'Vendí mi primer cuadro cuando ya tenía 90 años
Igual que tantos ancianos que bordean el siglo, Carmen Herrera, 94 años, sufre diversos achaques aunque ya no le duelen: desde hace un lustro vive colgada de una nube. Pintora secreta. "Vendí mi primer cuadro cuando ya tenía 90 años", dice.
Tras medio siglo viviendo en el mismo apartamento de la calle 19 en Manhattan, muy cerca de Union Square, esta cubana resistente que a veces usa la silla de ruedas para desplazarse por casa y espera a unos amigos "muy queridos" para tomar un whisky en cuanto acabe nuestra entrevista, ha sido definida por 'The Guardian' como "el descubrimiento de la década". La comentarista británica Laura Cumming, que reseñaba una exposición suya en la galería Ikon, Birmingham, parecía que había visto un ángel. "¿Cómo hemos podido perdernos estas brillantes composiciones?", decía. Y sus palabras vienen a ser lo mismo que escribir que nos hallamos ante "la sensación más caliente del mundo del arte", según la calificó 'The New York Times'.
Herrera, que ha pintado todos los días sin importarle estaciones ni modas, ni el hecho de que ningún galerista se interesara por su abstracción geométrica, coge el pájaro de la fama con alegría y distancia. A estas alturas sería difícil que chochee por la adulación, que las críticas alborozadas la trastornen, pero resulta innegable que encuentra estupendo el hecho de que la Tate y el MoMA compren sus cuadros. "Pues cómo voy a estar, feliz, ¿no? Vivo todo esto con mucho gusto y sólo siento que mi marido no haya podido verlo". Se refiere a Jesse Loewenthal, que fuera profesor del prestigioso instituto Stuyventsant de Nueva York, con el que estuvo casada durante 61 años y que falleció en 2002. «Siempre me apoyó. Él se iba a clase y yo me quedaba en casa, toda la casa para mí sola. Así que intentaba limpiar muy rápido y después me ponía a pintar».
Tras casarse en 1939, Herrera y su marido, que se habían conocido en Cuba, pasaron la II Guerra Mundial en Nueva York y en 1946 se trasladaron a París, donde vivieron hasta principios de los 50: "Años muy felices, decisivos, porque allí encontré mi voz, donde me descubrí como pintora gracias al grupo de artistas agrupados en torno al salón de la Realité Nouvelle". Con la vuelta a Nueva York arrancan los años del desierto, las décadas de trabajar silenciosa, los siglos de recibir alguna buena crítica y no vender un cuadro, cuando los galeristas, ciegos, besan las obras de otros y desprecian la suya. En el sótano, amontonándose, decenas de cuadros, paseos por un minimalismo en blanco y negro, colores fosfóricos y círculos acrílicos como estampidos de sombra.
"Me preguntan que porqué seguía pintando aunque a nadie parecía interesarle. Y supongo que es por la misma razón que una monja se va a trabajar a una leprosería, por vocación, porque lo necesitas, ¿no?". La hija de un periodista (fundador de un diario cubano llamado 'El Mundo'), que ha tenido dos exposiciones en solitario previas al triunfo (una en el Museo Alternativo, en 1984, la otra en el Museo del Barrio, en 1998), comenzó a sonar cuando, durante una cena, su amigo Tony Bechara, también pintor y actualmente miembro del patronato del Museo del Barrio, se enteró en una cena de que el galerista Federico Seve buscaba a una pintora que oficiara en la abstracción geométrica para una exhibición compartida. "Tengo justo lo que necesitas", le dijo Bechara. Al día siguiente le envió varios cuadros y Seve, fascinado, llamó inmediatamente a algunas de las grandes coleccionistas de arte latino (Estrellita Brodsky, Ella Fontanals-Cisneros...). El momento, tantas veces adverso, parecía favorable. Y el arte hispano, en la última década, comienza a ser apreciado en Nueva York más allá de Frida y de los grandes muralistas mexicanos, que nunca dejaron de serlo. Bechara se pone en contacto con Agnes Gund, presidenta emérita del MoMA y apasionada del trabajo de Herrera desde entonces.
Bechara, vecino de la artista desde principios de los 70, cuida de ella con devoción de amigo. Aunque la exposición del 98 en el Barrio tuvo alguna buena crítica, nunca logró que hubiera algo más, que se acercaran los galeristas, los compradores. "Últimamente he tenido mucha suerte. Antes parecía imposible que los anglosajones se interesaran por la obra de una hispana, pero supongo que gracias a eso he podido trabajar más tranquila, sin compromisos". Se despide serena, a punto de volver al tajo, a entretener la espera de los amigos mientras trenza con sus manos artríticas otro rombo gélido, bajo el cual late un corazón que despelleja a quien lo mira.
Olfato de París, miopía en Nueva York
Sucedió en Nueva York, la inquieta, febril Nueva York, donde ningunearon, miopes, a una artista mayúscula. "Entonces estaba muy de moda el expresionismo abstracto y a nadie le interesaban mis obras. Me habían aceptado mucho mejor en Europa, al menos en París, donde no había tantos prejuicios respecto al hecho de que una mujer, y encima hispana, pintara". También influyó el vaivén de las modas, la caprichosa suerte, el que los 300 'intelectuales' que suben o bajan cotizaciones estuvieran demasiado ocupados. Tarde, pero no del todo, el mundo descubre sobrecogido una pintura mágica, que ondea incandescente y misteriosa en cientos de lienzos.
