El otro Munch
El Centro Pompidou de París, junto a instituciones de la talla de la Tate o la Shirn Kunsthalle de Frankfurt, ha producido una extraordinaria muestra que ofrece alternativas a las lecturas predominantes en torno al pintor noruego.
Esta exposición, Edvard Munch, L'Oeil Moderne ("Edvard Munch, el ojo moderno") constituye una respuesta implacable a muchos de los tópicos que tradicionalmente han sobrevolado la obra del pintor Edvard Munch, una de las figuras más fascinantes de la pintura moderna. Nacido en diciembre de 1863 en la ciudad de Loten, al norte de Oslo, Munch vivió con un pie en el siglo XIX y otro en el XX, pues murió en 1944, el mismo año que Kandisnky y Mondrian. El principal argumento de la muestra es que el artista noruego no es sólo el pintor atormentado que habitualmente se asocia al periodo simbolista, el autor de un cuadro mítico, El grito, que revela una personalidad atribulada. Y es que El grito, al que no se alude en toda la exposición, obstruye otras vías para acercarnos a una obra que se demuestra asombrosamente poliédrica. En esta muestra parisina encontramos facetas rara vez tratadas con anterioridad, como la del Munch fotógrafo o el interesado por los mecanismos cinematográficos (dos vertientes que están representadas con suerte desigual en las salas del Beaubourg), o la del artista fascinado por la propia pintura y por los atractivos ineludibles de la vida moderna.
Pero la lectura que ofrece el Pompidou no es una negación categórica de esa percepción tan sólidamente enraizada en el imaginario colectivo sino que la complementa. Así se desprende del modo en que se nos recibe en la primera sala, con cuadros como Dos seres solitarios o Niñas en el puente, entre otros, que muestran a un artista enigmático. Son obras vinculadas a la tradición mística en la que Rosenblum, en su archiconocido ensayo sobre el romanticismo nórdico, inscribe a Munch (una figura central en su teoría sobre la pintura moderna al margen del contexto parisino, una lectura que esta exposición reprende en no pocas ocasiones). La segunda sala, de dimensiones exactas a la primera, acoge diferentes versiones de esos mismos cuadros para subrayar una de las cualidades fundamentales de la pintura del artista, la de su constante y obsesivo retorno a sus temas predilectos, a la reelaboración recurrente, aun con años de margen, de asuntos tan suyos como la enfermedad, la melancolía, la soledad... Es algo que vemos claramente en salas sucesivas, como aquélla que lleva por título Compulsión en la que se muestran cinco lienzos, tres dibujos y una fotografía de un mismo tema, el de la Niña llorando, que parte del encuentro con la modelo Rosa Meissner en 1907 que, como se ve, resultó indudablemente próspero.
El ojo moderno de Munch se presenta con claridad en su relación con la fotografía, que contradice la visión del artista enclaustrado en la soledad del estudio. La vida moderna pronto le sedujo. Se lanzó a la calle a capturar escenas cotidianas, la vida de las plazas y los parques. Y se autorretrató con frecuencia en un ejercicio entre vanidoso e inquisitivo, en interiores y también en las calles. La exposición también quiere presentar a un Munch interesado en los lenguajes cinematográficos. Se nos cuenta que adquirió una cámara con la que realizó experimentos, pero sólo han quedado 5 minutos de cinta que no revelan gran cosa sobre su destreza con el nuevo medio.
Uno de los momentos interesantes de la exposición es el dedicado al espacio pictórico. Aquí hay cuadros extraordinarios, como El tronco amarillo, que desvela el interés por las estridencias compositivas, con líneas oblicuas y planos enconados. También la obra En la mesa de operaciones nos ofrece esa voluntad de transgredir las leyes de la composición para incidir en la naturaleza psicológica de la narración. Además, Munch se interesó por la relación entre el cuadro y el espectador, y redujo radicalmente la distancia entre ellos. En muchos cuadros vemos escenas en las que los personajes se asoman literalmente al plano del espectador, como sacando la cabeza del cuadro. Es visible aquí la influencia del Kammerspiele de Max Reinhardt, con quien trabajó en la primera década del siglo, técnica en la que el espectador y las figuras del cuadro ocupan lugares intercambiables.
