Ferdinand Hodler. La mirada de lo simbólico
Es difícil explicar el olvido al que ha estado sometido una personalidad de la talla de Ferdinand Hodler (1853-1918), uno de los artistas más emblemáticos del simbolismo. Admirado por Rodin, Puvis de Chavannes o Klimt, con una gran proyección en los países de habla alemana, el reconocimiento que alcanzó en sus días, simplemente se eclipsó. En muchos de los manuales Hodler se cita como un pintor periférico, de interés local, al margen de los debates y tendencias contemporáneas. Tal vez, esta marginación sea motivada por su origen suizo y por tratarse de una figura aislada, que no acaba de encajar en los esquemas de historia del arte que tienen su centro en París. Estamos habituados a una historia lineal, la de los siglos XIX y XX, marcada por París y, después de la II Guerra Mundial, por Nueva York. El resto del mundo se observa elusivamente a partir de estos centros culturales. Pero cuando se adopta un punto de mira diferente se descubre otro panorama tremendamente rico y estimulante, como es el caso de Hodler y otros tantos pintores silenciados.
Jeune fille au Pavot, h. 1889
Las tesis de Robert Rosenblum sobre lo que él denomina el romanticismo nórdico y su influencia en la pintura contemporánea, puede estar desfasada y resultar criticable, pero tiene el mérito de buscar otros modelos, otros referentes, más allá del centro de París, para descubrir otra historia del arte y poner de relieve a artistas al margen de su órbita. Precisamente Rosenblum dedica unas emocionadas páginas a Hodler, figura que se situaría entre el postromanticismo y la modernidad. En todo caso, el pintor suizo antecede a aquella generación formada por los Mondrian, los Kandinsky… que aparecerá inmediatamente después.
La exposición que comentamos del Museo d’Orsay (París, hasta el 3 de febrero de 2008) se presenta como una suerte de reparación, siendo la única muestra monográfica dedicada al artista en Francia después de más de veinte años. De la misma forma, su catálogo es la sola obra de síntesis disponible en lengua francesa sobre el artista. Y efectivamente se trata de una gran retrospectiva, un recorrido temático y cronológico muy completo, desde sus inicios hasta su última etapa. Aunque lógicamente existen lagunas y se echen de menos algunas piezas, ésta es una buena oportunidad para aproximarse a la obra de este artista.
El punto de arranque y la formación de Hodler es el realismo que, sin embargo –como se observa en la exposición–, trasciende ya desde sus primeros trabajos. Es difícil explicar cómo. Digamos metafóricamente que en estas piezas hay una especie de silencio, una atmósfera misteriosa, una religiosidad, una suspensión en el tiempo… Posteriormente, Hodler irá profundizando en esta dimensión simbólica, que cada vez se hará más evidente: su pintura no reproduce ya el mundo de las apariencias, sino que muestra otra realidad, una realidad despojada de lo accesorio e irregular y que hace visible las leyes esenciales que ordenan la naturaleza. Hodler elaboró una teoría personal, que denominaba “paralelismo”, y que no es sólo un principio formal sino también una manera de observar y concebir el mundo. Falta profundizar sobre este punto concreto, pero muy probablemente Hodler comparte un substrato espiritualista (los círculos de la Rosacruz, la teosofía…), común a artistas de procedencia simbolista de finales del XIX y principios del XX y que llevó a algunos creadores al arte abstracto. Hodler nunca cruzó el umbral de la abstracción, pero los fundamentos son los mismos. De esta teoría, de la idea de que el universo está sometido a unas leyes supraindividuales y constantes, deviene la frontalidad, la repetición, la simetría, la búsqueda de una imagen esencial, la simplificación, el abandono de la perspectiva aérea y cromática. Así como la búsqueda de arquetipos temáticos (la noche, el día, el nacimiento, etc.) que son aspectos esenciales de su arte. Aún más: las figuras de Hodler parecen animadas por una extraña coreografía, como si ejecutaran una danza ritual, que no es otra que el orden –o pulsación interna– de la pintura. Pero este movimiento posee también una dimensión simbólica. En los periodos más optimistas del artista, la danza manifiesta una sintonía con la naturaleza, una fe puesta en la vida y sus misterios más esenciales: es cuando los cuerpos parecen estar en comunión total con el orden secreto –movimiento o música– del universo.
Hodler alcanza un extraño equilibrio entre lo que parece un arte antiguo y una expresión moderna. Esto es, valores como la frontalidad, la simetría o la repetición, se asocian tanto al arte primitivo como a la pintura más avanzada. En esta ambigüedad se desarrolla toda su obra.
La exposición se cierra con un capítulo muy dramático que aporta una nueva lectura sobre Hodler. Se confrontan, por un lado, sus últimos paisajes, cuando el artista ya estaba enfermo e inmovilizado, próxima la muerte, realizados desde su apartamento sobre el lago Lehman; y por otro, una serie de retratos funerarios de entre 1914 y 1915 –unas doscientas piezas, entre pinturas y dibujos– que Hodler dedicó a la agonía de su amiga íntima, a la que asistió hasta su fallecimiento. La horizontalidad de sus últimos paisajes –prácticamente reducidos a líneas paralelas– es una representación de la muerte que posee su equivalente en la postura yacente de los cuerpos enfermos, ya casi cadáveres, en su lecho de agonía: “Todos los objetos –dice Hodler– tienen una tendencia a la horizontalidad (…) la montaña se aplana, se redondea por el paso de los siglos hasta que es plana como la superficie del agua. El agua va, más y más, hacia el centro de la tierra, como también todos los cuerpos”.
Jaume Vidal Oliveras, Ferdinand Hodler. La mirada de lo simbólico, El Cultural, suplmento de El Mundo, 17 de enero de 2008