Un enigma descifrado. Simbología en El Escorial
Corre el año 1598 de Nuestro Señor. Aún las estribaciones de la Sierra de Guadarrama permanecen sumergidas en las penumbras de la noche. Son las cinco de la mañana del 13 de septiembre; una mañana que no amanecerá para el rey en cuyos dominios no se pone el sol. La misa del alba, cantada por los niños del seminario, resuena por los pasillos y recovecos de esa mole que es el monasterio. Tal vez los últimos sonidos que alcance escuchar el moribundo Felipe II; quizás en su postrer delirio se fundan las voces de estos ángeles terrestres con las de los celestiales.
Con Felipe II muere toda una época; la de aquellos intrépidos aventureros que han explorado más allá de las últimas fronteras conocidas del planeta y el alma. Si durante el reinado de su padre, el emperador Carlos V, se habían ensanchado de manera casi increíble los límites del mundo conocido (Elcano había circunnavegado el planeta, Hernán dos imperios y se había explorado una buena porción del continente americano), el ambiente predominante durante el reinado de Felipe II había sido más introspectivo. Fue el momento cumbre de esos otros pioneros que se adentraban en las ignotas y abisales profundidades de un océano sin fondo: el del alma. Por condición y circunstancias, el rey Prudente fue más afín a estos viajeros inmóviles, recorriendo una y otra vez con su mente y sus misivas los interminables caminos y mares que constituían el complejo sistema nervioso de su colosal monarquía. Se sabe que intervino con san Ignacio de Loyola y su joven Compañía, que liberó a san Juan de la Cruz de sus inucuas prisiones, que amparó a santa Teresa de Jesús de los rigores de la Inquisión, al tiempo que se convertía en su asiduo lector y se establecía una interesante correspondencia a tres bandas entre el cielo, la dicharachera mística abulense y el adusto monarca.
"Para comprender El Escorial hay que meterse en la cabeza y en el corazón del rey", afirma el autor de la documentada y amena monografía de que nos ocupamos. Javier Morales Vallejo, se trata de él, tiene en su haber dos doctorados: historia del arte y filosofía. Ejerció como subdirector del Museo del Prado, entre 1975 y 1981. Dentro del Patrimonio Nacional, ha ocupado las direcciones de los Palacios, Monasterios, Archivos, Bibliotecas y Colecciones Reales. En la actualidad imparte clases de iconografía y arte en la Facultad de Teología de San Dámaso. Y su implicación con el universo artístico no es sólo teórica, también esculpe en terracota y bronce piezas que, entre otros prestigiosos enclaves, pueden contemplarse en las Colecciones del Palacio Real.
Según George A. Kubler, autoridad mundial en lo que respecta a los estudios escurialenses, la leyenda negra, aunque con algunos débiles ingredientes de realidad, fue más un arma política que usaron holandeses, franceses e ingleses para desacreditar al monarca más poderoso del momento y continúa explicando que si llegó a extenderse y consolidarse fue porque los propios españoles nos la hemos creído desde hace demasiado tiempo. Javier Morales señala cómo, en un contraste del que salimos poco favorecidos, el patriotismo de ingleses y franceses les lleva a salvaguardar la vida y el glorioso legado de una Isabel I o un Luis XIV, por ejemplo y respectivamente; es decir, de unos personajes con tantas luces y sombras, si no más, como nuestro rey Prudente. Y es que la verdad no suele ser ni el monstruo ni el ángel.
En cualquier caso, parece que casi nadie se complace en recordar a Felipe II como un genuino príncipe renacentista, cuya mente y aficiones podemos contemplar reflejadas en sus colecciones de libros, obras de arte, mapas, objetos curiosos..., en celebrarle como filósofo neoplatónico que, con espíritu tan especulativo como pragmático, no cesó de fundar iglesias, universidades y hospitales (el cuidado del alma, la razón y el cuerpo), sobre todo en tierras americanas.
"El túmulo estaba en un insólito lugar: en el exacto centro del cuadrado de esa basílica exactamente cuadrada y mirando a la esfera inmensa y sorprendente de la cúpula. (...) En la simbología sagrada del Renacimiento, y ya desde la Antigüedad, el mundo material se representa como un cuadrado en cuyo centro se genera la esfericidad de la Divinidad. Eran los símbolos arcanos y míticos de la materia transfigurada, tan queridos por el rey. La cuadratura del círculo y la unión de los contrarios. La vida más allá de la muerte".
El siglo XVI fue una época de renacimientos y avances, pero estos, aunque en comparación de los dilatados siglos medievales supongan una considerable aceleración en el ritmo de cambio de las mentalidades, no dejan de convivir con elementos aún activos y lejos de convertirse en caducos vestigios.
