Patinir y la invención del paisaje

Sala LVI del Prado. Numerosos visitantes se arraciman en torno a «El Jardín de las Delicias», de El Bosco. A su lado, pasa casi inadvertida una joya del museo, «Las Tentaciones de San Antonio Abad», de Joachim Patinir (1495-1524) . Pocos se detienen a ver esta maravillosa tabla, que luce espléndida tras ser restaurada, al igual que las otras tres obras de este artista flamenco que atesora el Prado. Aquel día aún no las habían trasladado a los espacios que ocuparán en la primera e irrepetible monográfica que el Prado dedicará, del 3 de julio al 7 de octubre, a un pintor de culto, idolatrado por las elites, pero un completo desconocido para el gran público. «Algunos amigos me hablan de Platini», bromea Alejandro Vergara, jefe de conservación de Pintura Flamenca del Prado y comisario de la muestra.

Hace dos años se celebró una reunión de los principales especialistas, que coordinaron un ambicioso proyecto de investigación en torno a Patinir: de ahí surgió su catálogo razonado, que sienta las bases sobre quién es este enigmático pintor, del que se sabe muy poco (apenas dos fechas contrastadas: que ingresó en 1515 en el gremio de San Lucas de Amberes y que murió en 1524), y qué obras se le atribuyen. Finalmente se le adjudicaron 29 -salidas de su mano o en colaboración con su taller-, de las cuales sólo hay cinco firmadas. Veintidós de ellas, dos terceras partes de la obra atribuida a este artista, se verán en la exposición «Patinir y la invención del paisaje». Tanto el comisario de la muestra como el director del Prado, Miguel Zugaza, coincidieron en señalar que la obra de Patinir ha estado "secuestrada" en España, donde se encuentran seis óleos de la limitada obra del artista: cuatro en el propio museo, uno en el Thyssen, y el desconocido 'Paisaje de San Cristóbal', una de sus obras más importantes, en El Monasterio del Escorial.
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«El buen pintor de paisajes»

Joachim Patinir hizo que el paisaje dejara de ser un elemento secundario y lo transformó en el protagonista de sus cuadros, "con tal éxito, que su manera de pintar se convirtió en un género", explicó a pie de exposición Alejandro Vergara. Este pintor flamenco empleó una "estética y una belleza totalmente diferentes a las utilizadas hasta el momento", imprimiendo a su reducida obra un halo onírico y misterioso semejante a la obra del Bosco, que fue contemporáneo suyo, relató Vergara. Algunas tablas las hizo Patini al alimón con otros pintores. Se sabe, por ejemplo, que las figuras que aparecen en «Las Tentaciones de San Antonio Abad» son obra de Quentin Massys, uno de los grandes pintores de su generación y buen amigo suyo: tras la muerte de Patinir quedó como protector de sus hijos. También fue amigo de Durero, quien se refiere a Patinir como «el buen pintor de paisajes». Dibujó su retrato, hoy perdido, pero que conocemos gracias a un grabado de otro artista, que se publica en un libro en 1572.

Patinir se ha tornado una obsesión para Alejandro Vergara durante los últimos dos años. Por todos los rincones de su despacho hay desparramadas láminas del artista, sus amigos le envían postales de obras que algunos museos atribuyen a Patinir, y en un corcho está pegada una fotografía de una montaña tomada de una web de escaladores belgas, que recuerda las extravagantes rocas de Patinir. Se ha enamorado hasta la médula del trabajo de este pintor, al que sitúa incluso por encima del mismísimo Vermeer, otro artista de culto. Jorge Semprún, Carlos Barral o Hugh Thomas forman parte también de la pequeña pero exquisita legión de fans patinirianos. «Tanto Patinir como Vermeer tienen una magia especial -comenta el comisario-. Particularmente, yo soy más susceptible al hechizo de Patinir que al de Vermeer. Pero hay cierto paralelismo entre ellos; con la obra de ambos sales de este mundo y entras en otro con una lógica distinta».

El desconocimiento que tenemos hoy de Patinir contrasta con el éxito del que gozó en vida. Sus mejores cuadros, cuenta Vergara, acabaron en Madrid, gracias al buen ojo que tenía Felipe II. No sólo le apasionaron Tiziano y El Bosco. También Patinir. Apenas 50 años después de que éste muriera, el Rey llegó a tener diez obras suyas en su colección. Se cree que debió recibir encargos muy relevantes, por la cuidada y ambiciosa ejecución de algunas tablas y la importancia de las colecciones en las que se documentan.

En el siglo XVI Amberes, apunta Alejandro Vergara, fue «el mercado de pintura más competitivo que haya habido nunca. Fue la principal fábrica de pintura de Europa durante más de 200 años. Para hacerse un hueco en ese mercado, Patinir inventa un género, el paisaje. Se le ocurre un tema y una forma de pintarlo, que inmediatamente se identifica con su marca. Tuvo tanto éxito su fórmula que en otros talleres de Amberes empezaron a hacer réplicas a patadas». Además de este motivo económico, el comisario habla de otro cultural: el gran interés del humanismo por la naturaleza.

