El arte de la publicidad
En 1997 se abría en Londres "la exposición más polémica de los noventa", Sensation. Young British Artists from the Saatchi Collection -véase también, Confesiones de un adicto al arte-. Abyecta donde las haya, la muestra levantó polémica en el mundo artístico. Sensation no hablaba en realidad de realidad sino de realismo, que son dos cosas muy distintas. Pese a encontrarse el visitante frente a sensaciones muy potentes al ir caminando entre moscas, los entresijos de un animal, ovejas, cuerpos mutilados, monstruosos, lo que allí se mostraba era arte.
Aquella muestra terminaba por consolidar no sólo una colección, la de las estrellas más rutilantes del YBA (Young British Art, Joven Arte Inglés), que epitomizado por personajes como el notorio Hirst incluía a Tracey Emin y Richard Billingham, sino una imagen corporativa atrevida e iconoclasta que se había intuido en campañas publicitarias como la que alertaba sobre el abuso de la cocaína: un gusano subía insidioso por una nariz. Saatchi era entonces una indiscutible marca registrada.
Pocos sabían entonces que, en un proyecto paraguas semejante al de Warhol, Saatchi , la corporación, camuflaba al coleccionista. A pesar de todo, la leyenda urbana que circula sobre este personaje, que jamás iba ni a sus propias inauguraciones, es que empezó la fascinación coleccionista temprano, interesado por los fetiches del pop norteamericano -desde Elvis hasta los jukeboxes-. Descubriría luego la "alta cultura" a través de Pollock, para abandonar su pasión hacia el Minimal por el YBA, del cual sería promotor y patrono. El más audaz, el más eficiente. Sobre todo el más sistemático.
Hay en Saatchi, como ocurrre con Warhol, cierta voluntad de democratización y desmitificación del gran arte, cierto fin de las jerarquías: dar a todos sus quince minutos, "como si de una exposición fin de curso de la Academia de Bellas Artes de Londres se tratara", ha escrito un crítico insidioso. Aunque la diferencia es clara entre uno y otro: Warhol tiene una estrategia, Saatchi un plan. Y tal vez incluso su silencio forma parte del plan: transformar en exclusivo lo que de partida no lo es, igual que el frasco de perfume retratado por la publicidad. Por eso repite Saatchi que no quiere ser Kane en Xanadu; que no le importa vender para volver a comprar. Ese constante trueque no es cosa de coleccionistas, es el plan del publicista que en sus malabarismos hace que el mundo -y los deseos del mundo- vaya conformándose a su antojo, siempre en transformación, igual en que en la home page de la Saatchi Gallery, donde la cara de una Virgen gótica termina por ser, tras el fundido de los rostros femeninos más conocidos en la historia del arte, una cara de Picasso. Parece el vídeo Black or white de Michael Jackson, otra vez la alta cultura convertida en producto de consumo. O viceversa, incluso.
Aquella muestra terminaba por consolidar no sólo una colección, la de las estrellas más rutilantes del YBA (Young British Art, Joven Arte Inglés), que epitomizado por personajes como el notorio Hirst incluía a Tracey Emin y Richard Billingham, sino una imagen corporativa atrevida e iconoclasta que se había intuido en campañas publicitarias como la que alertaba sobre el abuso de la cocaína: un gusano subía insidioso por una nariz. Saatchi era entonces una indiscutible marca registrada.
Pocos sabían entonces que, en un proyecto paraguas semejante al de Warhol, Saatchi , la corporación, camuflaba al coleccionista. A pesar de todo, la leyenda urbana que circula sobre este personaje, que jamás iba ni a sus propias inauguraciones, es que empezó la fascinación coleccionista temprano, interesado por los fetiches del pop norteamericano -desde Elvis hasta los jukeboxes-. Descubriría luego la "alta cultura" a través de Pollock, para abandonar su pasión hacia el Minimal por el YBA, del cual sería promotor y patrono. El más audaz, el más eficiente. Sobre todo el más sistemático.
Hay en Saatchi, como ocurrre con Warhol, cierta voluntad de democratización y desmitificación del gran arte, cierto fin de las jerarquías: dar a todos sus quince minutos, "como si de una exposición fin de curso de la Academia de Bellas Artes de Londres se tratara", ha escrito un crítico insidioso. Aunque la diferencia es clara entre uno y otro: Warhol tiene una estrategia, Saatchi un plan. Y tal vez incluso su silencio forma parte del plan: transformar en exclusivo lo que de partida no lo es, igual que el frasco de perfume retratado por la publicidad. Por eso repite Saatchi que no quiere ser Kane en Xanadu; que no le importa vender para volver a comprar. Ese constante trueque no es cosa de coleccionistas, es el plan del publicista que en sus malabarismos hace que el mundo -y los deseos del mundo- vaya conformándose a su antojo, siempre en transformación, igual en que en la home page de la Saatchi Gallery, donde la cara de una Virgen gótica termina por ser, tras el fundido de los rostros femeninos más conocidos en la historia del arte, una cara de Picasso. Parece el vídeo Black or white de Michael Jackson, otra vez la alta cultura convertida en producto de consumo. O viceversa, incluso.
Elsa Fernández-Santos, Madrid: El arte de la publicidad, EL PAíS, 20 de septiembre de 2009