Felipe II se nos aparece, pues, como un príncipe del Renacimiento, pero también como sedentario peregrino milenarista, siempre a la caza de nuevas reliquias, de las que reuniría una sorprendente cantidad y variedad en El Escorial, y cultivador de saberes ocultistas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. De hecho, las primeras piedras del monasterio y la basílica escurialense se colocaron según las diversas cartas astrales que para la buena ventura del monumento se habían confeccionado. "Son aparentes contradicciones de Felipe II y su época que hay que explicar a la luz de la biografía y de la cultura de su momento, en que la naturaleza de las cosas visibles e invisibles se vivía como un único impulso vital".
El primer arquitecto de El Escorial, Juan Bautista de Toledo, reunía en su rica y compleja personalidad las características atribuibles a un genuino "uomo universale" renacentista; versado en filosofía neoplatónica y ducho en latín, griego y matemáticas, había sido colaborador de Miguel Ángel en el Vaticano.
Su amplio conocimiento de la simbología sagrada y clásica le sitúa en la estela de Vitrubio, Serlio y Palladio. Además, en Nápoles se había iniciado en el lulismo, corriente bajomedieval que tiene su criol en la fascinante obra del religioso mallorquín Raimundo Lulio; y donde, sin solución, de continuidad y con gran naturalidad, se mezclan filosofía, magia, astrología y misticismo.
Tras cinco años durante los que apenas se habían realizado los cimientos del edificio, Juan de Herrera se hace cargo de la dirección de la obra que aún tardaría quince años en culminarse. La influencia de este personaje en la Corte fue incluso superior a la que un siglo después ejercería Velázquez.
Juan de Herrera no sólo se desenvolvió como arquitecto del rey, sino que también actúo como consejero y confidente. Está documentado que acompañó a Felipe II cuando este fue coronado rey de Portugal; una serie de interesantes edificios constituyen el rastro que dejó su presencia en Lisboa. Redactó, asimismo, un tratado cuyo título resulta tan sugerente como revelador: Discurso de la Figura Cúbica según el Arte de Raimundo Lulio. "Juan de Herrera, en pleno vigor renacentista, traduce a arquitectura sagrada el ansia de armonía y proporción de su tiempo. [...] Aquí se encuentra la razón profunda de su arquitectura, grandiosa y monumental, pero seca, desornamentada y esencialista, una arquitectura severa que sirve de soporte a una brillante decoración simbólica, colocada en aquellos puntos donde debe estar para la interpretación del edificio".
El neoplatonismo
La iconografía escurialense se desarrolla a partir de tres núcleos generadores: las directrices emanadas el Concilio de Trento relativas al culto y la disposición de los altares; las imprescindibles series de las vidad de Cristo y María, distribuidas por el claustro principal; y, finalmente, la simbología diseñada específicamente para el monasterio.
La arquitectura de El Escorial fue concebida en el seno del neoplatonismo; así su articulación se corresponde con la de una vía iniciática oportunamente señalizada por la decoración y por la propia disposición de las estancias, convertidas a su vez en símbolo de los progresivos niveles de conocimeinto y realización personal que se van alcanzando y atravesando. Al primer estadio (el de la ciencia, la razón humana, las medidas y las proporciones...) corresponde la puerta principal de poniente que da acceso a la biblioteca, cuya decoración es una deslumbrante explosión de luz y color que ciega momentáneamente a la mirada que, proveniendo de la extrema y gris austeridad exterior, nada sospecha de tan repentina mutación estética. Pero la ciencia se topa con sus propios límites al intentar traspasar la frontera de la oscuridad que trascendidas las manifestaciones fenoménicas, envuelve a la comprensión integral de la naturaleza y del ser humano y su destino trascendente. Este segundo episodio de la progresión neoplatónica tiene su asiento arquitectónico en el sotacoro. Tesis (luz), antítesis (oscuridad) y síntesis (la oscuridad luminiosa)... La tercera y última etapa del viaje iniciático implica la trasmutación de la ciencia en una luz distinta, la que ilumina la ventana del Sagrario situado en el extremo este, por donde el sol vuelve a levantarse cada día; significando la revelación trascendental materializada en el retablo mayor, cuya decoración tanto pictórica como escultórica, glosa el tema supremo de la Eucaristía y se encuentra ya en el palacio del rey.
La piedra austera y fría del monasterio encierra un apasionante laberinto de aparentes contradicciones que ponen a prueba a quienes se adentran en él con el espíritu de los buscadores de conocimientos trascendentales. Todo en él contiene un significado que eleva de nivel la mente y el alma de quien logra descifrarlo.
Manuel Ariza Canales: Un enigma descifrado, Diario Córdoba /Cuadernos del Sur, 4 de diciembre de 2008