Entre lo real y lo fantástico

Vergara explica la curiosa estrategia compositiva de los cuadros de Patinir: «Sus paisajes, que siempre ocupan un lugar protagonista, ofrecen vistas panorámicas de amplias extensiones de tierra. Las zonas más próximas al espectador se ven desde arriba, a vista de pájaro, pero todos los elementos que se encuentran en el paisaje (rocas, árboles, figuras, animales, barcos...) quedan siempre a la altura de los ojos». Los detalles, reales hasta el extremo, contrastan con un clima irreal y fantástico que inunda todas sus pinturas. Recuerdan en cierta manera los enigmáticos y misterioros paisajes de otro pintor de culto, Giorgione.


¿Va a sorprender Patinir al público que acuda a la exposición? «Yo creo que sí -responde Alejandro Vergara-. Van a encontrar una pintura muy original y diferente; una pintura intensa, impactante, muy mental, tanto por lo que tiene de combinación de realidad y fantasía, como por los colores». Se refiere a la belleza en el sentido trascendente de la palabra: «Dedicarle un rato largo a Patinir te hace más feliz de lo que eras antes de ver sus obras, como cuando ves una gran película o lees una gran novela. Sin duda, es uno de los pintores que más me ha aportado no como historiador, sino como amante de la pintura».


Prólogo y epílogo


De las obras maestras de Patinir, Vergara tan sólo echa en falta en esta muestra un «
San Jerónimo» del Louvre, que no ha podido viajar por su estado de conservación (la tabla tiene una grieta que la hace muy frágil). A los cuatro cuadros del Prado se suman joyas como el «Bautismo de Cristo», del Kunsthistorisches de Viena; «Tríptico con la penitencia de San Jerónimo», del Metropolitan; «Paisaje con la huida a Egipto», del Koninklijk Museum de Amberes o «Paisaje con San Cristóbal», de El Escorial. Hay obras suyas en colecciones particulares de Suiza, Alemania y Madrid.

Pero la exposición cuenta además con un prólogo y un epílogo: los precursores y los seguidores de Patinir, reunidos en una treintena de obras. Entre los primeros, Robert Campin, Rogier van der Weyden, Gerard David o, sobre todo, El Bosco. «
Patinir fue uno de los primeros pintores en incorporar sus imágenes inventadas -comenta Vergara-. El Bosco pinta una idea del mundo en la que se dirime la lucha entre el bien y el mal, entre Dios y el demonio. También se da en Patinir». Este prólogo se completa con cuatro joyas de manuscritos iluminados, procedentes de la Biblioteca Nacional, el Museo Lázaro Galdiano y el Getty. Su herencia se aprecia en algunos contemporáneos, como Bernard van Orley y Joos van Cleve, o en artistas posteriores como Herri met de Bles (sobrino de Patinir), Jan van Amstel o Simon Bening. Vergara advierte ecos de Patinir en Velázquez (muy evidente en cuadros como «San Antonio abad y San Pablo ermitaño») y en Pieter Bruegel el Viejo («La cosecha de heno», dice el comisario, es un homenaje a Patinir). Un auténtico festín esta exposición, donde fantasía y misterio dan la mano a una nueva ilusión de realidad.

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El azul Patinir, belleza y promesa de felicidad

Si hay un color que predomina en los cuadros de Patinir es el azul. El pintor Gerardo Rueda se refería a él como «un extraordinario color azul que lo baña y lo inunda todo. Sólo el color supone una especie de flechazo, de magia especial». Alejandro Vergara confiesa que se ha vuelto loco con ese azul. Tanto, que ha acabado obsesionándose con él y buscando por doquier libros sobre este color. Recuerda el día en que su padre, siendo él niño, le dijo durante un paseo por Moncloa, mirando la sierra, que las montañas eran azules, y no verdes, ni marrones: «Lo viví como si fuera una revelación».

Patinir, dice el comisario, «te obliga a ver el cuadro muy de cerca y recorrer sus detalles, pero es inevitable que los ojos acaben atrás. Patinir consigue pintar belleza con esos azules, pero también con una franja blanca que pinta entre el horizonte y el cielo (se repite en todas sus obras). Es una especie de promesa en el más allá. Para Patinir es una promesa de Dios, supongo. Para mí, que no soy religioso, es una promesa de felicidad o de algo más abstracto». Belleza y trascendencia logradas con azules y blancos.

En el libro «El joven del clavel», de Isak Dinesen, se cuenta la historia de una muchacha que coleccionaba jarrones azules, porque «debía haber quedado algo de aquel tiempo en el que todo el mundo era azul». Dice Vergara que, «al contemplar los cielos de Patinir, tenemos la sensación de estar ante ese azul primigenio; sentimos una sensación de epifanía al contemplar los azules que pintó Patinir».