Rembrandt visita el Museo del Prado
'Artemisa', unica obra de Rembrandt que posee el Museo del Prado. (Vídeo: Atlas)
Llama la atención que el Museo del Prado sólo cuente con un cuadro de Rembrandt, 'Artemisa', un lienzo que en su día adquirió el marqués de la Ensenada y que herederó la pinacoteca. Una ausencia que paliará, desde el próximo 15 de octubre de 2008 y hasta el 6 de enero de 2009, la exposición 'Rembrandt. Pintor de historias'. La razón por la que el artista tiene tan poca presencia el El Prado, frente a contemporáneos como Rubens o Tiziano, está en las pésimas relaciones que mantenían Holanda y España en pleno siglo XVII. La guerra con los antiguos territorios hacía que nuestro país mirara más hacia Italia, que hacia el enemigo para sus adquisiciones, según explica Alejandro Vergara, comisario de la muestra y jefe de conservación de pintura flamenca del Prado. El que el holandés vendiera su obra en el mercado de Ámsterdam a la burguesía explica que muchos de sus títulos continúen en manos privadas.
De ahí lo esperado del nuevo proyecto científico y expositivo con el que el Prado abre temporada: una monográfica de Rembrandt en la que se revela como un excelente pintor de historias. Y dónde podía estar mejor que en el museo que atesora las grandes historias de la Historia del Arte. La exposición está compuesta por 46 obras, cinco de ellas estampas y seis pertenecientes a Tiziano, Rubens, Velázquez y Veronés, que sirven de contexto: "Nos ayudan a entender mejor a Rembrandt, pero no para competir ni para comparar", explica el comisario. Su intención es que fuera una monográfica del pintor basada en un único aspecto: el holandés como narrador. "Buscamos la claridad para entender en profundidad al artista y es más fácil verlo a través de un sólo género". Ya sabíamos que era un maravilloso retratista (y autorretratista; se pintó en unas cuarenta ocasiones), así como uno de los mejores grabadores de todos los tiempos, junto a Goya y Picasso. Rembrandt quiere trascender, pasar a la historia del arte y por ello se embarcó también en temas bíblicos o mitológicos. Pretendía superar la consideración de simples artesanos que los pintores del siglo XVII tenían para sus coetáneos. Para Miguel Zugaza, director del Museo, la oportunidad que se presenta es única. "La poderosa presencia de sus obras completa al Prado" y, a la vez, la pinacoteca "tiene que ofrecer algo al gran maestro holandés: Rembrandt se encuentra en su casa, entre sus 'padres'".
De ahí lo esperado del nuevo proyecto científico y expositivo con el que el Prado abre temporada: una monográfica de Rembrandt en la que se revela como un excelente pintor de historias. Y dónde podía estar mejor que en el museo que atesora las grandes historias de la Historia del Arte. La exposición está compuesta por 46 obras, cinco de ellas estampas y seis pertenecientes a Tiziano, Rubens, Velázquez y Veronés, que sirven de contexto: "Nos ayudan a entender mejor a Rembrandt, pero no para competir ni para comparar", explica el comisario. Su intención es que fuera una monográfica del pintor basada en un único aspecto: el holandés como narrador. "Buscamos la claridad para entender en profundidad al artista y es más fácil verlo a través de un sólo género". Ya sabíamos que era un maravilloso retratista (y autorretratista; se pintó en unas cuarenta ocasiones), así como uno de los mejores grabadores de todos los tiempos, junto a Goya y Picasso. Rembrandt quiere trascender, pasar a la historia del arte y por ello se embarcó también en temas bíblicos o mitológicos. Pretendía superar la consideración de simples artesanos que los pintores del siglo XVII tenían para sus coetáneos. Para Miguel Zugaza, director del Museo, la oportunidad que se presenta es única. "La poderosa presencia de sus obras completa al Prado" y, a la vez, la pinacoteca "tiene que ofrecer algo al gran maestro holandés: Rembrandt se encuentra en su casa, entre sus 'padres'".
