movimiento pictórico y escultórico más influenciado por la literatura y, en justa reciprocidad, uno de los que más ha influido en ella. Y creo que este momento absolutamente germinal todavía está infravalorado: Edgar Allan Poe, Gérard de Nerval, Charles Baudelaire, Paul Gauguin, Arthur Rimbaud, Alfred Kubin, Paul Verlaine, Aubrey Beardsley o Camille Claudel son personajes tan conocidos por sus vidas excesivas y a menudo trágicas que la etiqueta de “bicho raro” y los chismes difuminan la enorme potencia de su obra. La siempre exquisita editorial Taschen viene ahora a corregir, al menos en su vertiente artística, esta visión desenfocada e injusta con un suntuoso y, sin embargo, asequible volumen que, tras el título de El simbolismo, contiene un inteligente, aunque parcialmente discutible, y muy didáctico texto de Michael Gibson y unas imágenes con tanta fuerza y belleza que cortan el aliento.
Puvis de Chavannes. Jeunes filles au bord de la mer , 1879, Musée d'Orsay, París
El místico y el artista
El hueco que la religión había cavado en el alma occidental era demasiado profundo como para que el positivismo y la ciencia pudiesen ahogarlo de la noche a la mañana. La sociedad, para bien o para mal, nunca va tan rápida como sus filósofos. No termino, empero, de comulgar con la cita de Walter Benjamin (“El concepto de lo demoníaco surge allí donde el de Modernidad aparece en conjunción con el catolicismo”) que sirve a Gibson para apoyar su argumento de que el simbolismo se originó en las regiones católicas como una especie de reacción espiritual frente al grosero materialismo del progreso industrial. Me parece bastante obvio que su angustia de fondo, que puede extremarse hasta el más riguroso puritanismo o degenerar hasta un turbio y perverso fatalismo, procede de la religiosidad individualista del protestantismo y sus sucedáneos. Swedenborg, William Blake u Horace Walpole (también Poe, a su manera) están en el origen del primitivo romanticismo y, desde luego, muy distantes del fogoso y colectivo barroquismo de la sensibilidad católica coetánea. El romanticismo nace en el norte, en un norte que imagina el sur, lo sueña y lo reinventa. Además, para cuando la industrialización y la modernidad llegaron a la Europa más genuinamente católica el simbolismo ya hacía bastante tiempo que había pasado de moda y se había transmutado en regionalismo, modernismo orgánico o exótico o algún otro estilo más o menos secundario y afín.
¿Puede considerarse al simbolismo como una evolución manierista del movimiento romántico? Las obsesiones coinciden (el misticismo panteísta, la recuperación de las mitologías antiguas y las sagas medievales, el exotismo, la muerte, el sexo, lo demoníaco, lo angélico...), pero si comparamos un cuadro de Eugène Delacroix con otro de Gustave Moreau, o uno de Caspar David Friedrich con otro de Arnold Böcklin, se nos hace bastante evidente la pérdida de fuerza, tragedia y nitidez en beneficio de una sensibilidad más mórbida, brumosa y, para mi gusto, profunda. Es decir, sí; creo que puede decirse que el simbolismo amanera el romanticismo, pero para enriquecerlo, para versionarlo, para recomponerlo en unas sofisticadas variaciones que en ocasiones superan al original en significado y capacidad sugestiva.
