Obsesión y neura del coleccionista

No todos son millonarios y caprichosos. Buscan el poder, la exhibición de la riqueza, el ascenso social pero también la belleza, la experiencia estética, la conservación de un patrimonio cultural. Es una pasión, a veces descontrolada, por unas piezas deseadas, donde se mezcla la obsesión y la neurosis. Son magnates con orígenes humildes o nacidos en la riqueza, que persiguen las obras artísticas que hoy enseñan museos y fundaciones.

Degas, sentado en el centro, con su familia. El pintor francés es uno de los que más apasionan a los coleccionistas.

Las historiadoras del arte María Dolores Jiménez-Blanco (1959) y Cindy Mack (1957) publican en Buscadores de belleza (Ariel) las biografías de 21 personajes que han hecho del coleccionismo de arte una aventura personal. "Es una forma de reivindicar la figura del coleccionista, que ha jugado un papel muy importante en la historia del arte, por sus relaciones con los artistas y la conservación de las obras, y que apenas han recibido estudios específicos", declara María Dolores Jiménez-Blanco, que con Cindy Mack han publicado también Arte español en Nueva York.

Los personajes seleccionados, entre 1880 y 1950, forman el coleccionismo burgués, cuando termina el predominio de reyes y mecenas, y dan paso al coleccionismo actual, más profesional, centrado en las instituciones y museos. Jiménez-Blanco destaca el carácter de aventura y de reto personal en la adquisición de las obras y el papel más audaz de las mujeres.

Los nombres del coleccionismo privado marcan un territorio de museos y fundaciones que avivan la historia del arte y reclaman el turismo cultural. La colección Wallace ocupa un palacio de Londres, donde está la mejor colección de arte francés del siglo XVIII, conseguida por sir Richard Wallace y las cuatro generaciones de los marqueses de Hertford, pero el visitante se puede tropezar con piezas de Rembrandt, Murillo, Hals, Velázquez y Memling. De la dinastía Rothschild se llegaron a catalogar por los nazis 5.000 objetos de sus colecciones en Francia y Austria, y tras el expolio siguen apareciendo piezas confiscadas.

Las salas del Metropolitan de Nueva York recuerdan con frecuencia a John Pierpont Morgan (J. P. Morgan), que llegó a gastar la mitad de su fortuna en obras de arte. Empezó con trozos de vidrieras que encontraba cerca de las catedrales y donó entre 6.000 y 8.000 obras al Metropolitan. Gracias a los impuestos, el Retrato de Giovanna Tornabuoni, de Ghirlandaio, se puede ver hoy en el Thyssen. Un tipo duro, Henry Clay Frick, el de la Frick Collection, un tipo de origen humilde que se hace millonario a los 30 años gracias al coque, sigue una línea clásica con retratos, paisajes y figuras femeninas de El Greco, Velázquez, Rembrandt, Vermeer, Goya.

Peggy Gugenheim, en el jardín de su palacio de Venecia en 1979.

Eran los reyes del azúcar y dejaron un legado de 400 obras al Metropolitan. Lousine Havemeyer, sufragista, impone en el matrimonio y en la colección el disfrute personal y la posesión de la belleza. Tiene los grandes maestros españoles, Velázquez, Goya y El Greco (poco valorado en el mercado internacional), que conecta con la modernidad francesa del XIX. La pasión se centra en Degas, Monet, Courbet, Manet, Cézanne. En el Prado se han visto obras de Goya (Duquesa de Alba) y de Velázquez (Retrato de niña) y ahora comienza en Valencia una ruta de las regiones de España vistas por Sorolla. Pertenecen a los fondos de la Hispanic Society, de Nueva York, y fueron compradas por Archer M. Huntington, que quería "conocer España tal como es y dejarla reflejada en un museo".

Entre los "buscadores de belleza" hubo defensores del arte moderno, como Albert C. Barnes, que se empeñaron en un proyecto educativo y social y se enfrentaron a una sociedad que consideraba locos a artistas como Modigliani, Soutine, Picasso, De Chirico y Matisse. En Boston, Isabella Stewart Gardner construyó un museo veneciano con una intención educativa, donde expuso obras de Murillo, Vermeer, Botticelli, Tiziano o Giotto.

En la búsqueda de calidad, se centró en expresionismo alemán, movimientos del siglo XX y paisaje americano. Otros coleccionistas, como Calouste Gulbenkian, perseguían en sus 6.000 piezas el "sólo lo mejor es lo bastante bueno para mí", mientras la belleza se extiende en los objetivos de Dundan Phillips para conseguir "un Prado americano" con El Greco, Bonnard, Picasso, Juan Gris, Matisse o Cézanne.

Otro caso singular es el de Edgar Degas, pintor de bailarinas y carreras de caballos, que dejó al morir una colección de 500 pinturas y 5.000 dibujos, una actividad casi secreta a la que sacrificaba su propia obra, la comida y el vestido. Destaca la aventura y el reto personal en la adquisición de obras de arte De la dinastía Rothschild se catalogaron 5.000 objetos.

Arte y pasión.

Los únicos coleccionistas españoles que aparecen en el libro son José Lázaro Galdiano y Francesc Cambó, dos visiones distintas: perseguir el disfrute personal o el bien público. Lázaro y Cambó se mueven en el cambio de siglo, cuando se forman otras colecciones (Marés, Cerralbo, Vega-Inclán, Selgas-Fagalde). Lázaro coleccionaba "con amor y pasión", según el hispanista Walter S. Cook, y dejó al Estado un conjunto de 12.000 piezas, en el palacio de la calle de Serrano, de Madrid. Cambó ideó reunir obras para complementar el Prado y el museo de Barcelona (hoy en el MNAC).

Peggy Guggenheim está en la portada del libro, con sus tres perritos en su casa veneciana, como la sobrina díscola de Solomon R. Guggenheim, quien tenía el hábito social de exponer arte moderno en la rampa de Frank Lloyd Wright. Peggy practicaba la ocurrencia de Duchamp: "el arte es cuestión de personalidad" y por su palazzo pasaban jóvenes artistas y escritores para descubrir el expresionismo abstracto.

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