Así pues, la muestra nos enseña esa otra vertiente en la que el pintor investiga y explora nuevos métodos pictóricos, se deja seducir por la tecnología y los nuevos lenguajes y disfruta de las bondades que afloran de las transformaciones de la vida moderna... Y esta lectura, como decíamos, no niega esa otra que nos presentaba a un artista solitario y atormentado. Vean, si no, cómo termina la exposición: en la última sala, una serie de dibujos realizados ya al final de su vida muestran a un hombre con problemas de visión, causados por una hemorragia en el ojo. Son dibujos gobernados por manchas circulares (la propia sangre) a las que rodean elementos abstractos de carácter onírico que se alejan de toda percepción de lo estrictamente real para aproximarse a un estado casi alucinatorio, decididamente dramático.
Pero la lectura que ofrece el Pompidou no es una negación categórica de esa percepción tan sólidamente enraizada en el imaginario colectivo sino que la complementa. Así se desprende del modo en que se nos recibe en la primera sala, con cuadros como Dos seres solitarios o Niñas en el puente, entre otros, que muestran a un artista enigmático. Son obras vinculadas a la tradición mística en la que Rosenblum, en su archiconocido ensayo sobre el romanticismo nórdico, inscribe a Munch (una figura central en su teoría sobre la pintura moderna al margen del contexto parisino, una lectura que esta exposición reprende en no pocas ocasiones). La segunda sala, de dimensiones exactas a la primera, acoge diferentes versiones de esos mismos cuadros para subrayar una de las cualidades fundamentales de la pintura del artista, la de su constante y obsesivo retorno a sus temas predilectos, a la reelaboración recurrente, aun con años de margen, de asuntos tan suyos como la enfermedad, la melancolía, la soledad... Es algo que vemos claramente en salas sucesivas, como aquélla que lleva por título Compulsión en la que se muestran cinco lienzos, tres dibujos y una fotografía de un mismo tema, el de la Niña llorando, que parte del encuentro con la modelo Rosa Meissner en 1907 que, como se ve, resultó indudablemente próspero.
El ojo moderno de Munch se presenta con claridad en su relación con la fotografía, que contradice la visión del artista enclaustrado en la soledad del estudio. La vida moderna pronto le sedujo. Se lanzó a la calle a capturar escenas cotidianas, la vida de las plazas y los parques. Y se autorretrató con frecuencia en un ejercicio entre vanidoso e inquisitivo, en interiores y también en las calles. La exposición también quiere presentar a un Munch interesado en los lenguajes cinematográficos. Se nos cuenta que adquirió una cámara con la que realizó experimentos, pero sólo han quedado 5 minutos de cinta que no revelan gran cosa sobre su destreza con el nuevo medio.
Uno de los momentos interesantes de la exposición es el dedicado al espacio pictórico. Aquí hay cuadros extraordinarios, como El tronco amarillo, que desvela el interés por las estridencias compositivas, con líneas oblicuas y planos enconados. También la obra En la mesa de operaciones nos ofrece esa voluntad de transgredir las leyes de la composición para incidir en la naturaleza psicológica de la narración. Además, Munch se interesó por la relación entre el cuadro y el espectador, y redujo radicalmente la distancia entre ellos. En muchos cuadros vemos escenas en las que los personajes se asoman literalmente al plano del espectador, como sacando la cabeza del cuadro. Es visible aquí la influencia del Kammerspiele de Max Reinhardt, con quien trabajó en la primera década del siglo, técnica en la que el espectador y las figuras del cuadro ocupan lugares intercambiables.
Así pues, la muestra nos enseña esa otra vertiente en la que el pintor investiga y explora nuevos métodos pictóricos, se deja seducir por la tecnología y los nuevos lenguajes y disfruta de las bondades que afloran de las transformaciones de la vida moderna... Y esta lectura, como decíamos, no niega esa otra que nos presentaba a un artista solitario y atormentado. Vean, si no, cómo termina la exposición: en la última sala, una serie de dibujos realizados ya al final de su vida muestran a un hombre con problemas de visión, causados por una hemorragia en el ojo. Son dibujos gobernados por manchas circulares (la propia sangre) a las que rodean elementos abstractos de carácter onírico que se alejan de toda percepción de lo estrictamente real para aproximarse a un estado casi alucinatorio, decididamente dramático.