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Amoríos adolescentes, parentescos enrevesados. tesoros, reyes y diosecillos. esto es un recorrido por la muestra que londres dedica al apasionante culebrón del faraón niño que reinó hace 3.500 años.
Para hacerse realmente una idea de toda esa magnificencia, “debe creer que sueña al leerlo, porque uno cree soñar al verlo”. La recomendación de Viviant Denon (1747-1825) a sus lectores al tratar de describirles las maravillas de Karnak vale para estas líneas acerca de los tesoros de Tutankamón y su época, hace 3.500 años, que se exhiben en Londres envueltos en un emotivo y espectacular montaje que los realza como nunca. Como el sabio, aventurero, romántico e intrépido Denon, que conservaba un mechón de cabello del heroico general Desaix y una gota de sangre de Napoleón –a cuya expedición a Egipto se sumó–, y que paseaba por las necrópolis tebanas aún veladas de arena llenándose los bolsillos de ushebtis y recogiendo pies y cabezas de momias, el visitante de Tutankhamun and the Golden Age of the Pharaohs vive una experiencia única, asombrosa. “¡Templos, misterios, iniciaciones, sacerdotes!”, exclamaba extasiado Denon, ajeno a la lucha de los dragones de su escolta contra los destacamentos mamelucos. Pues eso, y sin necesidad de arriesgarse a un lanzazo en la barriga como el pobre jefe de brigada Duplessis, cuya sangre empapó las dunas de Luxor.
Dejemos de lado el extraño emplazamiento escogido para la exhibición londinense (el espacio de exposiciones The Bubble, en The O2, el reino del entertainment, de una modernidad chillona); la vecindad de conciertos de rock, bares, cafeterías, incluso de una pista de patinaje sobre hielo –un portento que habría dejado no menos estupefacto a Tut que al coronel Buendía–. Obviemos algunos detalles de dudoso gusto, más dignos de Las Vegas que de Tebas, que rodean a la producción, y adentrémonos, encomendados a Denon y, cómo no, a Howard Carter, en ese universo en penumbras lleno de cosas maravillosas, algunas jamás vistas antes fuera de Egipto.
Las 130 piezas que conforman la exposición (50 de ellas, objetos de primerísima categoría de la tumba de Tutankamón) están repartidas en 6.500 metros cuadrados (una moderada ratio de densidad que hace que, por comparación, el viejo, abarrotado y entrañable Museo Egipcio de El Cairo parezca el metro de las antigüedades en hora punta). Las obras van apareciendo aquí poco a poco a los ojos del visitante, desplegándose de una manera premeditadamente lenta y dispersa, bajo una cuidadísma iluminación que pone de relieve su belleza y su valor. En el laberinto de salas y niveles, con el sobrecogido sentimiento de misterio y violación de lo sagrado que embarga a los exploradores de tumbas –“uno se siente como un intruso”, anotó Howard Carter–, tardaremos en dar con las propias cosas de Tut. El faraón, a excepción de una estatua de granito a la entrada que procede no de la tumba, sino de la cachette de Karnak, se hace esperar –como una estrella del rock–, y a uno le embarga el mismo anhelo que a Carter antes de entrar en la cámara sepulcral de la tumba de Tutankamón: “Íbamos a ver por primera vez el ritual de enterramiento de un faraón egipcio”.
El recorrido, tras un audiovisual de 90 segundos narrado por Omar Sharif con tono de son et lumière –uno puede seguir con el actor si opta por el artefacto del audio tour–, se abre con una sección dedicada a Egipto antes de Tutankamón, una introducción al mundo de la XVIII Dinastía, de la que Tut fue el duodécimo rey, el antepenúltimo –tras él reinaron Ay y Horenheb–. De hecho, Tutankamón fue el último de su familia, la de los poderosos tutmósidas, cuya línea dinástica podemos dar trágicamente por acabada en los dos nonatos (cinco y siete u ocho meses de gestación, respectivamente) hallados en la tumba del joven faraón, en una caja en la habitación del tesoro, hijos suyos y de su reina y medio hermana Ankhesenamón. Carter dijo melodramáticamente, a propósito de estas dos malogradas criaturas momificadas y enterradas con su padre en minisarcófagos antropomórficos: “Si uno de aquellos niños hubiese vivido, nunca habría existido un Ramsés”. Es decir, quizá no habría habido una XIX Dinastía ramésida como la que sucedió a la XVIII. La exposición incluye, como una de sus piezas más conmovedoras, la máscara dorada de cartón que presumiblemente debía cubrir la cabeza del feto mayor.
