Restauración y simulacro
Al parecer, en el plazo de algo más de un año, la intervención realizada por Giorgio Grassi y Manuel Portaceli sobre los restos del Teatro Romano de Sagunto serán demolidos según dictaminó la sentencia última del Tribunal Supremo. La larga historia procesal iniciada por un abogado y político valenciano está fielmente recogida por las hemerotecas, y no es el motivo de la reflexión, aunque queda como arriesgado precedente de la compleja relación de la interpretación de las normativas legales y el mundo más problemático de las teorías restauradoras. Tampoco se trata de reivindicar algo obvio para los especialistas, el hecho de que el concepto de «reconstrucción», proscrito desde el punto de vista teórico, siempre se ha referido (al menos desde el Tercer Congreso de Ingenieros y Arquitectos, celebrado en Roma a finales de 1833, donde a instancia de Camillo Boito se tomó el acuerdo de las partes añadidas para completar la restauración de un monumento, que no debían imitar la arquitectura original), a la denominada «reconstrucción en estilo», aquella que desde la «falsificación óptica» podía dificultar el conocimiento científico del monumento, es decir, en dimensión histórica o, lo que es lo mismo, «documental».
Riesgo pedagógico. Y no es momento de entrar a valorar con criterios arquitectónicos la calidad en abstracto de una propuesta que asume desde un origen el riesgo de la pedagogía; de la recuperación de un tipo arquitectónico -el del teatro romano- lo que condujo necesariamente a una solución de condición esquemática, en consonancia con el carácter generalista del concepto.
Lo que sí resulta significativo es el difuso sentimiento popular de que se ha producido una agresión al monumento, en contraposición al silencio o, en algún caso, beneplácito con el que se han acogido reconstrucciones tan literales como la última de la Frauenkirche en Dresde, justificada por sus defensores con la metáfora de «cerrar una herida». Una decisión tan opuesta a todo criterio canónico de la restauración, que tiene, sin embargo, su propia tradición, siempre basada en el carácter excepcional de la intervención. Su origen se sitúa en Venecia, cuando en el año 1902 se derrumba el Campanile de San Marcos, y se reconstruye por Beltrami de manera similar al original, ya completamente destruido, «como era y donde estaba». («com'era e dov'viera»). La polémica opción estaba avalada por el sentimiento ciudadano de pérdida irreparable de un elemento imprescindible en la escenografía urbana de la ciudad de los canales. Tras esta reconstrucción, la «demanda social» ha condicionado una proliferación de «réplicas» que hacen muy discutible aquella excepcionalidad en la que se fundamentan.
Las destrucciones que la Segunda Guerra Mundial ocasionó sobre monumentos y centros históricos provocaron reacciones colectivas a favor de la recuperación de aquellos elementos que se entendía que pertenecían a la memoria colectiva o a la identidad nacional. Así se entendieron, por ejemplo, la reconstrucción del centro de Varsovia o la de Dresde.De igual forma, catástrofes como los incendios, provocaron la destrucción total o parcial de teatros como el Globe en Londres, La Fenice en Venecia, o el Liceo en Barcelona. En todos los casos, y tras las correspondientes polémicas, se optó por la reconstrucción más o menos literal de lo desaparecido, sin que se produjeran reacciones sociales de consideración, ni mucho menos la intervención de la judicatura.
Falsificación. El principal argumento del rechazo académico residía en la imposibilidad de restaurar una ruina, definida por Cesare Brandi (una autoridad indiscutible de la teoría moderna de la restauración), como aquél caso extremo en el que la desaparición de la materia original del monumento es superior a la que conserva, y, por otro lado, el resultado de la reconstrucción incurría en la falsificación del documento histórico.
Memoria, Historia y la contraposición entre apariencia y esencia son los conceptos de fondo en los que se referencia la discusión social en torno a la posibilidad de la reconstrucción, aunque es indudable que la visión popular difiere de la académica o profesional. En lo «memorable» reside la razón funcional del monumento, en cuanto éste fija la conciencia colectiva cuando se abandona al sentimiento de desorden que una realidad transitoria introduce en las sociedades históricas.
Pero el monumento no puede renunciar a su historicidad, en cuanto se constituye como testigo del acontecer. De aquí la compleja naturaleza de una materia que explica las inherentes dificultades de una teoría de la restauración. Porque restaurar o conservar implica la voluntad de detener o hacer reversible la huella del tiempo en unos objetos, cuya «aura» reside, precisamente, en su dimensión histórica.
La otra cuestión presente en el debate occidental sobre la restauración ha sido la distinción entre la apariencia óptica o visual y la esencia matérica que la constituye. Las posiciones más «esencialistas» han defendido siempre el máximo respeto para la materia original y una mayor o menor tolerancia -en su capacidad de simulación- para la añadida. Tolerancia que sería negada, en la postura más radical, por un Ruskin que exigía una actitud no intervencionista como consecuencia de conceder al monumento la dignidad de un ser vivo, sujeto, por tanto, al ciclo biológico que conduce a su muerte, y en el otro extremo, la legitimidad de la copia como posibilidad de transformación o sustitución original.
Contaminaciones. Y como ninguna teoría es inmune a la «contaminación», en éste caso, tanto la sensibilidad estética del monumento histórico como el sustrato de la ideología han estado en la génesis de los distintos criterios de intervención. Porque el sentimiento popular es más proclive a la imitación, entendida ésta como copia, que aquellos aspectos más esencialistas de la materia original. Y quizás explica esta contradicción contemporánea entre lo que se denuncia y lo que se tolera. Copia y simulacro parecen ser las opciones entre las que oscila de manera obligada la posibilidad de restaurar, ese impulso voluntario que proviene de la tentación utópica de detener el pulso vital de la historia.
Los dos conceptos hay que entenderlos en el sentido platónico en el que se distinguía entre esencia y apariencia, el original y la copia, el modelo y el simulacro, como derivados de la dualidad metafísica entre idea e imagen. Porque la copia se fundamenta -y se justifica- en la identidad superior de la idea, y el simulacro apuesta por una agresión -o subversión- a la propia identidad.
¿Qué es hoy lo memorable? Gadamer nos ha alertado de que «el que surja una pregunta supone siempre introducir una cierta ruptura con el ser de lo preguntado», por lo que esta interrogación provoca alguna fisura en la solidez de un concepto ahora encardinado en una historicidad concreta: la que lo sitúa en el ámbito de una cultura de masas que violenta su naturaleza inicial, desplazándola hacia la cotidianeidad, es decir, hacia una paradójica exigencia antihistórica.
La disociación entre figura y materia, radicalizada en la contemporaneidad, tiende a desplazar el interés analítico hacia el arte del simulacro. No es ya la copia (como parecía alarmar al experto y al legislador), la que amenaza la autenticidad de lo original con su búsqueda de la semejanza, sino el fantasma o el doble el que tiende a sustituir aquella materialidad. Y parece más que nunca necesario atender la definición de Walter Benjamin: «La huella es la manifestación de una cercanía, por lejos que esté lo que abandona. El aura es la manifestación de la lejanía, por cerca que esté lo que abandona. En la huella nos apoderamos de la cosa; en el aura ella nos domina».
Juan Manuel Hernández León, Restauración y simulacro, ABCD las Artes y las Letras,
nº 837, 16 de febrero de 2008