Tres siglos de vida privada en La Moncloa

El cauce excavado durante milenios por las aguas del Manzanares en el Poniente de Madrid alza en el confín noroeste de la Ciudad Universitaria un mirador excepcional. Una veintena de metros separan la atalaya del lecho del río. En las mañanas de primavera, la vista desde allí se esparce mullidamente sobre las copas verdeoscuras de los árboles situados enfrente, en la Casa de Campo. Del río asciende una brisa que aroma la atmósfera y dialoga en lontananza con las cumbres de la sierra del Guadarrama, resplandecientes hoy por las nieves de días atrás. Tal es el escenario de un fragmento vivo de la historia de Madrid, el palacete de la Moncloa y sus jardines, que proceden del siglo XVII y albergan desde 1977, con Adolfo Suárez, la sede de Presidencia del Gobierno.

El edificio, proyectado por Diego Méndez en 1948, fue remodelado en 1953.- ARCHIVO GENERAL DE LA ADMINISTRACIÓN

La belleza del paraje explica por qué uno de sus propietarios fuera el marqués del Carpio y Eliches, dueño de tesoros del arte universal como la Venus del espejo, de Diego Velázquez, o una Madonna de Rafael. El nombre del lugar procede del tercer conde de Monclova, que adquirió la heredad por venta real en 1614. Un libro recién publicado por Presidencia (en edición restringida), El palacete de la Moncloa, de Juan Antonio González Cárceles, cuenta la historia de este enclave, monumento nacional desde 1923. Por razones de seguridad es aún muy desconocido por el público.

Décadas atrás, sin embargo, entre 1930 y 1936, gracias a un tranvía de la línea 22 que procedía de Embajadores, este paraje único estuvo frecuentado por numerosos visitantes cautivados por la amenidad de siete jardines y el rumor de 14 fuentes. Entre los asiduos, el poeta Antonio Machado, que por las frondosas arboledas y los umbríos jardincillos se extasió de los sabores de un amor prohibido con Pilar Valderrama, Guiomar en sus poemas. Manuel Azaña, presidente de la República, confesó haber descubierto en las veredas, parterres y horizontes de La Moncloa la emoción del paisaje.

Un paisaje compartido y contemplado en épocas posteriores por invitados extranjeros de nombradía, como Haile Selassie, Negus de Etiopía; el sahanshar, rey de reyes persa Mohamed Reza Pahlevi; o Richard Nixon, presidente de los EE UU de América. Y ello porque el reinventado palacete de la Moncloa, que resultó completamente destruido durante la Guerra Civil por hallarse en primera línea del frente, fue reedificado en 1953 bajo la dictadura del general Franco para huéspedes de Estado.

Primero se concibió como residencia de su alteza el Jalifa de Marruecos, a la sazón semi colonia española. Quizá por ello la zona trasera del edificio se proyectó cubierta de numerosas celosías. La participación de tropas marroquíes en la contienda civil en el bando del dictador, también y precisamente en ese mismo enclave, permitiría explicar tal deferencia hacia el líder político-religioso del país vecino.

Así lo ideó en sus primeros bocetos el arquitecto Diego Méndez -870 grandes obras y proyectos, en su mayor parte encomiendas estatales, como el Valle de los Caídos-. En 1948 Méndez ideó para La Moncloa reconstruir un nuevo palacete inspirándose en la casita del Labrador de Aranjuez. Según sus propias anotaciones, la reconstrucción costó 20.255.394,86 pesetas de entonces, la dolorosa posguerra autárquica de Franco.

De estilo historicista, a base de ladrillo y piedra caliza, el edificio tiene hoy cubiertas empizarradas al modo escurialense; cuenta con dos plantas y otra abuhardillada, más sellos de caliza con relieves en los áticos; fachada con hornacinas y, bajo balcón abalaustrado para las banderas, cuatro fustes corintios de un atrio columnado que, tras cinco escalones, recibe al visitante y le adentra al palacio.

Su interior es hoy un recinto funcional, de muros gruesos, que alberga una vivienda distinguida sin grandes lujos, donde los muebles dominantes más visibles son alargados sofás de raso que sirven para escenificar las poses dialogadas del anfitrión y numerosos huéspedes. Felipe González paseó 14 años leyendo informes por sus estancias, donde también veía partidos de fútbol por televisión con un gran cigarro en la mano, entre muebles de cualquier vivienda burguesa.