La historia de esta pieza merece contarse: no apareció en la tumba de Tut, sino que la encontró Theodore Davis en el descubrimiento previo de un pozo funerario, denominado KV 54, en el que se sepultaron los restos del banquete ceremonial celebrado durante el entierro de Tutankamón, así como otro material funerario sobrante o descartado (bandas de lino, natrón de embalsamar). El feto pequeño –que, vamos a poner detalles morbosos, no había sido eviscerado como el mayor– lucía su máscara preceptiva, pero no así su hermanito (o hermanita; probablemente se trata de dos hembras, aunque no es fácil de discernir el sexo de una minimomia fetal). Parece que la máscara que se dispuso para el feto mayor, que padecía la deformación de Sprengel, con espina bífida, era demasiado pequeña, así que fue desechada y arrojada con los restos del embalsamamiento de Tutankamón, y enterrada finalmente con ellos en el pozo que encontró Davis. Cuando uno mira esa pequeña carita de cartonaje dorado e imagina lo que habrán visto sus pintados ojos no puede evitar estremecerse.
Pero volvamos al recorrido. Una de las características de la exposición, que la diferencia de anteriores tours de Tut, es que esta vez, como puntualizó muy gráficamente el poderoso secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades, Zahi Hawass, al presentarla en Londres, el faraón-niño ha venido acompañado por la familia. Más de 70 objetos pertenecientes a personajes de la XVIII Dinastía, familiares la mayoría de Tutankamón, figuran en la muestra, iluminando la vida y relaciones del joven. Ello, que reviste de una emotividad especial la exposición, permite sumergirse en la época y hacer comparaciones, muy interesantes, entre las piezas de la tumba de Tut y otras.
Así, por ejemplo, una estatua de madera cubierta con resina negra y tocada con el nemes real, procedente de la tumba de Amenofis II (KV 35) –tatarabuelo de Tutankamón–, nos remite a los dos célebres guardianes, extraños e imponentes, que custodiaban el paso de la antecámara a la cámara sepulcral en la tumba de Tut, y sugieren que estas estatuas eran fundamentales en los equipamientos funerarios de los reyes. Otra pieza del ajuar de Amenofis II, una realista pequeña pantera de madera –poderosa y felina– cubierta también de resina negra, invita a la comparación: estaba hecha para portar una figura en su dorso, posiblemente del faraón. En la tumba de Tut aparecieron dos panteras o leopardos semejantes –quizá símbolos de la fiera diosa Mafdet, matadora de serpientes y escorpiones enemigos del rey en su jornada hacia el otro mundo–, con estatuillas del faraón de pie encima. Cabezas de vaca, maquetas de barcos, ushebtis, una coqueta cuchara para ungüentos en forma de encantadora nadadora de prietas nalgas…, muchas otras cosas permiten establecer nexos con los objetos de Tut.
Dos de los momentos más impactantes de la exposición, en los que se ha echado el resto escenográficamente hablando, están conectados con personajes muy cercanos a Tut. Uno es su supuesto padre, Amenofis IV, Akenatón, el faraón hereje, una de cuyas fascinantes cabezas colosales –procedente del recinto del Atón en Karnak– preside una sala hipóstila dedicada a la revolución religiosa que lideró. El otro es su bisabuela Tjuya (la madre de Tiye, su abuela, reina de Amenofis III), cuyo imponente sarcófago dorado preside el solemne y tenebroso espacio dedicado a la muerte y el más allá, una gran sala decorada con las pinturas del Amduat, el Libro de lo que está en el mundo inferior.
El de la tumba de Tjuya y su marido Yuya (KV 46) fue uno de los grandes hallazgos de la historia de la egiptología –el de la de Tutankamón la ensombreció–, y la exposición hace muy bien en aprovechar para recordarlo. La sepultura incluía cosas extraordinarias, como un carro similar a los que luego se verían en la de Tut, un cofre de vasos canopos –que figura en la exposición, al igual que una de las jarras para las vísceras de Tjuya, la máscara dorada de su momia y la pequeñita que se hizo para su hígado embalsamado– y una sillita que también se exhibe y que perteneció a su nieta, la princesa Sitamon, tía de Tutankamón.