El dinamismo con que Rembrandt cuenta la historia bíblica de Sansón y Dalila y, en este caso, el dramático momento en que los filisteos dejan ciego al forzudo; hacen que esta obra aparezca ante nuestros ojos casi como si fuera un fotograma. Museo del Prado
Con un propósito eminentemente didáctico, Vergara ha ordenado la exposición de un modo cronológico, lo que deja clara la trayectoria de Rembrandt: del artista "jocoso, cómico y altivo" de los primeros años, que puede verse en el primer 'Autorretrato' que abre la muestra, al "gran coreógrafo melodramático" de su época de mayor esplendor -cuyo mayor ejemplo es 'Sansón', en la que se aprecia y casi se siente el dolor del protagonista-, terminando en la "introspección, en la serenidad moral" de sus últimos años. En el primero, «Autorretrato con traje oriental», préstamo del Petit Palais de París, se inspira en uno de los Reyes Magos que aparecen en la «Adoración de los Magos», de Rubens. Y es que Rembrandt siempre sintió una verdadera fascinación por él. Era su modelo estético y profesional; lo admiró con el fervor y tal vez la parte de recelo del joven lleno de talento que se atreve a medirse con el maestro de más edad; quiso tener una carrera internacional como Rubens, ser un gran señor no sólo de la pintura, sino también de la vida mundana; tener la ocasión de desplegar su imaginación, su conocimiento de la Antigüedad y su dominio de la técnica en grandes composiciones espectaculares a la escala italiana, historias bíblicas o mitológicas como las que pintaba Rubens para los palacios y las iglesias de sus patrones poderosos.«Quería ser Rubens. Busca el éxito y el dinero que tenía; quería ser, como él, una figura de la Historia del Arte. Por eso guía los inicios de su carrera. Por un lado, se mide al maestro; por otro, quiere ser original. De ahí surge una tensión en su obra», apunta Vergara. Durante el recorrido. «Santo Tomás» y una «Sagrada Familia», ambos de Rubens y de las colecciones del Prado, se verán las caras con algunos trabajos de Rembrandt.
En una primera etapa expresa su intensidad emocional -«es uno de los artistas más originales y profundos en su forma de plasmar las emociones humanas», dice el comisario- a través de gestos y miradas burlonas y jocosas. Pero también este radical y ambicioso creador, que posee una de las miradas más personales de la Historia del Arte, consigue esa emoción e intensidad con buenas dosis de teatralidad y dramatismo. Hay en la muestra dos buenos ejemplos de sus extremas historias. En «Sansón cegado por los filisteos» y «El banquete de Baltasar» se acerca a Caravaggio, a Bernini... al Barroco. Especialmente el primero, uno de sus cuadros más poderosos y expresivos. Es pura escenografía. Rembrandt coreografía con brutal crueldad el instante en que un filisteo clava la daga en el ojo de Sansón. Al fondo, Dalila parece danzar con el pelo del héroe caído entre sus manos. Sus espléndidos claroscuros (sólo está a su altura Caravaggio) recuerdan su obra maestra, «La Ronda de Noche». Pero ese dinamismo, ese vigor y energía físicos de los que hace gala en buena parte de su carrera dan un giro inesperado en torno a 1640.
Alejandro Vergara lo explica como el paso a un vigor espiritual, a una energía más mental que física, a una severidad moral e introspección. Esa transformación en la que su pintura se tranquiliza y se torna menos dramática es ya evidente en una «Sagrada Familia con ángeles», de 1645, cedida por el Ermitage de San Petersburgo. Se aprecia muy bien ese cambio contemplando esta preciosa y tierna escena, de una gran profundidad, junto a otra «Sagrada Familia», de 1633-35. Parecen salidas de pinceles distintos. Otro ejemplo de ese vuelco en su carrera es la maravillosa «Betsabé» del Louvre. Rembrandt explora en esta obra maestra el deseo sexual y sus consecuencias, comenta Alejandro Vergara. Los gestos agitados y dinámicos de sus anteriores composiciones deja paso a la quietud contemplativa, a la concentración psicológica y a cierta forma de trascendencia: «Rembrandt nos invita a asumir el papel del rey David, a ver lo que él vio y a desear lo que él deseó».
La iluminación, la temperatura, la humedad: las condiciones en las que se transportan y exponen las obras de arte son fundamentales para el éxito de la muestra. En la imagen un operario revisa los focos en el Museo del Prado. Gorca Lejarcegi
En una primera etapa expresa su intensidad emocional -«es uno de los artistas más originales y profundos en su forma de plasmar las emociones humanas», dice el comisario- a través de gestos y miradas burlonas y jocosas. Pero también este radical y ambicioso creador, que posee una de las miradas más personales de la Historia del Arte, consigue esa emoción e intensidad con buenas dosis de teatralidad y dramatismo. Hay en la muestra dos buenos ejemplos de sus extremas historias. En «Sansón cegado por los filisteos» y «El banquete de Baltasar» se acerca a Caravaggio, a Bernini... al Barroco. Especialmente el primero, uno de sus cuadros más poderosos y expresivos. Es pura escenografía. Rembrandt coreografía con brutal crueldad el instante en que un filisteo clava la daga en el ojo de Sansón. Al fondo, Dalila parece danzar con el pelo del héroe caído entre sus manos. Sus espléndidos claroscuros (sólo está a su altura Caravaggio) recuerdan su obra maestra, «La Ronda de Noche». Pero ese dinamismo, ese vigor y energía físicos de los que hace gala en buena parte de su carrera dan un giro inesperado en torno a 1640.