Gustav Klimt: The Tree of Life, 1909, Österreichishes Museum fürAngewande Kunst, Vienna
Tanto el cristianismo como el platonismo y sus secuelas conciben la existencia como una sucesión de niveles de realidad: más allá de lo que puede percibirse con los sentidos convencionales está la dimensión de lo sobre-real (sur-réel => surrealismo), una dimensión sobrenatural donde confluyen los anhelos (desasosiego y tremenda nostalgia de un paraíso indefinible) tanto del místico como del artista visionario. El lenguaje es una red lógica de relaciones, alusiones, comparaciones (?)... Pero, ¿cómo relacionar, comparar, aludir a lo que está “más allá” de los conceptos, de las palabras cotidianas, de cualquier lógica? A través del símbolo “vemos” lo que no puede verse, “entendemos” lo incomprensible, comunicamos lo “inefable”... Tanto el místico como el artista están abocados a la fe, pues, en última instancia, han de dejarse poseer por algo que les trasciende, por algo que desde la oscuridad se expresa a través de ellos (aunque esa misteriosa inspiración rara veces les libre de la dura ascesis, la disciplina, la técnica...). No hay más que leer los sonetos de Miguel Ángel o las cartas de Van Gogh para empaparse de negras noches del alma, éxtasis y, por supuesto, simbolismo.
Gustave Moreau: Le triomphe d'Alexandre, 1875-90, Musée National Gustave Moreau, París
Más actual que nunca
“Mis dibujos nos transportan, lo mismo que la música, al mundo ambiguo de lo indeterminado”; la frase podría pertenecer a De lo espiritual en el arte (1912) de Wassily Kandinsky: pero no es así: la escribió Odilon Redon, un artista original, en el mejor sentido de la palabra: original porque fue el origen, la fuente, de buena parte de la pintura que se haría después de él. Por supuesto, el expresionismo y la abstracción más amables ya están en sus pasteles; pero, ¿acaso dos ídolos consolidados del actual panorama artístico como Francesco Clemente o Miquel Barceló no son deudores de la estética de Redon? Este artista constituye la más evidente prueba de que el simbolismo no fue un movimiento estanco, un excéntrico, decadente, exquisito y convulso interregno (entre el realismo y las vanguardias) sin continuidad ni herederos. Eso por no mencionar las similitudes entre las solitarias casas de Fernand Khnoff, William Degouve de Nuncques y las palpitantes soledades de Giorgio de Chirico, Edward Hopper o Georgia O’Keeffe. Dejemos a René Magritte, Maurits Cornelis Escher, Max Ernst, Salvador Dalí..., todos ellos simbolistas desde y hasta la médula.
Una de las mejores virtudes del volumen que edita Taschen es su oportuna división geográfica del movimiento. Así nos encontramos con los prerrafaelistas británicos cogidos de la mano del movimiento Arts & Crafts; con los imprescindibles Gustave Moreau , Puvis de Chavannes, y los más inclasificables Maurice Denis y Paul Gauguin en salones y academias francesas, en islas de los Mares del Sur; mucho más inesperados son los interesantísimos (y extrañísimos) creadores que ocupan las páginas dedicadas a Bélgica y los Países Bajos (Félicien Rops, Jean Delville, Jan Toorop), a los países germánicos y escandinavos (Arnold Böcklin, Ferdinand Hodler, Franz von Stuck, Gustav Klimt, por supuesto, Alfred Kubin, Carlos Schwabe, Edvard Munch, faltaría más), a los eslavos (Alfons Mucha), a los tardíos mediterráneos, ya más modernistas, futuristas y surrealistas que propiamente simbolistas (Carlo Carrà, Antonio Gaudí, el justamente reivindicado Néstor, Salvador Dalí). Una protesta: ¿por qué el único artista español al que, aunque como excéntrico epígono, el traje de simbolista le sentaría estupendamente no aparece por ninguna parte? Me refiero a Julio Romero de Torres. Señor Gibson, debería darse una vueltecita por Córdoba antes de sacar la segunda edición de su, por otra parte, más que recomendable libro.
Julio Romero de Torres: La escultura (1905), Círculo de la Amistad, Córdoba,
Título: El simbolismo. Autores: Michael Gibson (texto) y Gilles Néret (concepción). Edita: Taschen, Madrid, 2006.
Manuel Ariza Canales: El simbolismo o la oscura fuente de los deseos, Diario Córdoba / Cuadernos del Sur, 8 de marzo de 2007