Las relaciones de parentesco en el último tramo de la XVIII Dinastía, la compleja época amarniana, son difíciles de precisar, y están sometidas a constantes y variadas interpretaciones. Ni siquiera podemos estar seguros de quiénes fueron los padres de Tutankamón (posiblemente Akenatón y una esposa secundaria, Kiya). De hecho, Akenatón aparece representado sólo con hijas –parece que al menos tuvo seis con Nefertiti–, aunque se ha señalado que quizá se trata únicamente de una convención, pues la representación de hijos varones es una rareza en cualquier monumento prerramésida. Los problemas de identificación se hacen especialmente graves con las figuras de Smenkhkara, el breve corregente y sucesor de Akenatón, al que se considera alternativamente hombre o mujer –se ha especulado con que pudiera ser la propia Nefertiti con otro nombre–, y Nefernefruatón, quizá una hija de Akenatón que habría adoptado ese nombre para gobernar, también muy poquito tiempo, tras Smenkhkara. Un verdadero lío, como se ve, que dista mucho de irse a solucionar próximamente a no ser que se produzca algún hallazgo inesperado (hubo grandes esperanzas al encontrar el año pasado la tumba KV 63, pero de momento no ha arrojado luz sobre el particular).
El célebre maniquí de Tutankamón –la estatua de madera pintada que seguramente se usaba para colgar o probar la ropa del rey– abre contundentemente las salas dedicadas a Tut, con los tesoros de su tumba, descubierta en 1922. En ellas le veremos, a través de sus objetos, en sus papeles de sumo sacerdote y dios encarnado (figuras sagradas, algunas notabilísimas), comandante supremo del ejército (armas: escudo, maza) y jefe de Estado (cayado y azote, representaciones como rey del alto y bajo Egipto; ornamentos: bastones, abanicos, trompeta). La vida personal, íntima, de Tut, que nació alrededor de 1343 antes de Cristo y murió en circunstancias no esclarecidas, puede que en un accidente de carro en 1323 antes de Cristo (se convirtió en faraón a los 9 o 10 años, en 1333 antes de Cristo), aparece representada por la caja de juego, los cosméticos (el simpático recipiente de marfil en forma de pato), la sillita de ébano que usaba de niño (pálido remedo del trono de oro, pero tan emotivo al mostrar trazos de uso). Y surge de manera turbadora en los delicados relieves de una de las piezas más maravillosas, la pequeña capilla dorada hallada en la antecámara de la tumba.
Probablemente nunca antes se ha exhibido esta pieza divina de manera tan conveniente para apreciar sus exquisitas decoraciones. En ellas podemos observar, con la intensidad de privilegiados voyeurs, las muestras de afecto entre unos jovencísimos Tut y su esposa, vestida con ropas vaporosas dignas de un Women’Secret tebano. Muchas escenas poseen claras resonancias sexuales –se ha señalado que la cacería de aves con palos es una metáfora del sexo: arrojar el bastón se decía igual que follar–. Son seguramente rituales, pero es imposible no ver en ellas una muestra de la atracción verdadera entre los dos dorados adolescentes hechos en realidad, al fin y al cabo, de carne y humano deseo.
Hay que destacar la significativa presencia en la exposición del sensacional reposacabezas de cristal azul oscuro con bordes de oro que procede de la tumba de Tutankamón, aunque Carter nunca lo inventarió (llegó al Museo Egipcio en los años cuarenta, discretamente, tras la muerte del descubridor), y que sin duda Hawass ha incluido en la selección para recordar las mentiras y hurtos de Carter y Carnarvon, la historia no oficial del hallazgo como la ha explicado Thomas Hoving en su libro, convertido ya en un clásico (Tutankamón, la historia jamás contada. Planeta, 2007), al que Hawass se refirió concretamente.
En la presentación de la muestra, el responsable de las antigüedades faraónicas de Egipto, que no tiene pelos en la lengua ni se corta nada, aprovechó para subrayar ante toda la prensa británica que a lord Carnarvon “lo único que le interesaba era llevarse cosas”, lo que desde luego no ha contribuido a hacer a Hawass más popular en el Reino Unido (también le dio un varapalo al British Museum porque, dijo, Egipto no vio ni un chavo de lo que se recaudó con la anterior visita de Tut: ahora, recalcó, el dinero de los tiques irá a la preservación de los monumentos faraónicos del país, una parte incluso a la restauración de la propia tumba de Tutankamón).
