Edward Hopper: Latidos de soledad

Murió durante la estación más gélida, en la ciudad más solitaria del mundo: Nueva York, 15 de mayo de 1967. La moda del expresionismo abstracto le había dejado fuera de juego. Se llamaba Edward Hopper.

Edward Hopper, Autorretrato, 1925-30


Nyac sigue siendo una pequeña ciudad que se mira coquetamente en el agua del Hudson. La familia pertenece a una consolidada y desahogada clase media. Algunas tardes, al salir de la escuela, el joven Hopper ayuda a su padre en la tienda donde se puede comprar desde un abrigo a un barril de arenques ahumados, pasando por todo tipo de alimentos, golosinas y herramientas...

El siglo XIX está a punto de terminar y él ya ha decidido que quiere ser artista; sus padres le aconsejan que comience por las ilustraciones en revistas y folletos publicitarios y, cuando haya conseguido mantenerse, proseguir por caminos más arriesgados. Se matricula en la Escuela de Arte de Nueva York; allí encuentra a Robert Henri, uno de los fundadores de la Ash-can School, movimiento que supuso una ruptura radical con la tradición académica, sobre todo por el rudo realismo con que reproduce escenas de la vida urbana. De él dirá Hopper que fue el maestro que más le influyó en toda su carrera. Allí pasa siete años, primero como alumno y, después, impartiendo algunas clases.

Y llega el momento de conocer París: “¿A quién encontré allí? A nadie. Algo oí acerca de Gertrude Stein, pero nada de Picasso. Solía sentarme en la terraza de los cafés, fui un poco al teatro... París no tuvo un impacto inmediato sobre mí”. La tournée europea se completa con visitas a Londres, Amsterdam, Berlín y Bruselas. Le impresionan La ronda de noche de Rembrandt y la poesía de Verlaine. “La realidad americana me pareció dura y terriblemente cruda; me llevó diez años sobreponerme a mi regreso de Europa”.

En 1913 Hopper vende su primer cuadro, colgado de las paredes del célebre Armory Show; pero siete años después nadie compra ninguna de las obras de su primera exposición individual. A sus treinta y siete primaveras Hopper duda de su futuro artístico. Mientras tanto subsiste gracias a su trabajo como ilustrador y a la venta de sus grabados (más fáciles de colocar) y acuarelas (más rápidas de realizar).

Hopper se establece en Greenwich Village, donde también vive Jo Nivison, antigua compañera de clase en la Escuela de Arte. Se casan en 1924. El matrimonio y la fe incondicional de ella, que le convierte en el centro de su universo, constituirán un constante estímulo, un dilatado y complejo desafío. A veces se pelean porque Edward se siente celoso de Arthur, el gato de Jo. Pero todo se resuelve cuando ella acepta posar una vez más para la composición de una figura femenina que, con ligeras variantes, se repite una y otra vez en los cuadros de su marido.

Edward Hopper: The Lighthouse at Two Lights, 1929


De su segunda exposición individual, en 1924, se vendieron todas las obras; ese fue el punto de inflexión en el ascenso profesional que convirtió a Hopper en un pintor capaz de vivir de su arte. De 1925 data la que se considera como su primera obra de madurez: Casa junto a la vía, aislado y siniestro edificio casi antropomórfico, que, décadas después, Hitchcock copiará descaradamente para hacer de ella el “acogedor” hogar de Norman Bates y su querida mamá (Psicosis, 1960).

Su pintura se cocina a partir de entonces con ingredientes aparentemente incompatibles. Moderna por su desolada simplicidad, rezuma también nostalgia por los valores de la tradición del puritanismo anglosajón (simbolizados en su peculiar visión de arquitecturas pasadas de moda). El supuesto realismo de sus temas es sólo la portada de un simbolismo denso y subliminal que, como un gancho limpio contra el mentón, golpea el subconsciente del espectador y le deja K.O.; en suspenso, sin saber qué pensar, pero experimentando muchos y variados presentimientos. Así, el realismo de Hopper ha sido comparado con el de Ibsen, dramaturgo noruego al que admiraba fervientemente.

El viaje y la soledad como metáforas de la vida. Los Hopper visitan verdes praderas, desolados valles, azules montañas, playas, acantilados…, intentando traspasar los inmensos horizontes norteamericanos. Sus ingresos les han permitido comprarse un automóvil.

