Miguel Ángel, maestro contemporáneo

La colección Los grandes genios del Arte, que EL MUNDO ofrece a sus lectores, llega esta semana hasta Miguel Angel Buonarroti. Tomás Llorens, conservador jefe del Museo Thyssen-Bornemisza y prologuista del libro, recorre en el texto la relación del artista con las diferentes disciplinas que cultivó (escultura, pintura, arquitectura), donde dejó obras en las que gustó de prácticar «la poética de lo inacabado». Por su parte, el escritor Luis Antonio de Villena recuerda la siempre tensa relación del artista florentino con un poder que siempre tuvo cerca y le patrocinó sus obras más conocidas (la Capilla Sixtina). Mañana se podrá conseguir, por tan sólo 6,90 euros, el volumen monográfico dedicado a Miguel Angel.

PublicidadanapixelEn la introducción a su libro El arte clásico, publicado por primera vez en 1899, Heinrich Wölfflin caracterizaba el periodo más alto del Renacimiento italiano, el que se extendería aproximadamente a lo largo del primer tercio del siglo XVI, como un esfuerzo truncado, una culminación incompleta. «Es inevitable que nos preguntemos cuánto llegó a cuajar como un logro, cuánto de lo intentado en esos breves, escasos años de culminación se quedó en mero proyecto o cayó víctima de una temprana destrucción. La Ultima cena, de Leonardo, no es más que una ruina, su gran pintura La Batalla de Anghiera, encargada por la ciudad de Florencia, nunca llegó a terminarse e incluso se ha perdido su dibujo preparatorio.

Los Soldados bañándose, de Miguel Angel, corrieron la misma suerte; la tumba de Julio II quedó sin realizar, salvo unas pocas figuras, y la fachada de San Lorenzo, que debía haber mostrado el vigor más pleno de la arquitectura y la escultura toscanas, se quedó en un simple proyecto sobre el papel. La Capilla Médici no fue propiamente un equivalente alternativo ya que debemos situarla en los límites del Barroco (...).

Podríamos comparar el arte clásico con las ruinas de un edificio nunca terminado cuya forma original debe ser reconstituida a partir de fragmentos dispersos y explicaciones de segunda mano.

La mayoría de los ejemplos citados por Wölfflin en ese pasaje se deben a Miguel Angel (...). Y es que Miguel Angel atraviesa todo el periodo, desde sus primeras obras, como la Piedad vaticana, todavía cuatrocentista y no sólo en cronología, y lo excede en casi 40 años a partir del momento en que interrumpe sus trabajos en la Capilla Médici en 1527.

Aunque hoy sea poco frecuente decirlo, el Alto Renacimiento ha quedado registrado en la memoria cultural europea como la culminación de las artes de la pintura y la escultura en todo su recorrido histórico desde la Antigüedad hasta nuestros días. ¿Fue Miguel Angel su artista más representativo? Para sus contemporáneos, o al menos para la mayor parte de ellos, para un Varchi, para un Francesco d'Olanda, sobre todo para un Vasari, la respuesta debería ser afirmativa.

Diversos rivales

Sin embargo, tuvo rivales. Wölfflin menciona a Leonardo, aunque la fama de éste -como la de Miguel Angel- es en buena medida efecto de la perduración de una tradición decimonónica; por muy intensa que fuera a principios del siglo XVI comenzó a menguar a partir de su decisión de abandonar Florencia en 1506 para establecerse de nuevo en Milán, precisamente cuando Miguel Angel era llamado para ir a Roma con el propósito de llevar a cabo el proyecto de la tumba de Julio II. Así, el eclipse de Leonardo se acompasa con el ascenso de Miguel Angel y se convierte en definitivo a partir de su muerte, en 1519.

Pero, para los hombres del siglo XVI, el gran rival de Miguel Angel no fue Leonardo sino Rafael. El propio Buonarroti lo sintió así y así lo transmitió a sus biógrafos, incluyendo a Vasari.Es verdad que, tras la temprana muerte de Rafael en 1520, durante las décadas centrales del siglo, Miguel Angel domina claramente el panorama artístico italiano y universal, aunque quepa sospechar que parte de la admiración que despertaban sus obras estaba inevitablemente asociada al respeto que inspiraba su posición oficial en el centro de la cristiandad. En esto pudo disfrutar de las ventajas de la longevidad. Sin embargo, la fama de Rafael renace ya a partir de mediados del siglo XVI, cuando algunos artistas y críticos expresan la necesidad de ir dejando atrás los modelos estilísticos buonarrotianos (...).