A Carter, sin embargo, pese a recordar que dañó la momia y distrajo objetos ilegalmente, le rindió un insólito homenaje: “Era un gran hombre e hizo la mejor excavación que permitía la época”. La exposición incluye, precisamente, una sección dedicada a la memoria de Carter y su patrono. Y un objeto sensacional que guarda una relación emocionante con el descubridor de la tumba: la hermosa copa de alabastro de Tutankamón en forma de loto –un verdadero Grial faraónico relacionado con la inmortalidad– que luce la inscripción que se copió en la lápida del propio Howard Carter.
Las piezas más señeras de la exhibición, los tesoros de los tesoros, se encuentran hacia el final. Es el caso del pequeño sarcófago antropomorfo (39,5 centímetros), una verdadera joya, en el que estaba embutida una de las vísceras de Tutankamón, su hígado momificado. Esta pieza momiforme, con decoración en rishi (plumaje), se utiliza como el emblema de la exposición, pues el rostro se parece mucho, en miniatura, al de la célebre máscara dorada de Tut, la gran obra que en este tour no ha viajado. Esa ausencia ha provocado decepción, pero Hawass la ha justificado por la fragilidad de la pieza. No es retórica: hace veinte años, durante la gran gira de los tesoros, el tocado de la diosecilla Selkis, una de las protectoras de la capilla canópica de Tut –uno de los iconos del tesoro del joven rey–, sufrió daños, y el Parlamento egipcio votó entonces que los objetos no viajaran nunca más. De nuevo, como en la capilla dorada, la presentación y la iluminación de la pequeña pieza son antológicas y permiten admirar detalles insólitos. Los estudiosos resaltan que ésta es una de las muchas piezas reutilizadas para el enterramiento de Tutankamón; es decir, que no fueron creadas realmente para él, sino que se tomaron del ajuar funerario de otro faraón: el pequeño sarcófago portaba el nombre de un corregente de Akenatón, Ankheperura, que puede que sea Smenkhkara o Neferneferuaton (quizá Nefertiti). También se exhibe la bellísima tapa del vaso canopo de calcita en el que estaba embutido el pequeño sarcófago, y que representa a un faraón con el tocado nemes. Los especialistas creen de nuevo que no se trata de Tutankamón, sino de uno de sus misteriosos predecesores (parece una reina retratada como hombre).
El corazón de la exposición, su sanctasanctórum, su momento estelar, es la sala que reproduce la cámara sepulcral de la tumba de Tut. En ella, en una atmósfera en la que uno se siente transportado a través de un abismo de tiempo, en un remolino de siglos, se exhiben la asombrosa diadema real de oro e incrustaciones hallada en la cabeza de Tutankamón, con la cobra y la cabeza de buitre desmontables –fueron retiradas para el vendado y aparecieron entre las piernas de la momia–, el rutilante pectoral de oro en forma de halcón y la preciosa daga ceremonial del mismo material, con su funda, que aparece suspendida mágicamente en el aire como el puñal en la sangrienta visión de Macbeth.
Hay aún un escalofrío final en la última sala, una galería destinada a mostrar el análisis científico de la momia de Tut, incluidas imágenes del escáner practicado al cuerpo y de la reconstrucción facial de nuestro más querido faraón. En la tienda de recuerdos a la salida, uno puede redondear la visita comprándose un sombrero a lo Indiana Jones como el que ha hecho popular a Zahi Hawass –autor, por cierto, del libro oficial de la exposición–. Tocado con él, uno marchará a casa compartiendo sin duda los nuevos sueños del arqueólogo egipcio: el descubrimiento de la tumba de Cleopatra y Marco Antonio, quizá para este mismo 2008; el hallazgo de la verdadera momia de Nefertiti, puede que oculta en algún lugar del Valle de los Reyes; la excavación del misterioso túnel (la inexplorada galería K) al final de la tumba de Seti I, que obsesiona a los descendientes de los saqueadores Abdel Rassul y conducirá acaso al legendario tesoro escondido del faraón… Cosas maravillosas, cosas maravillosas.
La exposición ‘Tutankhamun and the Golden Age of the Pharaohs’, organizada por National Geographic, AEG Exhibitions y Arts and Exhibitions International, con la colaboración de Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto, se puede visitar hasta el próximo 30 de agosto de 2008 en Londres. Abre todos los días, entre las 10.30 y las 19.00, en The O2 (Millenium Dome) de Londres. Venta de entradas e información en: www.visitlondon.com/tut.
