Andy Warhol, autorretrato inédito

Andy Warhol, autorretrato inédito
Andy Warhol, con Nico (su hijo Ari aparece arriba junto al artista), Lou Reed, John Cale, Maureen Tucker, Mary Woronov, Sterling Morrison y Gerard Malanga (en el sentido de las agujas del reloj)
«Si hubiera nacido antes y muerto hace diez años seguramente hoy sería una figura de culto». No imaginaba entonces Andy Warhol que su fecha de nacimiento no sería un impedimento para convertirse en esa figura de culto que siempre anheló ser. Con esa frase arrancan los diarios de Warhol, que abarcan la década de los sesenta. Hasta ahora estaban inéditos en España y los acaba de publicar Ediciones Alfabia. Junto al artista los firma Pat Hackett, durante muchos años asistente de Warhol, que anotó sus dictados y transcribió las grabaciones. Estos diarios son, en palabras del propio Warhol, «mi visión personal del movimiento pop en el Nueva York de los años sesenta. Una mirada retrospectiva a cómo era entonces la vida para mis amigos y para mí». Para Martin Scorsese, «la vívida recreación de una gran época para vivir y morir».
Por las más de 400 páginas de «POPism» va desfilando una galería de pintorescos y extraños personajes que constituyeron el círculo más íntimo de Warhol, reunidos en torno a la mítica Factory (célebre loft en la calle 47 de Manhattan, templo de la modernidad de la época, que derrochaba por igual glamour y sordidez). Por allí pasaron el Papa Ondine (contestaba consultas sobre sexo en su columna «Nuestro querido Ondine responde a los trasnochados», Edie Sedgwick (de familia bien, frecuentaba el grupo de Cambridge y Harvard y era muy aficionada a las drogas; fue portada de importantes revistas de moda), Nico («una cantante de belleza alemana rubia y de ojos azules, un ordenador IBM con el acento de la Garbo»), Gerard Malanga (un estudiante del Wagner College de Staten Island que jugó un papel importante en la Factory), Vera Cruise (una «chica rara» puertorriqueña con tos enfermiza que vestía una chupa de cuero sobre uniforme de enfermera), Paul Morrisey (un joven cineasta underground), Freddy Herko (un joven bailarín que tenía fascinado a Warhol), Candy Darling (una drag queen), Viva (la conoció tras salir ésta de un psiquiatrico)... A ellos se unieron nombres como Bob Dylan o Lou Reed y su Velvet Underground.
La gente que Warhol apreciaba, confiesa en estos diarios, eran «las sobras del mundo del espectáculo, rechazadas en audiciones por toda la ciudad». También le fascinaban «los niños de papá, pero las estrellas aún más». Sobre todo, se rodeaba de gente muy especial: «Sin gente loca y drogada parloteando a mi alrededor que llevara a cabo sus locuras temía perder parte de mi creatividad. Habían sido mi total inspiración desde el 64. No sabía si me las podría arreglar sin ellos. Pero me acusaban de cruel, de dejar que la gente se destruyera a sí misma mientras yo miraba para filmarla y grabarla. No me considero cruel sino realista».
Admiración por Picasso
A través de las páginas de sus diarios vamos descubriendo cómo era en realidad este hombre que se parapetaba tras una peluca plateada y una enormes gafas. «No me considero underground, pero siempre he querido hacerme notar». Toda una declaración de intenciones. En la década de los 60, el arte ya no le motivaba («lo que me fascinaban eran las personas»), de ahí que apenas hable de arte al comienzo de estos diarios. Sí lo hace del galerista Leo Castelli, del expresionismo abstracto («era muy macho; Pollock tenía que morir como murió»), de Jasper Johns y Rauschenberg, a quienes Warhol no les caía bien «porque era demasiado pijo y eso les molestaba»»; de Picasso («el artista al que yo más admiraba de toda la Historia por lo prolífico de su obra»)...
El libro está salpicado de anécdotas jugosas. Recuerda las locas fiestas en las que coincidía con Nureyev, Tennessee Williams, Ginsberg, Burroughs o Judy Garland (vio a ésta salir de un ascensor a hombros de cinco tipos); relata cómo se disfrazó con una cabeza de vaca en el célebre baile de disfraces que organizó Truman Capote en el hotel Plaza... Relata con tristeza cómo Bob Dylan cambió el «Elvis» que le regaló Warhol por un sofá; cómo Lou Reed y la Velvet Underground las pasaron canutas (pasaban semanas comiendo sólo avena y donaban sangre para conseguir dinero)... Pero estos diarios son más que meros recuerdos personales. Constituyen un mosaico social de toda una generación: en moda triunfaban los minivestidos de vinilo, Twigy y Mia Farrow se convertían en iconos del nuevo estilo femenino, la droga campaba a sus anchas en los locales de moda como la discoteca Dom y el Gymnasium, irrumpe el «Satisfaction» de los Stones y el «Sgt. Pepper» de los Beatles... La Factory fue blanco de incendiarias acusaciones relacionadas con drogas y homosexuales. «¿Por qué no les da por atacar a los musicales de Broadway, donde seguramente hay más maricas en cualquiera de sus producciones que en toda la Factory?, se pregunta Warhol.
Pero si hay un capítulo que despierta morbo en este libro es el relacionado con su intento de asesinato en 1968. Cuenta con pelos y señales cómo Valerie Solanas, fundadora de la Sociedad para el Exterminio del Macho, fue un día a la Factory y le disparó dos balazos, que le perforaron estómago, hígado, bazo, esófago y pulmones. Estuvo cinco horas en el quirófano; su cuerpo acabó cosido a cicatrices: «Me miraba el cuerpo y daba miedo». «El tiroteo -cuenta Warhol- dio una nueva perspectiva a mis recuerdos y a todos los chalados con los que pasaba tanto tiempo». Se acordó de la joven que años antes disparó contra unos cuadros de Marilyn en su estudio, del chico que jugaba a la ruleta rusa en la Factory... «Cada vez que oía el ascensor detenerse me ponía nervioso. Antes me gustaba acompañarme de personas que miraban raro y parecían raras. Ahora me aterroriza». Tan amado como detestado, Andy Warhol propugnaba 15 minutos de fama para todos los mortales; él la consiguió eternamente.
ABC, 16 de diciembre de 2008