Fue el movimiento romántico, el Romanticismo mismo como actitud, el que llevó a una nueva exaltación de Miguel Angel. Frente a la actitud analítica del academicismo, frente a su preferencia por el equilibrio, el Romanticismo predica el apasionamiento, el desequilibrio, incluso la exageración. La obra de arte tenía que ser íntimamente, orgánicamente coherente con la persona del artista. Fue así en tiempos románticos cuando se escribieron innumerables biografías de Miguel Angel. Se acuñó el tópico de la íntima ecuación entre loa que Vasari había denominado la «terribilità» de su persona y la «terribilità» de su obra. Grandeza de carácter, una inspiración elevada hasta lo sublime, eran cualidades que ahora se admiraban en el artista florentino. El tópico, alimentado por una sobreabundante literatura, llegará hasta el siglo XX con autores todavía de calidad, como Romain Rolland o Stefan Zweig.

Más allá del tópico, sin embargo, hay en Miguel Angel, en su platonismo trágico, una profunda afinidad con el idealismo monista romántico. La belleza ideal no puede ser nunca para él como lo era para la tradición académica, una conjunción más o menos armónica de cualidades diversas. Su análisis es, por tanto, radicalmente imposible. La belleza es fundamentalmente unitaria, mana de una única fuente que es el Bien Supremo y la Inteligencia Suprema: Dios (...). «Veo en tu bello rostro, señor mío, / algo que narrar no puedo en esta vida / el alma de la carne aún vestida / muchas veces con él ascendió al cielo... / A la piadosa fuente que las reúne / Semejan todas las bellezas visibles...» (Miguel Angel, Rime, Ed. Girardi)

La creación artística es así homóloga de la creación divina.El artista, como Dios, crea un mundo; o mejor dicho (para mantenernos más fieles a la intención de Buonarroti) participa de la creación divina; es a la vez criatura y creador, creador y criatura. Es así como, en definitiva, se forja a sí mismo; o mejor dicho (pensando de nuevo en las fórmulas de Buonarroti) forja su salvación eterna.¿Cabe un tema más romántico? (...).

«Para crear y, creando, vivir / Un más intenso ser, para eso damos /Forma a nuestra imaginación / Ganando, al tiempo que la concedemos, / La misma vida imaginada / ¿Qué soy yo? Nada. Todo lo eres tú / Arte mío, alma de mi pensamiento...» (Byron, Childe Harold, III, VI)

Es por la mediación del Romanticismo como Miguel Angel llega a la sensibilidad contemporánea. Su énfasis en la intención previa a la creación, el concetto, es homólogo del énfasis postromántico en la intención o el «concepto» del artista como criterio superior a la realidad material de la obra. «Concepto» y «materia» se contraponen. (...).

«Así como quitando mujer se pone / En piedra áspera y dura / Una viva figura / Que crece donde más la piedra mengua...» (Miguel Angel, Rime). Esto lleva a una poética de lo inacabado: El non finito miguelangelesco que comentaron sus primeros biógrafos y entusiasmó a los románticos sigue entusiasmándonos hoy. Si en otros momentos históricos se prefirieron el David o el Moisés, en el siglo XIX se prefirieron los esclavos inacabados de la tumba de Julio II y hoy preferimos la Piedad Rondanini. Incluso ha habido en esto una gradación ya que no es lo mismo exaltar lo inacabado de los esclavos porque, en ellos, podemos apreciar la huella de los instrumentos de trabajo, el punzón o la gradina, es decir, la huella directa de la mano del maestro, que exaltar -como lo hacemos en la Piedad Rondanini- los cambios de dirección del proyecto, sus dudas y arrepentimientos en cuanto a la escala de la obra, su concepción misma. No es lo mismo exaltar en la obra su inmediatez respecto de la mano que preferir a la obra el proceso de su creación, abierto aún, inconcluso. Prefiriendo la apertura de la obra inacabada qua proceso nos revelamos como contemporáneos de la época de Picasso, el autor que, jugando con el doble sentido del verbo acabar, decía que «acabar una obra es acabar con ella».