Para hacerse realmente una idea de toda esa magnificencia, “debe creer que sueña al leerlo, porque uno cree soñar al verlo”. La recomendación de Viviant Denon (1747-1825) a sus lectores al tratar de describirles las maravillas de Karnak vale para estas líneas acerca de los tesoros de Tutankamón y su época, hace 3.500 años, que se exhiben en Londres envueltos en un emotivo y espectacular montaje que los realza como nunca. Como el sabio, aventurero, romántico e intrépido Denon, que conservaba un mechón de cabello del heroico general Desaix y una gota de sangre de Napoleón –a cuya expedición a Egipto se sumó–, y que paseaba por las necrópolis tebanas aún veladas de arena llenándose los bolsillos de ushebtis y recogiendo pies y cabezas de momias, el visitante de Tutankhamun and the Golden Age of the Pharaohs vive una experiencia única, asombrosa. “¡Templos, misterios, iniciaciones, sacerdotes!”, exclamaba extasiado Denon, ajeno a la lucha de los dragones de su escolta contra los destacamentos mamelucos. Pues eso, y sin necesidad de arriesgarse a un lanzazo en la barriga como el pobre jefe de brigada Duplessis, cuya sangre empapó las dunas de Luxor.
Torso de Tutankamón como el rey del alto Egipto
Dejemos de lado el extraño emplazamiento escogido para la exhibición londinense (el espacio de exposiciones The Bubble, en The O2, el reino del entertainment, de una modernidad chillona); la vecindad de conciertos de rock, bares, cafeterías, incluso de una pista de patinaje sobre hielo –un portento que habría dejado no menos estupefacto a Tut que al coronel Buendía–. Obviemos algunos detalles de dudoso gusto, más dignos de Las Vegas que de Tebas, que rodean a la producción, y adentrémonos, encomendados a Denon y, cómo no, a Howard Carter, en ese universo en penumbras lleno de cosas maravillosas, algunas jamás vistas antes fuera de Egipto.
Las 130 piezas que conforman la exposición (50 de ellas, objetos de primerísima categoría de la tumba de Tutankamón) están repartidas en 6.500 metros cuadrados (una moderada ratio de densidad que hace que, por comparación, el viejo, abarrotado y entrañable Museo Egipcio de El Cairo parezca el metro de las antigüedades en hora punta). Las obras van apareciendo aquí poco a poco a los ojos del visitante, desplegándose de una manera premeditadamente lenta y dispersa, bajo una cuidadísma iluminación que pone de relieve su belleza y su valor. En el laberinto de salas y niveles, con el sobrecogido sentimiento de misterio y violación de lo sagrado que embarga a los exploradores de tumbas –“uno se siente como un intruso”, anotó Howard Carter–, tardaremos en dar con las propias cosas de Tut. El faraón, a excepción de una estatua de granito a la entrada que procede no de la tumba, sino de la cachette de Karnak, se hace esperar –como una estrella del rock–, y a uno le embarga el mismo anhelo que a Carter antes de entrar en la cámara sepulcral de la tumba de Tutankamón: “Íbamos a ver por primera vez el ritual de enterramiento de un faraón egipcio”.
El recorrido, tras un audiovisual de 90 segundos narrado por Omar Sharif con tono de son et lumière –uno puede seguir con el actor si opta por el artefacto del audio tour–, se abre con una sección dedicada a Egipto antes de Tutankamón, una introducción al mundo de la XVIII Dinastía, de la que Tut fue el duodécimo rey, el antepenúltimo –tras él reinaron Ay y Horenheb–. De hecho, Tutankamón fue el último de su familia, la de los poderosos tutmósidas, cuya línea dinástica podemos dar trágicamente por acabada en los dos nonatos (cinco y siete u ocho meses de gestación, respectivamente) hallados en la tumba del joven faraón, en una caja en la habitación del tesoro, hijos suyos y de su reina y medio hermana Ankhesenamón. Carter dijo melodramáticamente, a propósito de estas dos malogradas criaturas momificadas y enterradas con su padre en minisarcófagos antropomórficos: “Si uno de aquellos niños hubiese vivido, nunca habría existido un Ramsés”. Es decir, quizá no habría habido una XIX Dinastía ramésida como la que sucedió a la XVIII. La exposición incluye, como una de sus piezas más conmovedoras, la máscara dorada de cartón que presumiblemente debía cubrir la cabeza del feto mayor.