Pero mucho tiempo atrás, cuando en 1789 heredara el palacio María del Pilar Teresa Cayetana, duquesa de Alba, y lo disfrutara durante dos décadas de fiestas y saraos, todo el palacio fue un canon de ornamentación neoclásica: decoración externa a base de pinturas clasicistas al temple y adornos interiores de estilo pompeyano; arañas de cristal de hasta 54 mecheros de luz; frescos de Vicente López; vistas napolitanas de Fernando Brambilla; comedores de sillas y mesas estilo imperio; vajillas de Limoges, cuberterías de plata maciza; claves de pluma, del constructor de pianos Flórez, de suave teclado; dormitorios de camas de caoba con dosel tapizado de raso entre paredes pintadas con escenas nocturnas; antealcobas con estampas diurnas... Incluso llegó a contar con una mantequería propia, situada en una zona soterrada de la fachada noroeste del palacete, frente a un jardín superior, de donde salían la mantequilla y los quesos que consumía la duquesa de Alba en su palacio de la calle del Barquillo.

Se cuenta que un hijo del primer presidente democrático inquilino de La Moncloa, Adolfo Suárez, mientras jugaba en el jardín, descubrió los muros de la vieja mantequería. Años después, el primer presidente socialista, Felipe González, convirtió la estancia en la famosa bodeguiya, escenario de encuentros amistosos con intelectuales, artistas y personalidades varias.

Todos los secretos ornamentales perdidos del viejo palacio desaparecido en la Guerra Civil han podido ser ahora descubiertos. Y ello gracias a la reedición de este libro, ilustrado con láminas, que reproduce en facsímil el elaborado en 1929 por encomienda del dictador Miguel Primo de Rivera a iniciativa de la Sociedad Española de Amigos del Arte, que restauró el palacio y sus jardines. Estos fueron previamente recobrados en 1922 a manos del paisajista y pintor sevillano Javier de Winthuysen, tras recibirlo muy deteriorado pese a haber sido el edificio habitado ocasionalmente por los presidentes Sagasta y Canalejas en el siglo XX.

A partir de 1868, fecha de la revolución antimonárquica llamada Gloriosa, y hasta el fin de la Guerra Civil en 1939, el palacio de la Moncloa y sus entonces 22 hectáreas de jardines, labrantíos y regadíos habían pertenecido al Estado, concretamente, al Ministerio de Fomento. Antes, fue un conjunto de propiedades, que incluía la finca y el palacio de La Florida, comprada por la Corona a diferentes aristócratas y unificada a comienzos del siglo XIX, concretamente en 1802, por el frenesí del monarca Carlos IV por dotarse de un corredor verde que le permitiera acceder sin interrupción por sus propiedades al palacio de El Pardo, histórico cazadero del pueblo -comunero- de Madrid hasta que en el arranque del siglo XVI lo perdiera ante las tropas de Carlos I, cuyo hijo Felipe II, lo convirtió en cazadero real.

Lo más singular del enclave de La Moncloa, donde residió 15 días de 1808 el duque de Berg, gobernador napoleónico de Madrid, es su accidentado relieve, ataludado hacia el río Manzanares. Hasta él descendía el llamado arroyo Cantarranas. El tumultuoso regato era salvado por un accidentado camino que fue transformado en 1933 en el puente del Aire por el ingeniero Eduardo Torroja. Tenía 18 metros de altura, 36 metros de luz y se soportaba sobre dos arcos gemelos. Por encima del puente cruzaba el tranvía. Torroja fue autor igualmente de otro puente cercano, llamado de los Quince Ojos, de 130 metros de longitud y 35 de anchura, hoy semienterrado, sobre el que cruza la carretera de A Coruña. Al ingeniero se debe además la estación de tranvía bajo el estadio edificado durante la construcción de la Ciudad Universitaria, a partir de 1931.

Rafael Fraguas, Madrid: Tres siglos de vida privada en La Moncloa, EL PAÍS, 1 de abril de 2010