Poética de lo inacabado

De algún modo la poética de lo inacabado es la poética del fracaso y, también en esto, el arte del siglo XX puede servirnos de guía para profundizar en la aventura del Renacimiento. Podemos percibir en este último una situación que conocemos perfectamente por el primero. La exaltación de lo inacabado es lo característico de una poética expresionista, considerando este término en una acepción suprahistórica, como exaltación de la intención del artista -intención, pasión o sentimiento- por encima del resultado de su esfuerzo y, sobre todo, por encima de la apariencia de la obra, de su forma. Lo expresivo, en este sentido, sería lo que se opone a lo formal. Pues bien, lo trágico de la historia del estilo renacentista, como lo trágico de la del estilo moderno, estribaría en que ambos se propusieron con una fuerte valencia formalista y acabaron siendo esencialmente expresivos. En ambos casos, se constata un fracaso, que va más allá del fracaso de la forma artística, más allá del arte y de su historia: es el fracaso de una gran esperanza colectiva.
El fracaso de Miguel Angel fue, en primer lugar, el que se puso de manifiesto en su propia posición histórica. Su obra, que, según dijo Wölfflin, atraviesa todo el periodo de culminación del Alto Renacimiento, se prolonga muchísimo, demasiado, más allá de su final. Hay, en efecto, en esas largas décadas romanas del final de la vida del escultor florentino, una problematicidad profunda que se revela ya en la misma escasez de obras realizadas, o en el hecho de que -salvo en pintura- prácticamente ninguna de ellas quedó terminada -¿habrá obra más problemática que la Piedad Rondanini?-. No se trata para nada de una decadencia como la que puede registrarse en tantos otros casos de la historia del arte, sino de un fracaso, o inconclusión, una inconclusión que acaba por instalarse en el seno mismo del acto creativo, de modo que, siendo característica de las obras creadas durante la segunda mitad de la vida del artista, ilumina o tiñe retrospectivamente las obras creadas durante la primera mitad.

El fracaso de Miguel Angel -como, en el siglo XX, el del movimiento moderno- es inherente a su ambición. Su idealismo monista le llevó a concebir lo bello como una manifestación de lo bueno y la creación artística como una especie de síntesis o, mejor dicho, silepsis, de términos contrapuestos: lo bello (lo apetecible) y lo bueno (lo que, por necesidad ontológica, debe ser), la apariencia y la sustancia, el inmanentismo de la Antigüedad y la trascendencia soteriológica del cristianismo, la felicidad individual y el bien de la colectividad. Así, cada vez que la conquista de los primeros términos de estas silepsis se negaba a garantizar, o, peor aún, se alzaba como un obstáculo para la obtención de sus segundos términos, la tensión espiritual del artista desembocaba en un sentimiento de tragedia extática. Si consideramos, por ejemplo, las pinturas de la Capilla Sixtina (la obra que habrá de quedar como su creación máxima), las tensiones internas de la primera parte de la bóveda desembocan en la crucifixión de Aman, en el autorretrato del artista como Jeremías o en la soledad vertiginosa del Creador de la Luz. En un segundo tiempo, las tensiones internas de la bóveda, considerada en su conjunto, desembocan en la atmósfera trágica y sublime de la catástrofe final, donde sólo la piedad de la Madre subsiste, aislada como una roca en el mar, absorta en la soledad infranqueable de su relación con Su Hijo.
Quizá no hay texto que mejor pueda introducirnos en la obra de Miguel Angel que El banquete, con el comentario de su maestro, Marsilio Ficino, acerca de la unidad profunda de los distintos tipos de amor. Es en el amor, en una silepsis imposible de los amores (todos los amores) distintos y contrapuestos, donde se encuentra la clave del fracaso de Miguel Angel. Y la de su contemporaneidad.

Extracto del prólogo de Tomás Llorens, conservador jefe del Museo Thyssen.
Tomás Llorens, Miguel Angel, maestro contemporáneo, EL Mundo, 31 de enero de 2005