La historia de esta pieza merece contarse: no apareció en la tumba de Tut, sino que la encontró Theodore Davis en el descubrimiento previo de un pozo funerario, denominado KV 54, en el que se sepultaron los restos del banquete ceremonial celebrado durante el entierro de Tutankamón, así como otro material funerario sobrante o descartado (bandas de lino, natrón de embalsamar). El feto pequeño –que, vamos a poner detalles morbosos, no había sido eviscerado como el mayor– lucía su máscara preceptiva, pero no así su hermanito (o hermanita; probablemente se trata de dos hembras, aunque no es fácil de discernir el sexo de una minimomia fetal). Parece que la máscara que se dispuso para el feto mayor, que padecía la deformación de Sprengel, con espina bífida, era demasiado pequeña, así que fue desechada y arrojada con los restos del embalsamamiento de Tutankamón, y enterrada finalmente con ellos en el pozo que encontró Davis. Cuando uno mira esa pequeña carita de cartonaje dorado e imagina lo que habrán visto sus pintados ojos no puede evitar estremecerse.
Pero volvamos al recorrido. Una de las características de la exposición, que la diferencia de anteriores tours de Tut, es que esta vez, como puntualizó muy gráficamente el poderoso secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades, Zahi Hawass, al presentarla en Londres, el faraón-niño ha venido acompañado por la familia. Más de 70 objetos pertenecientes a personajes de la XVIII Dinastía, familiares la mayoría de Tutankamón, figuran en la muestra, iluminando la vida y relaciones del joven. Ello, que reviste de una emotividad especial la exposición, permite sumergirse en la época y hacer comparaciones, muy interesantes, entre las piezas de la tumba de Tut y otras.
Así, por ejemplo, una estatua de madera cubierta con resina negra y tocada con el nemes real, procedente de la tumba de Amenofis II (KV 35) –tatarabuelo de Tutankamón–, nos remite a los dos célebres guardianes, extraños e imponentes, que custodiaban el paso de la antecámara a la cámara sepulcral en la tumba de Tut, y sugieren que estas estatuas eran fundamentales en los equipamientos funerarios de los reyes. Otra pieza del ajuar de Amenofis II, una realista pequeña pantera de madera –poderosa y felina– cubierta también de resina negra, invita a la comparación: estaba hecha para portar una figura en su dorso, posiblemente del faraón. En la tumba de Tut aparecieron dos panteras o leopardos semejantes –quizá símbolos de la fiera diosa Mafdet, matadora de serpientes y escorpiones enemigos del rey en su jornada hacia el otro mundo–, con estatuillas del faraón de pie encima. Cabezas de vaca, maquetas de barcos, ushebtis, una coqueta cuchara para ungüentos en forma de encantadora nadadora de prietas nalgas…, muchas otras cosas permiten establecer nexos con los objetos de Tut.
Dos de los momentos más impactantes de la exposición, en los que se ha echado el resto escenográficamente hablando, están conectados con personajes muy cercanos a Tut. Uno es su supuesto padre, Amenofis IV, Akenatón, el faraón hereje, una de cuyas fascinantes cabezas colosales –procedente del recinto del Atón en Karnak– preside una sala hipóstila dedicada a la revolución religiosa que lideró. El otro es su bisabuela Tjuya (la madre de Tiye, su abuela, reina de Amenofis III), cuyo imponente sarcófago dorado preside el solemne y tenebroso espacio dedicado a la muerte y el más allá, una gran sala decorada con las pinturas del Amduat, el Libro de lo que está en el mundo inferior.
El de la tumba de Tjuya y su marido Yuya (KV 46) fue uno de los grandes hallazgos de la historia de la egiptología –el de la de Tutankamón la ensombreció–, y la exposición hace muy bien en aprovechar para recordarlo. La sepultura incluía cosas extraordinarias, como un carro similar a los que luego se verían en la de Tut, un cofre de vasos canopos –que figura en la exposición, al igual que una de las jarras para las vísceras de Tjuya, la máscara dorada de su momia y la pequeñita que se hizo para su hígado embalsamado– y una sillita que también se exhibe y que perteneció a su nieta, la princesa Sitamon, tía de Tutankamón.