Julio Valdeón, Nueva York, 'Vendí mi primer cuadro cuando ya tenía 90 años', EL MUNDO, 28 de diciembre de 2009
Tras medio siglo viviendo en el mismo apartamento de la calle 19 en Manhattan, muy cerca de Union Square, esta cubana resistente que a veces usa la silla de ruedas para desplazarse por casa y espera a unos amigos "muy queridos" para tomar un whisky en cuanto acabe nuestra entrevista, ha sido definida por 'The Guardian' como "el descubrimiento de la década". La comentarista británica Laura Cumming, que reseñaba una exposición suya en la galería Ikon, Birmingham, parecía que había visto un ángel. "¿Cómo hemos podido perdernos estas brillantes composiciones?", decía. Y sus palabras vienen a ser lo mismo que escribir que nos hallamos ante "la sensación más caliente del mundo del arte", según la calificó 'The New York Times'.
Herrera, que ha pintado todos los días sin importarle estaciones ni modas, ni el hecho de que ningún galerista se interesara por su abstracción geométrica, coge el pájaro de la fama con alegría y distancia. A estas alturas sería difícil que chochee por la adulación, que las críticas alborozadas la trastornen, pero resulta innegable que encuentra estupendo el hecho de que la Tate y el MoMA compren sus cuadros. "Pues cómo voy a estar, feliz, ¿no? Vivo todo esto con mucho gusto y sólo siento que mi marido no haya podido verlo". Se refiere a Jesse Loewenthal, que fuera profesor del prestigioso instituto Stuyventsant de Nueva York, con el que estuvo casada durante 61 años y que falleció en 2002. «Siempre me apoyó. Él se iba a clase y yo me quedaba en casa, toda la casa para mí sola. Así que intentaba limpiar muy rápido y después me ponía a pintar».
Tras casarse en 1939, Herrera y su marido, que se habían conocido en Cuba, pasaron la II Guerra Mundial en Nueva York y en 1946 se trasladaron a París, donde vivieron hasta principios de los 50: "Años muy felices, decisivos, porque allí encontré mi voz, donde me descubrí como pintora gracias al grupo de artistas agrupados en torno al salón de la Realité Nouvelle". Con la vuelta a Nueva York arrancan los años del desierto, las décadas de trabajar silenciosa, los siglos de recibir alguna buena crítica y no vender un cuadro, cuando los galeristas, ciegos, besan las obras de otros y desprecian la suya. En el sótano, amontonándose, decenas de cuadros, paseos por un minimalismo en blanco y negro, colores fosfóricos y círculos acrílicos como estampidos de sombra.
"Me preguntan que porqué seguía pintando aunque a nadie parecía interesarle. Y supongo que es por la misma razón que una monja se va a trabajar a una leprosería, por vocación, porque lo necesitas, ¿no?". La hija de un periodista (fundador de un diario cubano llamado 'El Mundo'), que ha tenido dos exposiciones en solitario previas al triunfo (una en el Museo Alternativo, en 1984, la otra en el Museo del Barrio, en 1998), comenzó a sonar cuando, durante una cena, su amigo Tony Bechara, también pintor y actualmente miembro del patronato del Museo del Barrio, se enteró en una cena de que el galerista Federico Seve buscaba a una pintora que oficiara en la abstracción geométrica para una exhibición compartida. "Tengo justo lo que necesitas", le dijo Bechara. Al día siguiente le envió varios cuadros y Seve, fascinado, llamó inmediatamente a algunas de las grandes coleccionistas de arte latino (Estrellita Brodsky, Ella Fontanals-Cisneros...). El momento, tantas veces adverso, parecía favorable. Y el arte hispano, en la última década, comienza a ser apreciado en Nueva York más allá de Frida y de los grandes muralistas mexicanos, que nunca dejaron de serlo. Bechara se pone en contacto con Agnes Gund, presidenta emérita del MoMA y apasionada del trabajo de Herrera desde entonces.
Bechara, vecino de la artista desde principios de los 70, cuida de ella con devoción de amigo. Aunque la exposición del 98 en el Barrio tuvo alguna buena crítica, nunca logró que hubiera algo más, que se acercaran los galeristas, los compradores. "Últimamente he tenido mucha suerte. Antes parecía imposible que los anglosajones se interesaran por la obra de una hispana, pero supongo que gracias a eso he podido trabajar más tranquila, sin compromisos". Se despide serena, a punto de volver al tajo, a entretener la espera de los amigos mientras trenza con sus manos artríticas otro rombo gélido, bajo el cual late un corazón que despelleja a quien lo mira.
Olfato de París, miopía en Nueva York
Sucedió en Nueva York, la inquieta, febril Nueva York, donde ningunearon, miopes, a una artista mayúscula. "Entonces estaba muy de moda el expresionismo abstracto y a nadie le interesaban mis obras. Me habían aceptado mucho mejor en Europa, al menos en París, donde no había tantos prejuicios respecto al hecho de que una mujer, y encima hispana, pintara". También influyó el vaivén de las modas, la caprichosa suerte, el que los 300 'intelectuales' que suben o bajan cotizaciones estuvieran demasiado ocupados. Tarde, pero no del todo, el mundo descubre sobrecogido una pintura mágica, que ondea incandescente y misteriosa en cientos de lienzos.
Julio Valdeón, Nueva York, 'Vendí mi primer cuadro cuando ya tenía 90 años', EL MUNDO, 28 de diciembre de 2009