Cezanne, padre del arte moderno

Francia conmemora el centenario de la muerte de Paul Cézanne con exposiciones que recuerdan su vida y su obra. Conoció el éxito, pero la gloria, siempre esquiva, le regaló sus mejores frutos en la última etapa de su existencia. Paul Cézanne (1839-1906) vivió durante mucho tiempo prácticamente aislado e incomprendido en su empeño de elaborar una propuesta estética original. Tan sólo unos pocos años antes de su muerte, un par de muestras organizadas por el joven marchante Ambroise Vollard consiguieron el favor de la crítica más vanguardista y el reconocimiento de los jóvenes creadores. Ahora Francia conmemora el primer centenario de la muerte de quien se ha considerado el padre de la plástica moderna con exposiciones que recorrerán diversas facetas del pintor y su obra.

'Montaña de Santa Teresa desde la carretera de Tholonet' (1904), de Cézanne. (Foto: AP)

Dos de las citas previstas aluden a la influencia en su trabajo de los paisajes de su Provenza natal, allí donde regresó tras la formación parisina y, además, se ha anunciado la apertura al público de Jas de Bouffan, la casa familiar, gracias a un proyecto que pretende recuperar los lienzos que decoraban su salón principal y enseñar el estudio donde se concentró en la elaboración de la serie de las "Bañistas". Una de las muestras más atractivas se ha centrado en aquella fase de su trayectoria que preludia su mejor aportación. Aborda un tiempo de formación y cambio, de diálogo e influencias mutuas entre dos grandes maestros, el homenajeado y su amigo Camille Pissarro (1830-1903) dentro de los círculos impresionistas parisinos. Ambos, el maestro y el joven provinciano, compartieron los sinsabores del desprecio oficial y también el reconocimiento postrero.

Maestro y discípulos

En "Cézanne y Pissarro 1865-1885", abierta en el Museo de Orsay, se reúnen 60 lienzos de ambos artistas que evidencian las similitudes y divergencias entre ambos estilos, el magisterio del creador caribeño y la evolución de su aplicado alumno y compañero, y la confluencia en la elección de los mismos paisajes de Auvers sur Oise y Pontoise como principal motivo de su trabajo. La exposición, realizada en colaboración con el Museo de Arte Moderno de Nueva York y el Museo de Arte de Los Ángeles, habla, en cualquier caso, de dos personalidades que se rebelan ante las imposiciones del gusto burgués imperante.

El pintor meridional conoció en la Academia Suiza de París a Camille Pissarro, personaje fundamental por su aportación estilística y apoyo moral, pero también a Claude Monet y Gustave Courbet, entre otros jóvenes contertulios del Café Guerbois, reunidos bajo la autoridad de Edouard Manet. Según los analistas, ese contacto le alejó de sus primeros gustos, deudores de una predilección romántica con ecos de Delacroix y el arrebato emotivo de Caravaggio.

Los colores oscuros y el grueso brochazo darán paso a la pincelada más corta y ligera sobre una paleta cromática más rica que también precisaba de la luz y el brillo, que abandonaba los temas épicos y las escenas simbólicas para nutrirse, en sesiones de trabajo al aire libre, de los paisajes reales de su entorno. Asimismo, su relación con el escritor Emile Zola, con quien había compartido estudios e íntima amistad en Aix, permitió su desplazamiento desde la idealización anterior a las tendencias temáticas más naturalistas.

Cierto ánimo provocador

Cézanne tomó parte en la edición de 1863 del Salón de los Rechazados, institución creada por Napoleón III para los artistas no aceptados en el Oficial, aunque siempre aspiró al reconocimiento de este último con solicitudes que no escatimaban tampoco un ánimo provocador. Como otros compañeros, gozó del mecenazgo del doctor Gachet y llegó a exponer con ellos varias veces, aunque su implicación resultó controvertida por su fuerte personalidad y sus discrepancias estéticas.

Gracias al decisivo apoyo de Pissarro pudo participar en la colectiva de 1874 de la Sociedad Anónima Cooperativa de Artistas, Pintores, Escultores y Grabadores, nombre que adoptó el grupo de Batignolles, más tarde conocidos como los impresionistas, y también fue la reprobación crítica concitada por su aportación a la edición de 1877 el factor decisivo que le impulsa a abandonar el grupo y la capital francesa.

Aunque mantendrá el contacto con el antiguo maestro, sus inquietudes estéticas le alejarán definitivamente de los colegas parisinos. La investigación emprendida viene a señalar la gran transición entre el naturalismo y la abstracción. Sus composiciones huyen de la pincelada corta, chispeante, y la primacía de los efectos lumínicos. El creador utiliza primordialmente el color en manchas planas para la representación del volumen y la forma, elementos que adquieren un sentido fundamental. Sigue observando la naturaleza, pero aborda el objeto desde diferentes puntos de vista, y recurre a la geometría para establecer los equilibrios internos del cuadro.

Se trata de un trabajo meticuloso, paciente, que exige años de estudio y tan riguroso que le lleva a abandonar lienzos y aislarse aún más, víctima de la incomprensión y de su propio carácter, aunque en 1882 un retrato le permitirá alcanzar aquella vieja pretensión de estar presente en el Salón Oficial y el grupo belga "Les vingt" le demanda tres obras para ser exhibidas en Bruselas. El camino no fue fácil, a pesar de reconocimientos esporádicos, y agudizó su misantropía, que le alejó de sus compañeros y familia. Incluso acabó con su amistad con Emile Zola, una de sus referencias más estables junto a Pissarro y sostén económico en los tiempos difíciles.

Época de elogios

Sin embargo, la realidad pudo, una vez más, con la ficción. En 1899 trabaja incesantemente en uno de sus cuadros más conocidos, el retrato del marchante Ambroise Vollard. Su fisonomía está resuelta mediante el uso preciso y contenido del color, y el conjunto evidencia una disposición cromática zonal que anticipa, de alguna manera, la posterior composición cubista. Cézanne inmortaliza a su modelo y aquel le otorga ese favor que antes se le negaba. Cuatro años antes, el dueño de la galería de la Rue Lafitte le había ofrecido su primera cita individual con 150 obras seleccionadas por su hijo Paul. Aunque no consiguió el éxito popular, supuso el reconocimiento de aquellos que un día estuvieron con él, caso de Pissarro o Monet, pero también el elogio de Gauguin.

Los primeros años del siglo XX evidencian su proyección, con hitos como su presencia en la muestra "Cien años de pintura francesa" dentro del programa de la Exposición Mundial de París, la reunión de 33 piezas en el Salón de Otoño de 1904 o la presentación en Inglaterra y Alemania.

Sin embargo, el "ermitaño de Aix", despojado de la residencia familiar, parece haber emprendido un viaje ya sin retorno que le aleja de todo aquello que no sea el trabajo. La culminación de la serie de las "Bañistas" es su último gran reto y, tras su muerte, el Salón de Otoño le homenajeará con una retrospectiva que evidencia ya la cualidad de mito, de agente provocador capaz de abrir nuevos surcos para la pintura.

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