Las relaciones de parentesco en el último tramo de la XVIII Dinastía, la compleja época amarniana, son difíciles de precisar, y están sometidas a constantes y variadas interpretaciones. Ni siquiera podemos estar seguros de quiénes fueron los padres de Tutankamón (posiblemente Akenatón y una esposa secundaria, Kiya). De hecho, Akenatón aparece representado sólo con hijas –parece que al menos tuvo seis con Nefertiti–, aunque se ha señalado que quizá se trata únicamente de una convención, pues la representación de hijos varones es una rareza en cualquier monumento prerramésida. Los problemas de identificación se hacen especialmente graves con las figuras de Smenkhkara, el breve corregente y sucesor de Akenatón, al que se considera alternativamente hombre o mujer –se ha especulado con que pudiera ser la propia Nefertiti con otro nombre–, y Nefernefruatón, quizá una hija de Akenatón que habría adoptado ese nombre para gobernar, también muy poquito tiempo, tras Smenkhkara. Un verdadero lío, como se ve, que dista mucho de irse a solucionar próximamente a no ser que se produzca algún hallazgo inesperado (hubo grandes esperanzas al encontrar el año pasado la tumba KV 63, pero de momento no ha arrojado luz sobre el particular).
El célebre maniquí de Tutankamón –la estatua de madera pintada que seguramente se usaba para colgar o probar la ropa del rey– abre contundentemente las salas dedicadas a Tut, con los tesoros de su tumba, descubierta en 1922. En ellas le veremos, a través de sus objetos, en sus papeles de sumo sacerdote y dios encarnado (figuras sagradas, algunas notabilísimas), comandante supremo del ejército (armas: escudo, maza) y jefe de Estado (cayado y azote, representaciones como rey del alto y bajo Egipto; ornamentos: bastones, abanicos, trompeta). La vida personal, íntima, de Tut, que nació alrededor de 1343 antes de Cristo y murió en circunstancias no esclarecidas, puede que en un accidente de carro en 1323 antes de Cristo (se convirtió en faraón a los 9 o 10 años, en 1333 antes de Cristo), aparece representada por la caja de juego, los cosméticos (el simpático recipiente de marfil en forma de pato), la sillita de ébano que usaba de niño (pálido remedo del trono de oro, pero tan emotivo al mostrar trazos de uso). Y surge de manera turbadora en los delicados relieves de una de las piezas más maravillosas, la pequeña capilla dorada hallada en la antecámara de la tumba.
Probablemente nunca antes se ha exhibido esta pieza divina de manera tan conveniente para apreciar sus exquisitas decoraciones. En ellas podemos observar, con la intensidad de privilegiados voyeurs, las muestras de afecto entre unos jovencísimos Tut y su esposa, vestida con ropas vaporosas dignas de un Women’Secret tebano. Muchas escenas poseen claras resonancias sexuales –se ha señalado que la cacería de aves con palos es una metáfora del sexo: arrojar el bastón se decía igual que follar–. Son seguramente rituales, pero es imposible no ver en ellas una muestra de la atracción verdadera entre los dos dorados adolescentes hechos en realidad, al fin y al cabo, de carne y humano deseo.
Hay que destacar la significativa presencia en la exposición del sensacional reposacabezas de cristal azul oscuro con bordes de oro que procede de la tumba de Tutankamón, aunque Carter nunca lo inventarió (llegó al Museo Egipcio en los años cuarenta, discretamente, tras la muerte del descubridor), y que sin duda Hawass ha incluido en la selección para recordar las mentiras y hurtos de Carter y Carnarvon, la historia no oficial del hallazgo como la ha explicado Thomas Hoving en su libro, convertido ya en un clásico (Tutankamón, la historia jamás contada. Planeta, 2007), al que Hawass se refirió concretamente.
En la presentación de la muestra, el responsable de las antigüedades faraónicas de Egipto, que no tiene pelos en la lengua ni se corta nada, aprovechó para subrayar ante toda la prensa británica que a lord Carnarvon “lo único que le interesaba era llevarse cosas”, lo que desde luego no ha contribuido a hacer a Hawass más popular en el Reino Unido (también le dio un varapalo al British Museum porque, dijo, Egipto no vio ni un chavo de lo que se recaudó con la anterior visita de Tut: ahora, recalcó, el dinero de los tiques irá a la preservación de los monumentos faraónicos del país, una parte incluso a la restauración de la propia tumba de Tutankamón).
