Jeff Koons, la ingenuidad de las formas en el cielo de Nueva York
Todo el equilibrio desequilibrado de la ciudad, a la que conoce tan bien, empasta los tres lametazos que el escultor ha cedido para el verano. En el panfleto monográfico que reparten a los periodistas enfatizan mucho su relación con Marcel Duchamp y Andy Warhol. A todo dios, hoy, lo emparentan con Duchamp y Warhol, pero Koons, juguetón, leve, secretamente melancólico, es buen acreedor. Como ellos, coloca lo inverosímil, incluso lo anecdótico y banal, en un pedestal imaginativo, y compone formas que rompen lo cotidiano con criterios nada elementales. La supuesta facilidad conceptual de Koons electriza porque hace del perro de la infancia un diamante envuelto en celofán. Colocando máscaras, modula los sueños sin falsearlos ni renunciar a su fondo insólito.
Koons comenzó en los 70 haciendo de copista en el taller de su padre. Pintaba falsificaciones (legales) de los grandes maestros que luego vendía a los turistas. A principios de los 80 viajó a Nueva York, trabajó en una de las mesas de la entrada del MoMA y presentó sus primeras obras. Mezclando plásticos, monigotes, criaturas de dibujos animados, imágenes oníricas y otras obsesiones moduló un discurso único. Ha desarrollado una insensata facilidad para viajar por territorios infantiles. Sus globos dorados y palomitas rojas pueden resultar, a primera vista, ingenuos, incluso leves, pero a su modo levantan una trinchera contra el tiempo.
'Balloon dog' (Yellow), 'Coloring book' y 'Sacred heart' (Red/gold), títulos de las tres obras inéditas cedidas, encuentran su lugar natural en el cielo del museo. 'Winnie de Pooh' figura como una de las referencias aludidas por alguien que destaca en el uso de la cultura popular. A diferencia de otros recicladores pop, todavía abducidos por la magia negra que Warhol encerró en sus botes de sopa, Koons ha encontrado su bifurcación propia, y en el cuarto de los osos de trapo y las muñecas rotas un filón no mineralizado por cientos de artistas previos.
'Coloring Book' (1997-2005). (Foto: Metropolitan)
Buen negociante, la pátina lujosa de sus obras garantiza el plus de riqueza que todo coleccionista ansía. Cansados de genios que acarrean detritus del vertedero, los marchantes encuentran en Koons una respuesta colosal a sus plegarias: un artista de mérito, afilado, que además crea bonito. Aupado por el MET, seguramente Koons opine que contra la mala educación de la muerte solo cabe la sonrisa, el guiño inteligente y dubitativo, liberado de intelectualismos y dispuesto a batirse por reencontrar la infancia. En su duelo no llega a las manos, mucho menos hace sangre. El testamento a quemarropa queda para gente más acodada al precipicio.
Koons, poco dado a la tragedia, despliega un discurso paralelo, algodonoso, donde tallar caramelos. No hay nada que hacer, parece decirnos, excepto dormir bajo un palio de artilugios hermosos, perdidos en los meandros proustianos de los primeros años, y salir después al mundo con la solapa del babi coloreada de esmeraldas. Al ornamento, en fin, sabe buscarle capas, huecos, donde clavar los dardos.
Julio Valdeón Blanco (Nueva York), Jeff Koons, la ingenuidad de las formas en el cielo de Nueva York, El Mundo, 22 de abril de 2008