Un paisaje balcánico pintado con té

La arquitectura en los Balcanes, un caso típico de las situaciones tras un conflicto, refleja el abandono de los proyectos estatales y una actividad privada informal que está cambiando el perfil de las ciudades

Esto es literatura. El arquitecto Atanás Svilar, a pesar de su valía profesional, no consiguió nunca que le hicieran encargos. Por la noche dibujaba sin descanso y cuando se le ensuciaban las gafas, las lamía y seguía trabajando. Las ideas de Svilar, enrolladas en papel por todas partes, se iban llenando de telarañas. Se fue avergonzando de sus instrumentos de dibujo y llegó un momento en que pensó que era un arquitecto fracasado. Atanás opinaba que el humor es a la arquitectura lo que la sal al pan, que hacía falta tener una puerta para cada estación del año y un suelo de día y otro de noche. Con estos pensamientos, ¿cómo iba a ser arquitecto? De repente, modificó su actitud. Rechazó el nombre de Svilar, con el que se licenció en la Escuela de Arquitectura de Belgrado, y lo cambió por el de Fiódorovich Razín. Volvió a hacer coincidir su vida con el sol y se dijo que aquello que nunca le había gustado le tenía que interesar. En su nueva actividad fuera de la arquitectura triunfó en California como hombre de negocios, dueño de una empresa de colorantes y productos químicos. Pero Atanás, seguía soñando con su antigua profesión. No dejó nunca de garabatear en unos cuadernos que se abrían siempre con un paisaje pintado con té. Él, que probablemente era la persona del mundo que mejor conocía los pigmentos y su tecnología, renunciaba voluntariamente al color en sus paisajes monocromos y los aguaba con bebidas orientales de distintas intensidades. En uno de ellos, para pintar el mar utilizó diez clases distintas de té. El cielo estaba entonado con una mezcla de hachís y un carísimo té blanco ruso. El texto de una esquina del cuadro decía: "Brioni, residencia veraniega de Josip Broz Tito

Bloques de viviendas colectivas del Nuevo Belgrado. J. Mozas

Esto es política. En Serbia, después de Tito se acabó la arquitectura. Sólo quedó la literatura. El misterio aritmético de la antigua Yugoslavia de siete en uno -rodeada por siete vecinos, formada por seis repúblicas, cinco nacionalidades, cuatro lenguas, tres religiones, dos alfabetos y un solo país verdadero- se disolvió en el aire con Slobodan Milosevic. El sucesor de Tito fue incapaz de construir un único edificio reseñable. Su periodo en el poder supuso para la arquitectura serbia una travesía por el desierto. Se dio el gusto de excavar una estación subterránea de metro, sin línea de metro, y de levantar un esquizofrénico monumento a la "Victoria sobre la OTAN", un año después de su derrota. Estos son sus fiascos más destacados.

Serbia está inmersa en una crisis profunda, con falta de confianza, déficit de servicios sociales, paro elevado y corrupción política. La inflación está disparada. Las guerras de Croacia, Bosnia y Kosovo han causado miles de refugiados, que han elegido las afueras de Belgrado como destino final. Los esfuerzos de renovación urbana se centran en conseguir inversiones extranjeras para que empresas israelíes o rusas levanten anodinos conjuntos especulativos en emplazamientos señalados. El traslado de la estación ferroviaria a Prokop, liberando en el centro una gran zona de oportunidad -llamada el Anfiteatro-, en la ribera derecha del Sava, y la reconversión del antiguo puerto fluvial en el Danubio son dos proyectos que avanzan y se detienen sucesivamente cada tres años. Para ponerlos en marcha se necesita continuidad política y prosperidad económica, situaciones que todavía no se han alcanzado.

Esto es arquitectura. Cuanto más se paraliza la construcción pública por la crisis y la burocracia, más se favorece la ilegalidad y la informalidad de la iniciativa privada. Los edificios construidos en el periodo pos-Milosevic no son más que destellos de lentejuelas de la economía de mercado, que carecen de la potencia ideológica de la época yugoslava, cuando el brutalismo y el realismo social anulaban cualquier pretensión del genio individual. Las respuestas arquitectónicas en la época de Tito y en la de Milosevic fueron completamente distintas. En el primer caso, se pretendía la dignificación de lo colectivo y en el segundo, la instauración de un neobizantinismo nacionalista. En 1999, después de la demonización internacional de Serbia, se produjeron los bombardeos selectivos de la OTAN, y el Ministerio de Defensa, de Nikola Dobrovic, fue parcialmente destruido. Varias bombas de precisión cayeron sobre este lugar, desde donde se planificaron las acciones más brutales sobre Dubrovnik, Vukovar y Sarajevo. La OTAN tardó más de un mes en decidir atacar estos dos edificios gemelos, probablemente porque nunca entendió que una arquitectura concebida desde la modernidad y no desde el neoclasicismo estalinista pudiera albergar tanta ignominia. Actualmente, el antiguo ministerio está abandonado y tiene pocas probabilidades de ser reconstruido por falta de fondos y por la voluntad de los ciudadanos de Belgrado de preservarlo como monumento a la agresión externa contra el pueblo serbio. Este edificio moderno, referenciado en las guías de arquitectura contemporánea, se muestra como una ruina indiferente a su entorno y testifica, mediante sus hierros retorcidos, a favor de la Historia de la Devastación y del Carrusel de las Desilusiones, verdaderos signos de identidad de esta ciudad.

Ahora, en Belgrado, la iniciativa privada sobrevive como puede y se lanza al boom de la construcción ilegal. Los arquitectos son ignorados, ya que en muchas situaciones ni siquiera son necesarios, y si lo son es para estar al servicio de las empresas de la construcción, que imponen las condiciones y rebajan los honorarios. Muchos arquitectos serbios no han conseguido un solo encargo, han tenido que buscar otra profesión, e incluso salir del país para prosperar. Por todos lados aparecen como champiñones los grey buildings o edificios ilegales pero aceptados, que en poco tiempo pasan del negro-ilegal al blanco-legal, atravesando por una fase intermedia de gris-tolerancia. Esta monocromía en gris, no física sino espiritual, es el resultado de la inoperancia del Estado. La desregulación no intencionada ha sido la solución menos dramática para los refugiados de guerra, que no para los arquitectos, y ha conducido a la falta de disciplina, a la no-arquitectura. Los tonos del gris son variados y consisten en aumentar la altura de los edificios del centro construyendo sobre-pisos y añadidos con serias carencias estructurales, en introducir, sin criterio, edificios residenciales en el interior de los generosos espacios libres entre bloques de la época socialista y en densificar, sin planificar, el extrarradio mediante viviendas colectivas sobre terreno rústico de antigua propiedad estatal. Este cambio brusco de los principios urbanos sorprende a los ciudadanos de Belgrado, que no acaban de creerse tanta degradación arquitectónica. Actualmente, lo único positivo de la arquitectura serbia es la esperanza de que pueda resurgir de sus cenizas.

Pintar paisajes con té conlleva la frustración de no poder representar el mundo tal y como es, porque la monocromía conduce a la desesperanza, a la desazón, la misma que sufre el pueblo serbio en este momento. La misma que padeció el arquitecto Atanás Svilar, a quien a la mañana siguiente, después de darse cuenta de que no iba a poder construir un solo proyecto, se le coaguló la leche del desayuno en la boca y ya nunca más volvió a tocar el pan con la mano.

Atanás Svilar es el protagonista de Paisaje pintado con té. Milorad Pavic. Anagrama. Barcelona, 1991

Javier Mozas, Un paisaje balcánico pintado con té, El País / Babelia, 27 de diciembre de 2008