A Carter, sin embargo, pese a recordar que dañó la momia y distrajo objetos ilegalmente, le rindió un insólito homenaje: “Era un gran hombre e hizo la mejor excavación que permitía la época”. La exposición incluye, precisamente, una sección dedicada a la memoria de Carter y su patrono. Y un objeto sensacional que guarda una relación emocionante con el descubridor de la tumba: la hermosa copa de alabastro de Tutankamón en forma de loto –un verdadero Grial faraónico relacionado con la inmortalidad– que luce la inscripción que se copió en la lápida del propio Howard Carter.
Las piezas más señeras de la exhibición, los tesoros de los tesoros, se encuentran hacia el final. Es el caso del pequeño sarcófago antropomorfo (39,5 centímetros), una verdadera joya, en el que estaba embutida una de las vísceras de Tutankamón, su hígado momificado. Esta pieza momiforme, con decoración en rishi (plumaje), se utiliza como el emblema de la exposición, pues el rostro se parece mucho, en miniatura, al de la célebre máscara dorada de Tut, la gran obra que en este tour no ha viajado. Esa ausencia ha provocado decepción, pero Hawass la ha justificado por la fragilidad de la pieza. No es retórica: hace veinte años, durante la gran gira de los tesoros, el tocado de la diosecilla Selkis, una de las protectoras de la capilla canópica de Tut –uno de los iconos del tesoro del joven rey–, sufrió daños, y el Parlamento egipcio votó entonces que los objetos no viajaran nunca más. De nuevo, como en la capilla dorada, la presentación y la iluminación de la pequeña pieza son antológicas y permiten admirar detalles insólitos. Los estudiosos resaltan que ésta es una de las muchas piezas reutilizadas para el enterramiento de Tutankamón; es decir, que no fueron creadas realmente para él, sino que se tomaron del ajuar funerario de otro faraón: el pequeño sarcófago portaba el nombre de un corregente de Akenatón, Ankheperura, que puede que sea Smenkhkara o Neferneferuaton (quizá Nefertiti). También se exhibe la bellísima tapa del vaso canopo de calcita en el que estaba embutido el pequeño sarcófago, y que representa a un faraón con el tocado nemes. Los especialistas creen de nuevo que no se trata de Tutankamón, sino de uno de sus misteriosos predecesores (parece una reina retratada como hombre).
El corazón de la exposición, su sanctasanctórum, su momento estelar, es la sala que reproduce la cámara sepulcral de la tumba de Tut. En ella, en una atmósfera en la que uno se siente transportado a través de un abismo de tiempo, en un remolino de siglos, se exhiben la asombrosa diadema real de oro e incrustaciones hallada en la cabeza de Tutankamón, con la cobra y la cabeza de buitre desmontables –fueron retiradas para el vendado y aparecieron entre las piernas de la momia–, el rutilante pectoral de oro en forma de halcón y la preciosa daga ceremonial del mismo material, con su funda, que aparece suspendida mágicamente en el aire como el puñal en la sangrienta visión de Macbeth.
Hay aún un escalofrío final en la última sala, una galería destinada a mostrar el análisis científico de la momia de Tut, incluidas imágenes del escáner practicado al cuerpo y de la reconstrucción facial de nuestro más querido faraón. En la tienda de recuerdos a la salida, uno puede redondear la visita comprándose un sombrero a lo Indiana Jones como el que ha hecho popular a Zahi Hawass –autor, por cierto, del libro oficial de la exposición–. Tocado con él, uno marchará a casa compartiendo sin duda los nuevos sueños del arqueólogo egipcio: el descubrimiento de la tumba de Cleopatra y Marco Antonio, quizá para este mismo 2008; el hallazgo de la verdadera momia de Nefertiti, puede que oculta en algún lugar del Valle de los Reyes; la excavación del misterioso túnel (la inexplorada galería K) al final de la tumba de Seti I, que obsesiona a los descendientes de los saqueadores Abdel Rassul y conducirá acaso al legendario tesoro escondido del faraón… Cosas maravillosas, cosas maravillosas.
La exposición ‘Tutankhamun and the Golden Age of the Pharaohs’, organizada por National Geographic, AEG Exhibitions y Arts and Exhibitions International, con la colaboración de Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto, se puede visitar hasta el próximo 30 de agosto de 2008 en Londres. Abre todos los días, entre las 10.30 y las 19.00, en The O2 (Millenium Dome) de Londres. Venta de entradas e información en: www.visitlondon.com/tut.
Jacinto Antón, Últimas noticias de TUT, El País, domingo, 6 de enero de 2008