En 1929 no hay ningún jueves demasiado negro para Hopper. Al contrario, de manera nada premeditada los caminos de su arte convergen con el desmoralizado ambiente social y mental de la Gran Depresión y comienza a ser un pintor apreciado, bien conocido, casi popular. Ese mismo año exhibe obras en una colectiva del MOMA y, unos meses más tarde, Casa junto a la vía pasa a formar parte de la colección permanente. Además el Whitney Museum paga por Mañana de domingo la mayor cantidad que había cobrado hasta entonces (en 1950 le organizará además una completa retrospectiva).

Edward Hopper: Hotel windows, 1955


Los cuadros de Hopper ilustran poemas no escritos que hablan del hastío extrañamente bello y dilatado de la vida cotidiana y de esos paisajes a los que todos, menos él, apenas prestamos más que un vistazo fugaz y levemente angustiado. En cierto modo, nos obligan a mirar, a mirarnos: quiénes somos, de dónde viene nuestra vida, adónde va... Faros, cabañas en Nueva Inglaterra o Carolina del Sur, algunas veces Nueva York, cafeterías, la vitrina de una tienda que con su macilenta iluminación subraya la insondable soledad de la calle y la noche, gasolineras y estaciones en mitad de ninguna parte, navegantes inmovilizados por la resaca, teatros, cines, vagones de tren, ventanas abiertas, restaurantes, moteles de carretera...: lugares todos donde la soledad y el vacío son los huéspedes más visibles. “Lo más importante para mí es la sensación de estar de paso. Descubriendo la intensa belleza de todas las cosas cuando estás viajando, cuando tu vida se transforma en una especie de película”.

En su gusto por los objetos y los personajes ordinarios se adelanta al Pop Art (pero, qué atmósferas más distintas: tan parecidas como un cuento de Salinger o Carver y un episodio de Bill Cosby o Mujeres desesperadas).

La casa proyectaba su sombra de todas las tardes. En un punto indeterminado entre las cuatro y las cinco y media. Una región de praderas civilizadas, al norte. Un paisaje dorado y pálido. Por encima: un estrato ligero y extenso que a su paso nublaba las suaves lomas que aparecían detrás. El azul del cielo en ese momento en que el día se calma.

Siempre pintaba otra cosa. Nunca lo que se proponía: esa inocencia pura e indiferente que se alzaba tras el lienzo, más allá de los horizontes de su imaginación y sus intenciones. Aquí el ser humano. Y del otro lado: ella.

Edward Hopper, Automat, 1929


En una casa alquilada, cerca de allí, pasaban los veranos. También la chica pintaba. Aquella luz de sol tibio, apenas velado. Aquellas casas solitarias y de líneas puras.

Dos espigadas chimeneas de ladrillo y contorno cuadrangular. Tejado de tersa pizarra negra a doble vertiente. Un pequeño zócalo rojizo. Los cristales de la ventana del cobertizo, unidos por junturas metálicas pintadas de un rojo mustio. Los batientes de las contraventanas (con láminas de madera como las de una persiana) de verde caqui.

El vestido de la muchacha se inflaba, ahuecado por el aire; no se había abrochado los botoncitos que subían desde el pecho hasta el cuello de estilo japonés. La relajada velocidad que le imprimía a su bicicleta se sumaba al viento lento y algo húmedo que peinaba la pradera. A Ed, que iba detrás, le gustaba el efecto de aquel globo de fino estampado y las oscilaciones rítmicas de su trenza rubia. De vez en cuando sonreía y pedaleaba un poco más deprisa. Estaba enamorado hasta del más mínimo de sus movimientos, la seguía y espiaba la belleza de aquella luz suave sobre su cabello, su vestido, sus brazos, sus calcetines, sus blancas zapatillas de tenis. Se puso a su altura, cosa que no le supuso ningún esfuerzo extraordinario, para poder oír su voz, para charlar con ella.

Edward Hopper: Morning sun, 1952

Cuando se estremece el delgado lienzo que separa el mundo exterior de la intimidad de sueño, misterio y piedad, Edward Hopper coge su pincel y pinta sobre él.

Manuel Ariza Canales, Latidos de soledad, Diario Córdoba /Cuadernos del Sur, 7 de junio de 2007