Un Salvador Dalí más falso que Judas

Apuntaba maneras. Pasar de perforador de quesos a «corresponsal» en Hollywood y aledaños para la revista «Panorama» no está al alcance de cualquiera. Y luego a ejecutivo de una inversora especializada en el mercado artístico. Acaba de aparecer «Dalí y yo. Una historia surrealista» (Ed. B) de Stan Lauryssens, marchante de arte, y el mayor falsificador de la obra daliniana de todo el mundo. Por si faltara algo, el libro puede pasar al cine con Al Pacino mesándose los dalinianos bigotes.

Un millón para el mejor

«El tipo de veintinueve años -cuenta Lauryssens- abrió el maletín y esparció sobre mi mesa una impresionante cantidad de fajos, cada cual duro como un ladrillo y sujeto con gomas elásticas. Algunos fajos cayeron al suelo. Jamás había visto tanto dinero junto. Bueno, tampoco había visto nunca un billete de mil dólares. Si he de ser sincero, supongo que puse cara de estar siendo hipnotizado por una cobra». Un millón de dólares por «La última cena», a pesar de que pertenece a un museo de Washington. Esto es ganarse la vida, y lo demás, chapuzas y ñapas.

La huella del crimen

El bueno, o regular, de Stan tenía mano para los negocios. Entró en materia en París, en el almacén del empresario francés Gilbert Hamon, otro cuyas manos también iban al pan, aunque fuese un antiguo carnicero. Habla el tal Hamon: «¿Falso? No sé de qué me habla. Cada grabado tiene su certificado de autenticidad firmado a mano por mí mismo, o por el capitán Moore, representante de Dalí, o por el propio Dalí. Con esos certificados, hasta la peor falsificación se convierte en un Dalí auténtico».

Tiene bigotes la cosa

De vez en cuando, Stan Lauryssens se emplea también a fondo en primera persona y llega hasta el mismísimo cuarto de baño: «Dalí casi nunca se lavaba -dice en su libro- y jamás utilizaba la bañera ni la ducha. Su vanidad de vanidades era el celebérrimo bigote. Para mantenerlo con forma de embarcación se lo frotaba todas las mañanas con una mezcla de cera de abeja, miel, mermelada de ruibarbo y pomada húngara». Y es que lo del famosito bigote tiene miga. Bueno, más que miga extensiones. Para su peluquero de cabecera (lo mismo le hacía llamar desde París que desde Nueva York) Llongueras, la ocasión también la pintan calva en el libro: «Le encantaba llevar rulos rosas. Siempre que yo se los ponía, Dalí decía con una sonrisa «ahora me siento como un ama de casa neoyorquina en un superrrmerrrcado». Lo del bigote es una leyenda. Dalí nunca ha tenido un famoso bigote. Usaba extensiones. Yo mismo le hice varios bigotes». Sin bigote y también sin un pelo de tonto: «Por supuesto nunca me pagó. Ni una sola peseta».

Gimnasia sueca

También entran como elefante en una cacharrería personajes como Ultra Violeta, más o menos habitual en los cículos cercanos a Andy Warhol en la Gran Manzana. Agárrense, que vienen curvas: «Por la noche era el notario de Dalí -dice la Ultra-. Tenía que llevar registro de sus eyaculaciones y anotarlo todo en uno de los viejos libros mayores de su padre... Dalí me ordenó que bebiera su orina para aumentar mi genio. Sólo conseguí que me salieran granos».

La mano tonta...

Directamente al grano: un tal Michael Ward Stout, abogado norteamericano del pintor ampurdanés. «Dalí consiguió medio millón firmando hojas en blanco. Durante quince años se negó a firmar litografías, grabados o aguafuertes, solamente firmó hojas en blanco. La imagen surrealista se añadía después».

-Quiere decir que se imprimía después, interpela el autor.
-Sí
-¿En total, cuántas?
-Nadie lo sabe. Cientos de miles, si no millones, yo diría probablemente que millones... llegó una época en que Dalí era capaz de firmar cada dos segundos...»

Polvo enamorado

En este circo deforme, la tal Ultra Violet rememora las orgías neoyorquinas del artista: «Para picar trajeron bandejas con ojos de animales: vaca, oveja, cabra.... Aparte de la camisa de cowboy y las alpargatas catalanas iba de Papá Nöel con una nariz roja de payaso y agitando una banderita de barras y estrellas. Entre raya y raya de cocaína los enanos, los borrachos y los veteranos de Vietnam copulaban con las modelos de pasarela. Cada vez que alguien tenía un orgasmo, Dalí gritaba encantado: «Brrravooooo c´est magnifique».

Gala de honor

Así lo contaba el capitán Moore, fiel asistente de Dalí durante años. «En 1969, Kirk Douglas vino a Cadaqués para rodar «El faro del fin del mundo». Lo invitaron a comer a casa de Dalí y dejó su chaqueta en el respaldo de una silla. Gala sacó la cartera de uno de los bolsillos y se embolsó todo el dinero».

El timo de la estampita

«Gala me telefoneó, dijo Manuel Pujol Baladas, alias El Joven Dalí. Estamos desesperados, tienes que ayudar a Dalí. Eres un buen pintor. Haz algunas obras surrealistas en el famoso estilo Dalí de los años cuarenta. Te pagaré muy bien y tendrás el mundo a tus pies». Tranquilos, que hay más. «Fue un timo muy complejo -continúa Manuel Pujol Baladas, El Joven Dalí-. Gala y Dalí inundaron el mercado de dalís falsos-falsos, yo cobré cuatrocientos dólares por un dalí surrealista. Mis cuadros surrealistas están expuestos permanentemente en grandes museos de todo el mundo. El 75 por ciento de los dalís son falsos-falsos».

Indulto

La policía no es tonta, y mucho menos la Interpol que le siguió la pista a Lauryssens hasta el Ampurdán y volvió a ponerlo a la sombra, en la cárcel de Valdemoro, a la espera de ser extraditado a Bélgica. Sin embargo, de nuevo tuvo suerte porque el Rey de los Belgas lo amnistió y pudo regresar a la Costa, que seguía tan brava como de costumbre. Ahora publica este libro en el que aún hay mucho más: relatos, insidias, rumores y cuadros falsos en museos, más de lo que cabe decir aquí.

Manuel de la Fuente, Un Salvador Dalí más falso que Judas, ABC, 8 de junio de 2008