'Artemisa' (1634) a punto de beber las cenizas de Mausolo. En la sombra, una misteriosa figura observa la escena, un reflejo del amor de la reina de Pérgamo hacia su marido, ya fallecido.
Alejandro Vergara lo explica como el paso a un vigor espiritual, a una energía más mental que física, a una severidad moral e introspección. Esa transformación en la que su pintura se tranquiliza y se torna menos dramática es ya evidente en una «Sagrada Familia con ángeles», de 1645, cedida por el Ermitage de San Petersburgo. Se aprecia muy bien ese cambio contemplando esta preciosa y tierna escena, de una gran profundidad, junto a otra «Sagrada Familia», de 1633-35. Parecen salidas de pinceles distintos. Otro ejemplo de ese vuelco en su carrera es la maravillosa «Betsabé» del Louvre. Rembrandt explora en esta obra maestra el deseo sexual y sus consecuencias, comenta Alejandro Vergara. Los gestos agitados y dinámicos de sus anteriores composiciones deja paso a la quietud contemplativa, a la concentración psicológica y a cierta forma de trascendencia: «Rembrandt nos invita a asumir el papel del rey David, a ver lo que él vio y a desear lo que él deseó».
Con incurable propensión al anacronismo queremos ver a Rembrandt como un contemporáneo, sombrío en su ascetismo y su rareza, en su voluntad de introspección, mientras que Rubens se nos queda en el pasado de las pomposas escenografías barrocas. Pero en el itinerario por estos cuadros del Prado vamos descubriendo cómo Rembrandt se educó en lo que ha llamado Harold Bloom la ansiedad de la influencia, y eso nos ayuda a verlo de otro modo porque nos fuerza a verlo en su tiempo: con descaro de imitador y comediante, Rembrandt se retrata disfrazado de gran señor, a la manera de Rubens, con un turbante coronado por una pluma fantástica, con un traje de brillos opulentos, apoyando la mano enguantada en un bastón con un ademán augusto. No se retrata tal como es, sino con la audacia de imaginarse distinto y triunfal, mundano, hombre de negocios, con algo de insolencia y algo de burla, mostrando con el mismo descaro su dominio del oficio y una ambición explícitamente modelada sobre el éxito de Rubens.
Con 'Betsabé en el baño sujetando la carta de David' (1654) Rembrandt aporta un toque mundano a esta figura del Antiguo Testamento, retratándola en una escena íntima mientras sostiene con la mano derecha la nota en la que el rey David le insta a visitarle y ser infiel a su marido. Museo del Prado
La imitación alimenta el talento; el talento fortalecido va apartándose del modelo que ofrecía el maestro. Rembrandt toma de Rubens y al mismo tiempo se aparta de él, en un proceso de apropiación que tiene algo de saqueo y que es el camino paradójico hacia la originalidad. Sin Rubens, sin la gran tradición italiana, no habría existido esa pintura tremenda de la que uno no puede ni quiere apartar los ojos, Sansón cegado por los filisteos: la amplitud espacial, la gestualidad de las figuras, el rigor compositivo bajo la impresión inmediata de apelotonamiento. Pero en el puñal que se hinca en el ojo y en el pie contraído por un dolor animal y en la sangre que salta hay una brutalidad que nadie ha pintado hasta entonces; y la escena, de tanto aparato visual, tiene sin embargo una siniestra cualidad interior, porque lo más espantoso está sucediendo en la conciencia de cada uno de los personajes, en el modo en que experimenta cada uno el horror que cometen, o en el que participan. Y a un paso de la sangre que salta del ojo de Sansón y del metal de las armaduras de sus verdugos hay una luz exterior de mañana limpia, de pura inocencia.
'El rapto de Europa' (1632) es otra muestra más del talento narrativo de Rembrandt, quien recoge la sorpresa de la princesa fenicia, y la alarma de sus acompañantes en la orilla, al ver que el manso toro blanco al que había subido (en realidad, una transformación de Zeus) comienza a correr mar adentro. Las manos de la mítica princesa, que dio nombre a un continente entero, son un reflejo de la tensión y el dinamismo de la escena.
