Antoní Tàpies: Enseñar a desaprender
Tàpies es el gesto y la materia, obviamente; o, como escribe Marín-Medina en su presentación, «estas masas primigenias (...) tienen el significado de fuente originaria de la realidad, o de sustancia primordial de la que todo se hace o puede hacerse» y, en este sentido, su plástica ilustra como ninguna otra un proceso -la imposible definición de la esencia de lo artístico- que domina buena parte del arte del siglo XX: «Si el arte moderno comporta una ruptura radical -es, como dice el propio Tàpies, radicalmente «progresista»-, esa radicalidad reside en una porfiada negación de lo que es previo. Especialmente tratándose de pintura, de toda forma de previsión», escribió Llorens. Este «desaprendizaje» sistemático se manifiesta, primero, en la crítica vitriólica del academicismo, pero también, y muy particularmente, en el surrealismo, el informalismo y el brut -o el póvera-, fuentes todas ellas del arte de Tàpies y, sobre todo, prácticas ligadas frecuentemente a la búsqueda de lo original -vale decir, de lo artístico puro, virginal o incontaminado- en lo arcaico y lo prehistórico, en la mística cristiana u oriental, en lo inconsciente o lo insondable.
El hombre que conocemos. De un cierto surrealismo, de una figuración mágica o fantástica y de un art informel a la francesa, centrado en el hallazgo de nuevas materias, surge en los años cincuenta el Tàpies que hoy conocemos: «Fue Tàpies el primer artista que logró la aventura imposible y que estableció las bases sintéticas del no imitativismo pictórico de la segunda mitad del siglo», afirmó con rotundidad Areán refiriéndose a aquellos años decisivos: la Bienal Hispanoamericana de 1955, el Premio en la de Sao Paulo, los dos premios en la de Venecia de 1958... Caligrafías embrionarias, por tanto, y una materia que no es apta -a diferencia del óleo- para representar nada que no sea a ella misma -podría haber un argumento, puntualiza Llorens: «Destruir el sistema de relaciones entr
e las formas que constituyen el andamiaje de la tradición pictórica»-; ésta es la trama de esta obra y, como quiera que el maestro la ha desarrollado tan admirablemente, ha ocupado -o fabricado- un espacio al que sólo se accede con esas formas: me atrevería a decir que -salvando tal vez a Cirlot- no se han escrito grandes textos sobre Tàpies.
Litografía/Collage Antoni Tàpies (1830)
«Volviendo siempre -es decir, una vez y de nuevo otra vez- a las fuentes de la materia, la práctica del arte avanza irresistible, evitando, por una parte, la tiranía de la forma y superando, a otro respecto, el viejo debate entre forma y espíritu», prosigue Marín-Medina. Si «Tàpies convierte en obra objetiva, en cuadro u objeto mensurable y palpable, su intuitiva captación de la voluntad de expresión formal de su cultura y su siglo» (Areán), al tiempo presiente lo que Trías ha llamado La Edad del Espíritu, una condición del Ser abierta a lo hermético y lo inasequible a la razón; «a ese origen desconocido e incognoscible, a ese fundamento en falta», escribe Javier Fuentes, al que «Trías también denomina misterio o matriz: aquello que es primero y originario pero que jamás puede ser conocido, y que coincidirá con el ámbito del cerco hermético o misterio». Y si para él, el arte será «aquello que nos permita aventurarnos allende el límite, asomarnos a su frontera y echar un vistazo fugaz sobre el abismo de lo incognoscible», Tàpies escribe en su Memoria personal que «estaba cada vez más convencido de aquello que habían apuntado los surrealistas. Que precisamente el artista y el poeta pueden ser muy indicados para mostrar simbólicamente la compensación de los opuestos, para conseguir el ideal de hacer conocer y sentir al espectador la realidad total, la realidad última, lo que después supe que se llamaba el vacío perfecto».
Imprevisibilidad radical. Y esto mediante el desaprendizaje metódico, desde la «imprevisibilidad radical» (Llorens) que caracteriza la obra de Tàpies: el riesgo, el azar y el error moldean la materia, deforman el grafismo y patinan las cosas; en pocos artistas se da «una desconfianza comparable frente al automatismo de la mano, una tal predisposición a prohibirle todo lo que, por simple persistencia en el oficio, ha aprendido». Ochenta y cinco años ha cumplido el maestro, y hay en esta exposición un puñado de piezas -especialmente, las de formato medio- que evidencian que ese proceso de desaprendizaje sigue activo, produciendo nuevas anticaligrafías, nuevas materias primigenias, nuevas texturas y composiciones: porque «Tàpies viaja hacia adentro, o, hacia detrás, hacia la memoria», como dijo Estrella de Diego, y del mismo modo que cada cuadro suyo nos enseña algo más sobre lo desaprendido, nos acerca también a ese «fundamento en falta», a lo originario e indecible.
Javier Rubio Nomblot: Enseñar a desaprender, ABCD Las Artes y Las Letras, nº 881, 13 de diciembre de 2008