Las mamás de Blancanieves
Las mujeres somos cuerpos, y lo somos más que los hombres. A más cuerpo, más texto, más escritura, más placer. Voladoras-ladronas -voleuses-, hadas, parcas, sacerdotisas y profetisas, planeamos sobre el límite que nos frena socialmente. Los hombres, por el contrario, juegan a muñecas. Son ellos, y no las niñas, quienes disfrutan sintiéndose príncipes al galope por los bosques de la infancia a la búsqueda de un objeto práctico: un ataúd de cristal en cuyo lecho duerme, inviolada, una madre que nunca acaba de morir. Es el viejo sueño de Pygmalion.
La exposición 'La mirada iracunda'
Pero no es ningún pecado que el hombre se dedique a su vocación. Ni que, aún hoy, la mujer no se disculpe por sus esfuerzos artísticos. La teórica feminista Linda Nochlin cita en Why are there no great women artists? (¿Por qué no hay grandes mujeres artistas?) el caso de la pintora del siglo XIX Rosa Bonheur que utilizaba ropas masculinas para visitar mataderos e hipódromos y estudiar a los animales que pintaba: "Mis pantalones han sido mi gran protección. Muchas veces me he felicitado por haberme atrevido a romper con las tradiciones que me habrían obligado a abstenerme de ciertos tipos de obra, debido a la obligación de arrastrar mis faldas por todas partes".
El modelo de historia del arte es abrumadoramente masculino por necesidad. Describe la evolución de las formas como una guerra crucial de padres e hijos y define el proceso creativo desde el punto de vista metafórico de un encuentro sensual (cuando no sexual) entre el pintor y su musa. Ocurrió hasta Picasso -con un pequeño paréntesis con Duchamp/Rrose Sélavy-, continuó en el expresionismo abstracto, se camufló durante los setenta para dejar espacio al arte conceptual y performativo, regresó con fuerza en los ochenta; y así parece seguir hoy, cuando la creación llamada "de mujeres" ha acabado convirtiéndose en un fetiche de las multinacionales museísticas (la araña de Louise Bourgeois como eterno femenino amenazante y a la vez protector) o como lema subrepticio y falso consuelo de una bienal de arte (Venecia 2005).
Algunas revisiones recientes sobre la lucha por la igualdad en el arte -en 2007, en el Brooklyn Museum de Nueva York y en el MOCA de Los Ángeles- han servido para ilustrar esa desposesión y degradación histórica del principio femenino y analizar una cultura cuyas definiciones de la autoridad creativa son encubiertamente patriarcales, en el sentido no sólo de autor/padre del texto, también dueño de los sujetos de su texto, el tipo espiritual de un patriarca tal y como se entiende en las sociedades fundamentalistas, católicas e islamistas.
Xabier Arakistain, comisario de Kiss, Kiss, Bang, Bang (Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2007), una colectiva que hacía hincapié en cómo la vanguardia feminista se había incorporado a la historia del arte, propone ahora con Maura Reilly un recorrido actualizado en torno a las prácticas que denuncian la desigualdad social entre los sexos. Pero -reconozcámoslo así- el gran mérito de esta exposición descansa en su (sana) capacidad de "ofensa" al espectador, dado el contexto en el que se exhibe, una ciudad, Vitoria, profundamente conservadora, cuya máxima satisfacción artística ha sido colmada hasta ahora por la blanda y poco penetrante programación del Artium.
La mirada iracunda, que abre la programación del nuevo centro Montehermoso, demuestra indirectamente que el feminismo, como ha ocurrido con otros movimientos sociales, ha sido desplazado por las nuevas políticas sociales del presente. La mitología del feminismo nace en el momento que se queda atrás, pero eso no debería llevarnos a un pesimismo estratégico, al contrario, debería servir para exigir a la obra una dignidad estética que se aliara con su propia capacidad para superar unos condicionantes históricos. La mayor parte de los trabajos incluidos en esta exposición usan los formatos menos tradicionales, y por discutibles que puedan ser algunas propuestas (los vídeos de Pilar Albarracín, la instalación de A. L. Steiner) consiguen someter a crítica el "relato" oficial. Lo importante del "gesto" de autoras como Lida Abdul, Mireia Sallarés, Lara Favaretto, Yurie Magashima, Cristina Lucas, Caron Geary, Loulou Cherinet o Coco Fusco es que son capaces de articular momentos de estrategia sentidos; los suyos son gestos diacríticos: a la vez que crean el momento de visibilidad de la crítica a la tradición lo destruyen, ya que la (buena) formalización de la obra es solamente una premonición finalmente no confirmada. Excepciones son las películas de Alice Anderson (Londres, 1976) y Sophie Whettnall (Bruselas, 1973); la primera construye una atmósfera onírica en torno a una niña que desea construir con el lenguaje; el trabajo de Whettnall se acoge a la autocrítica, las ansiedades y antifeminismo femeninos.
Inalterablemente femeninas, estas artistas de "mirada iracunda" bailan para salirse del espejo de la autoridad masculina, pero no lo suficiente para superar la ansiedad por jugar en el mismo marco de representación. Puestas a jugar dentro de él, ellas han de desfilar por la misma ventanilla. Y si no, regurgitar la manzana envenenada, levantarse del ataúd de cristal y bailar otra danza. Una danza de autoridad.
La mirada iracunda. Centro Cultural Montehermoso. Fray Zacarías Martínez, s/n. Vitoria-Gasteiz.
Ángela Molina, Las mamás de Blancanieves, El País - Babelia, 16 de febrero de 2008