Con sus cuadros ocurre algo muy curioso, dice el comisario: nos piden siempre biografía e información del pintor. Pues bien, hay quien ve en esta Betsabé -la amante del rey David lee la carta del monarca en la que le explica que la hará suya y que matará a su marido. Ella mira al futuro: sabe que le espera una tragedia- a Hendrickje embarazada, la mujer que estuvo junto a Rembrandt al final de su vida y con la que tuvo una hija, Cornelia. Asimismo, se identifica con Hendrickje la «Flora» que cuelga en esta muestra (también inmortalizó como Flora a su primera esposa, Saskia). La «Betsabé» de Rembrandt se mide con el «Marte» de Velázquez. Ambos están absortos, meditabundos, ensimismados... Tenemos curiosidad por conocer sus historias: ¿en qué o en quién piensan? ¿qué acaba de ocurrir en esa escena?
Pero la exposición, patrocinada por BBVA, nos depara más momentos intensos: una Salomé de Tiziano cuelga junto a Artemisa y Minerva, ambas de Rembrandt. «Jesús y el centurión», de Veronés, se exhibe cara a cara con «El banquete nupcial de Sansón», del maestro holandés. Lo mismo que dos retratos de San Bartolomé, uno pintado por Ribera, el otro por Rembrandt. Explica el comisario que se han incluido en la muestra seis cuadros del Prado (dos de Rubens y uno de Tiziano, Veronés, Velázquez y Ribera) para entender mejor, para alumbrar a Rembrandt, no para compararlo ni para que compita con esos artistas.Este 'Autorretrato con traje oriental' (1631) muestra la teatralidad con la que Rembrandt concebía todas sus pinturas incluso cuando se trataba de retratos, parte fundamental de su producción artísitica. Esta obra, que llegará al Prado también procedente de París (donde habitualmente se exhibe en el museo del Petit Palais), no sólo es original por la vestimenta. Además, es el único de los 41 autorretratos del pintor en que aparece puesto en pie.
Finaliza la muestra, y de nuevo nos topamos con Rembrandt retratado por Rembrandt, pocos años antes de su muerte. En esta ocasión se autorretrata como el pintor ateniense Zeuxis, quien murió de risa mientras pintaba a una anciana fea. Rembrandt también se ve de bruces con la muerte. Las arrugas de la vejez están hechas con los arañazos del pincel, y quien quiso verse disfrazado de príncipe ahora parece que viste con harapos de mendigo. Rembrandt se pinta riéndose, como un carcamal desvergonzado, como si la risa fuera ya la única reacción que le merece el espectáculo del mundo, el de su propia cara devastada por los años, irreconocible y grotesca en el espejo. Tras una vida y una carrera intensas, Rembrandt vislumbra el final... y se ríe. Nunca sabremos de qué ni por qué.
Una atmósfera misteriosa envuelve a Rembrandt en este 'Autorretrato como Zeuxis' que realizó pocos años antes de morir, el 4 de octubre de 1969, en Ámsterdam. La risa del artista aporta movimiento y, a la vez, sirve de homenaje para el pintor griego del siglo V a.C., de quien se dice que murió de risa al retratar a una modelo de edad bastante avanzada.
Vivió hasta los 63 años, pero la suerte le dio la espalda en muchas ocasiones. La muerte, que no entiende de genios, se cebó con su familia: murieron tres de sus hijos y su primera esposa, Saskia, falleció el mismo año en que acabó su obra maestra, «La Ronda de Noche». Además, los problemas económicos -y algunos líos de faldas- le arruinaron. Geertje Dircks, una viuda que contrató como niñera de su hijo Titus, mantuvo una historia sentimental con él. Al despedirla el pintor, ella emprendió un juicio acusándolo de romper un compromiso matrimonial. Fue condenado a pagarle 200 guineas al año. Obseso y compulsivo coleccionista de pinturas, grabados y objetos raros, las deudas le obligan a vender su casa y su colección. Estaba en bancarrota. Fue enterrado en la Westerkerk de Amsterdam, junto a su última compañera sentimental, Hendrickje, y su hijo Titus en una sepultura alquilada.
Virginia Hernández, Madrid: Rembrandt, por fin en El Prado, El Mundo, 10 de octubre de 2008
Natividad Pulido, Madrid: Rembrandt, pura intensidad emocional, ABC, 11 de octubre de 2008
Antonio Muñoz Molina: Rembrandt y el relato de la vida, El País, 11 de octubre de 2008
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