La tierra de Miró

En el fondo de su alma uno guarda el arquetipo de algo que ya no sabe si es un recuerdo o una fantasía, la imagen de una casa encalada de arquitectura simple y sólida rodeada por una huerta, tal vez con una parra sombreando la entrada, con un zaguán en penumbra que alivia de inmediato con su bocanada de frescura este calor de desierto. Puede que la hayamos visto alguna vez, desde lejos, desde la ventanilla de un tren, la fachada blanca sombreada de pinos o higueras, la umbría de las acequias, la tierra roturada y fértil, el ángulo de una azotea quebrado nítidamente contra un cielo de un azul excesivo. Qué sensación de destierro, no ser nosotros los habitantes de esa casa, no quedarnos en ella como veraneantes antiguos desde los primeros calores de junio hasta las noches ya frías y olorosas a otoño de finales de septiembre. Qué vida habríamos tenido en esas habitaciones anchas, abiertas de noche a la serenata de los grillos y las ranas, en esa cocina separada del jardín por una cortina de cuentas en la que habríamos hecho gloriosas ensaladas de tomates, pimientos verdes, pepinos y cebollas criados en la misma tierra, suculentos de jugo. Quién sabe si en ese lugar habríamos trabajado con el sosiego que casi siempre nos falta, descubriendo en nuestro oficio, en nuestra tarea diaria, una profundidad o una especie de radical inocencia que a veces intuimos, y siempre se nos escapan.

Esa casa existe o existió de verdad. Joan Miró pasó en ella muchos veranos de su vida y la estuvo pintando una y otra vez entre 1918 y los primeros años veinte. Estaba en Mont-roig, en la provincia de Tarragona. Tenía delante una gran palmera y un reloj de sol coronaba la fachada, y sobre el dintel de la puerta la fecha de su construcción tenía algo de declaración de principio y propósito de duración: Any 1912. Como si la viera de pronto al final de un camino la reconozco nada más asomarme a una sala del museo Thyssen, en un Madrid tórrido en el que me cuesta más aclimatarme al regreso. Al cabo de unos pocos años el mundo visible empezaría a disolverse para Miró en caligrafías y signos trazados sobre amplias oleadas de color, como inscripciones en cuevas neolíticas o pintadas sumarias en muros de callejones. Pero cuando pintó La casa de la palmera se complacía en la enumeración de los pormenores visuales con un ensimismamiento como de ilustrador de manuales de Zoología o de Botánica o como un artista flamenco, tan concentrado en cada cosa que le daba una existencia aislada y suprema, libre de las vaguedades del ilusionismo, con una precisión entre de fresco románico y selva del Aduanero Rousseau. Una precisión así tal vez sólo es posible gracias a la dura luz sin sombras del Mediterráneo, que educa la mirada y la inteligencia en la claridad de los límites y ofrece siempre recompensas tangibles a la observación. Joan Miró iría por los senderos de las huertas de Mont-roig tan absorto como Josep Pla por los de Palafrugell: en el mismo verano, el de 1918, Pla tomaba los apuntes que muchos años después iban a convertirse en El Cuaderno Gris y Miró pintaba La casa de la palmera y Hort amb ase, los dos igualmente fascinados por la realidad más próxima y terrenal de las cosas, cada uno queriendo captarla de la más exacta que fueran posible, los dos educándose a sí mismos en una soledad aldeana a la que les llegarían muy vagamente las novedades y los sobresaltos del mundo exterior, tan remotos como la guerra que seguía devastando a Europa.

No hay cosmopolitismo más enérgico que el de un muchacho imaginativo en un rincón de provincias. Muy pronto, Josep Pla, tan sólo unos años más joven que Miró, iba a empezar casi veinte años de viajes europeos, contándolos en los periódicos con una prosa iluminada por una mezcla de ironía y agudeza que aprendería sobre todo en las crónicas de Stendhal, sazonadas con un descreimiento de pueblerino y hortelano. En 1920, Joan Miró viajó por primera vez a París, y decidió que en su vida no iba a haber término medio: o estaría en París o en Mont-roig, en la capital de la pintura y del mundo o en el paraíso terrenal de su huerta, o mejor aún, yendo y viniendo, entre la contemplación de un caracol o una lechuga o una libélula y la embriaguez del arte moderno y los resplandores de las luces nocturnas, entre el sosiego de lo conocido y el tirón incierto y tentador del porvenir.

Sobre este ir y volver escribe con erudición luminosa Tomás Llorens en el catálogo de la exposición lacónicamente titulada Miró: Tierra. De Mont-roig a París, de las formas y los frutos de la tierra a los símbolos y las constelaciones, de lo más visible a lo invisible: también, poco a poco, según los años van ensombreciéndose, del retiro apacible al refugio inseguro contra el desastre, del cosmopolitismo al destierro. Uno lleva en el alma el arquetipo de una casa que tiene algo de escenario de un veraneo intemporal pero los veranos de la Historia pueden tener fechas letales. En el verano de 1936 Joan Miró estaba en Mont-roig, pero el antiguo paraíso ahora se convertía en una trampa, como descubrió demasiado tarde por esos mismos días Federico García Lorca en otra casa blanca rodeada por una huerta, en la Vega de Granada. Ahora el viaje a París era una huida sin garantía de regreso. En el otoño Miró le escribió a Pierre Matisse: "Vivimos un drama terrible. Todo lo que pasa en España es aterrador, como no podría usted imaginarlo nunca".

Ese hombre menudo, sonriente, apacible, que con el guardapolvo de pintor parecía el dueño de una droguería o de un almacén de ultramarinos, descubre en 1939 que la derrota de la República española lo ha dejado probablemente sin país, y un poco después que tampoco en Francia, ni en toda la extensión de Europa, queda ya un lugar seguro. Pero busca siempre, con su mujer y su hija, una casa de verano, la sombra de la casa de la palmera y de la huerta, a las que hace tanto que no vuelve. El verano de 1939 la casa está en la costa de Normandía: Miró, que otros veranos pintó los surcos de la tierra, las hortalizas y los animales, ahora empieza a pintar sus Constelaciones, cielos de cuento o de sueño inmunes a la devastación de la crueldad humana. En mayo de 1940 esos cielos son también invadidos por los aviones alemanes. Entonces Miró ha de decidir si se marcha con su familia a América, o si regresa a España, a pesar del peligro, sabiendo lo siniestro que será ahora el país. El verano de 1941 volvió por primera vez a Mont-roig. Qué sentiría, tras cinco años de ausencia, al ver de lejos esa casa que forma parte de mis recuerdos aunque sólo la he visto en un cuadro, al distinguir la línea de la azotea y el reloj de sol, las letras sobre la fachada, Any 1912. -

La exposición Miró: Tierra permanecerá abierta hasta el 14 de septiembre en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. www.museothyssen.org

Antonio Muñoz Molina, La huerta de Miró
, El País/Babelia, 9 de agosto de 2008